A finales de los noventa, más de una década antes del premio Nobel, Mario Vargas Llosa ya era, quizá, el intelectual público de mayor prestigio en el mundo hispano. Fue entonces cuando aupó el ‘Movimiento Libertad’, y se empleó de candidato a la presidencia por el Frente Democrático, bajo el afán de convertir a Perú en una democracia liberal. Para la hemeroteca queda que aquella expedición política trajo un itinerario extenuante y un sólido desencanto. Finalmente, contra el pronóstico general de las encuestas, no logró Vargas Llosa la victoria ante su rival, Alberto Fujimori , cuyos devotos se ahincaron en una larga campaña de desprestigio de la figura del escritor, que incluyó el retrato difamante desde la fantasía furiosa de la lectura torcida de su obra monumental. Pero Vargas Llosa salió de aquello como lo que ya era: un hombre empeñado en tomar partido, según la herencia magistral de Jean Paul Sartre, a quien Vargas Llosa ha procurado desoir poco, o nada. Noticia Relacionada opinion Si Mario Vargas Llosa, el último ‘boomcano’ Fernando Iwasaki «Muy pronto advertiremos cómo la lengua española ha perdido interlocución global con la desaparición de Mario Vargas Llosa»Eso, y que nunca le importó el ejercicio de la incómoda disidencia , que es como decir que siempre preservó la higiene del albedrío, el oficio nada efímero de la libertad. Diríamos que, desde entonces, Vargas Llosa insistió en un futuro que ya estaba esclarecido en su pasado, porque se dio a prosperar en la opinión en el aire abierto, completando la escuela única y difícil del intelectual sin temor al cambio de opinión. Si la realidad muda, no puede ser el pensamiento sino mudanza. Algo así pudiera servirnos de lema de la biografía de celebridad de Vargas Llosa, que abre una órbita más allá de su eslora de escritor serio y populoso y también de su retrato alegre de galán dorado de alguna musa mayor, otoñal y con túnica, de la jet-set. Vargas Llosa fue enseguida una celebridad, y en él el término se alza pronto con tanta pureza como perseverancia, lejos de «la civilización del espectáculo», por decirlo en acuñación de su propio ensayo de fortuna, y aunque él asomara en alguna época en las fotos de las revistas de peluquería, o precisamente por eso. En Vargas Llosa el prestigio se le supone, como la prosa muy escrita. No ha practicado el disimulo, o la antipatía, incluso, ni tampoco ha desaprovechado la ocasión de zarandear la diplomacia. Deja obra de célebre que no se calla. Fue a Méjico y dijo que PRI era una dictadura perfecta. En Cataluña, cuando el nacionalismo auroral, recordó que en la década de los setenta «el nacionalismo era cosa de viejecitos reaccionarios», para abrochar luego, por lo alto: «estamos hablando de una especie de enfermedad». Las palabras treparon enseguida a los titulares mayores de Perú, Uruguay, Chile, y por supuesto España. No es fácil imaginar que semejante vuelo internacional se propagara si Philip Roth, por ejemplo, o Toni Morrison dieran una opinión política en su país. De manera que Vargas Llosa es un escritor cuya celebridad va mucho más allá del libro , entre en énfasis del discordante y el atrevimiento del prestigio. Al cumplir los ochenta años, en Casa de América, asomó Vargas Llosa ante un público que incluyó a Luis Alberto Lacalle, expresidente de Uruguay, Sebastián Piñera, presidente de Chile, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, ambos expresidentes de Colombia, y dos expresidentes españoles, José María Aznar y Felipe González, más Mariano Rajoy, que abrió el acto con unas palabras sentidas. Noticia Relacionada Legado literario estandar Si La Santísima Trinidad del escritor: las tres novelas que marcan su obra Karina Sainz Borgo Los cimientos de su literatura se sostienen en tres grandes columnas: ‘La ciudad y los perros’, ‘Conversación en la catedral’ y ‘La fiesta del chivo’Difícil componer en torno a una única figura un ramo de tan varios y encumbrados nombres. Ahí se hizo verdad la frase