El maestro catalán regresa al podio de la Orquesta Nacional de España para dirigir ‘El anillo sin palabras’, la inclasificable versión sinfónica que hizo Lorin Maazel de la ‘Tetralogía’ wagneriana Leer El maestro catalán regresa al podio de la Orquesta Nacional de España para dirigir ‘El anillo sin palabras’, la inclasificable versión sinfónica que hizo Lorin Maazel de la ‘Tetralogía’ wagneriana Leer
Asegura Josep Pons (Puigreig, 1957) vivir de las rentas de la inspiración. «De tanto en tanto, tengo un día lúcido en el que lo veo todo con absoluta claridad», confiesa al teléfono desde su casa de Barcelona. «Entonces cancelo todos mis compromisos y me dedico a diseñar temporadas, a crear proyectos nuevos o a resolver pasajes más enrevesados de las partituras». El director titular de la orquesta del Liceu de Barcelona, donde lleva 12 años dando forma al sonido del foso como un orfebre en su taller, regresará el 13 de diciembre al Auditorio Nacional de Madrid para ponerse a los mandos de la Orquesta Nacional de España, cuyo podio gobernó entre 2003 y 2011. Dirigirá El anillo sin palabras de Wagner, toda una rareza del repertorio que sintetiza, en los arreglos que hizo en 1987 Lorin Maazel, los episodios más conocidos de la Tetralogía en apenas 75 minutos.
- Se suele hablar de la «etapa dorada» de Pons al frente de la OCNE. ¿Fue realmente así?
- Pienso que sí, aunque no soy yo el más indicado para juzgarlo. Visto desde la distancia, fue una época de mucho trabajo y grandes cambios. Hablo de cambios profundos. Considero que, en un mundo tan bestia como el nuestro, la música aún se mantiene como reducto de verdad. Ése es el único legado. Ya lo decía Musil en El hombre sin atributos: ‘¿Qué nos queda del arte? Sólo nosotros transformados’.
- Mientras la generación anterior a la suya (López Cobos o su maestro Ros-Marbà) hizo rápidamente las maletas, usted se quedó, ¿más por convicción que por vocación?
- En aquella época España necesitaba, más que maestros, constructores de orquesta. Si todos se marchaban, ¿quién se ocupaba de lo nuestro? Me hicieron muchas ofertas del extranjero, algunas muy tentadoras, pero dije una y mil veces no. Y no me arrepiento: he tenido la suerte de dirigir a placer en las mejores orquestas.
- ¿Un director de noviazgos más que de aventuras?
- Digamos que no he sido un picaflor [risas]. Los directores de orquesta trabajamos con la luz: unos prefieren deslumbrar y otros nos dedicamos a iluminar. Esa cosa atlética de director sexy no va conmigo. Soy más director cómplice que autoritario. Decía Mahler que en la partitura está todo menos lo esencial. Y para extraer eso que no se puede definir hace falta mucha gente en sintonía y focalizada en un mismo punto.
- Lo que usted llama el «método Alpino»…
- ¡¿Quién le ha contado eso?! [risas]. Una partitura está hecha de cientos, miles de colores musicales. Y una orquesta, dependiendo de su tamaño y calidad, cuenta con un número limitado de lapiceros, que van de la caja de Alpino de seis al maletín de Caran d’ache. El resultado depende de cómo los combines. Pero sin olvidar que tu versión no es la única ni mucho menos la auténtica: sólo una entre infinitas posibilidades.
- Recelaba Furtwängler de los directores que, como él, se alternaban en el foso y en el podio. ¿Su Lady Macbeth es un ejemplo de permanente trasvase entre géneros?
- En un mundo tan polarizado como el nuestro, el arte es el único espacio donde las cosas pueden ser ni sí ni no, o incluso sí y no a la vez. Dicho esto, creo que el mundo sintético de las sinfonías y el universo en permanente expansión de las óperas pueden ser, y de hecho lo son, complementarios. Por eso la Décima de Shostakóvich late en el corazón de Lady Macbeth.
«Por alguna razón el ritual de concierto se ha mantenido sin apenas variaciones desde la era industrial»
P. ‘El anillo sin palabras’ representa una tercera vía, un término medio entre la monumentalidad de la ‘Tetralogía’ y la exuberancia sinfónica de Wagner.
R. Para entender las óperas de Wagner hay que atender a su método de composición. Primero escribía el libreto, luego incorporaba las voces a modo de teatro musical y finalmente hacía el volcado final de la orquesta con los leitmotivs. El arreglo de Maazel es fantástico porque trabaja por capas y va cosiendo todos los movimientos y transiciones sinfónicas sin que la tonalidad llegue nunca a crujir.
P. La próxima será su última temporada en el Liceu. ¿Ha cumplido los objetivos de su proyecto?
R. He tenido la inmensa fortuna de poder contar con los mejores músicos. Y eso se nota en los ensayos, que se parecen mucho a un entrenamiento de fútbol, con estrategias a balón parado y goles de pizarra. He hecho lo que me propuse en los inicios y los resultados están ahí. Pero siempre digo que soy más sembrador que recolector.
P. ¿No cree que se le está haciendo un poco bola al Liceu la designación de su sucesor?
R. Es un proceso largo en el que sólo participé al principio, pues me parecía lo más higiénico. Soy parte del presente del Liceu, pero no del futuro. Y no me parecía razonable señalar a nadie con el dedo. Mi consejo en estos casos es no perseguir modelos sino encontrar una personalidad que dé continuidad al proyecto artístico.
P. Después lo esperan en la ciudad alemana de Saarbrücken para tomar las riendas de la Deutsche Radio Philharmonie. ¿Qué metas se ha marcado?
R. Tengo entre manos un proyecto muy novedoso que se cuestiona muchas de las certezas de la tradición musical centroeuropea que arrastramos desde la época industrial. La música es un fenómeno en permanente evolución y, sin embargo, el ritual de concierto se mantiene prácticamente igual desde hace dos siglos.
P. La temporada del Liceu, donde próximamente dirigirá ‘Lohengrin’ y ‘Rusalka’, va de sueños. ¿Cuál es el suyo?
R. Seguir avanzando sin desviarme de mi norte hipotético y sin darme más importancia de la estrictamente necesaria. Estoy aquí porque, como decía Schoenberg, nadie quería ocupar mi lugar aunque todos querían puesto.
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