siempre sostenida del propio Mario, mirando de nuevo la cátedra de Sartre: «Las palabras son actos». Obra maestra nos deja. A finales de los noventa, más de una década antes del premio Nobel, Mario Vargas Llosa ya era, quizá, el intelectual público de mayor prestigio en el mundo hispano. Fue entonces cuando aupó el ‘Movimiento Libertad’, y se empleó de candidato a la presidencia por el Frente Democrático, bajo el afán de convertir a Perú en una democracia liberal. Para la hemeroteca queda que aquella expedición política trajo un itinerario extenuante y un sólido desencanto. Finalmente, contra el pronóstico general de las encuestas, no logró Vargas Llosa la victoria ante su rival, Alberto Fujimori , cuyos devotos se ahincaron en una larga campaña de desprestigio de la figura del escritor, que incluyó el retrato difamante desde la fantasía furiosa de la lectura torcida de su obra monumental. Pero Vargas Llosa salió de aquello como lo que ya era: un hombre empeñado en tomar partido, según la herencia magistral de Jean Paul Sartre, a quien Vargas Llosa ha procurado desoir poco, o nada. Noticia Relacionada opinion Si Mario Vargas Llosa, el último ‘boomcano’ Fernando Iwasaki «Muy pronto advertiremos cómo la lengua española ha perdido interlocución global con la desaparición de Mario Vargas Llosa»Eso, y que nunca le importó el ejercicio de la incómoda disidencia , que es como decir que siempre preservó la higiene del albedrío, el oficio nada efímero de la libertad. Diríamos que, desde entonces, Vargas Llosa insistió en un futuro que ya estaba esclarecido en su pasado, porque se dio a prosperar en la opinión en el aire abierto, completando la escuela única y difícil del intelectual sin temor al cambio de opinión. Si la realidad muda, no puede ser el pensamiento sino mudanza. Algo así pudiera servirnos de lema de la biografía de celebridad de Vargas Llosa, que abre una órbita más allá de su eslora de escritor serio y populoso y también de su retrato alegre de galán dorado de alguna musa mayor, otoñal y con túnica, de la jet-set. Vargas Llosa fue enseguida una celebridad, y en él el término se alza pronto con tanta pureza como perseverancia, lejos de «la civilización del espectáculo», por decirlo en acuñación de su propio ensayo de fortuna, y aunque él asomara en alguna época en las fotos de las revistas de peluquería, o precisamente por eso. En Vargas Llosa el prestigio se le supone, como la prosa muy escrita. No ha practicado el disimulo, o la antipatía, incluso, ni tampoco ha desaprovechado la ocasión de zarandear la diplomacia. Deja obra de célebre que no se calla. Fue a Méjico y dijo que PRI era una dictadura perfecta. En Cataluña, cuando el nacionalismo auroral, recordó que en la década de los setenta «el nacionalismo era cosa de viejecitos reaccionarios», para abrochar luego, por lo alto: «estamos hablando de una especie de enfermedad». Las palabras treparon enseguida a los titulares mayores de Perú, Uruguay, Chile, y por supuesto España. No es fácil imaginar que semejante vuelo internacional se propagara si Philip Roth, por ejemplo, o Toni Morrison dieran una opinión política en su país. De manera que Vargas Llosa es un escritor cuya celebridad va mucho más allá del libro , entre en énfasis del discordante y el atrevimiento del prestigio. Al cumplir los ochenta años, en Casa de América, asomó Vargas Llosa ante un público que incluyó a Luis Alberto Lacalle, expresidente de Uruguay, Sebastián Piñera, presidente de Chile, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, ambos expresidentes de Colombia, y dos expresidentes españoles, José María Aznar y Felipe González, más Mariano Rajoy, que abrió el acto con unas palabras sentidas. Noticia Relacionada Legado literario estandar Si La Santísima Trinidad del escritor: las tres novelas que marcan su obra Karina Sainz Borgo Los cimientos de su literatura se sostienen en tres grandes columnas: ‘La ciudad y los perros’, ‘Conversación en la catedral’ y ‘La fiesta del chivo’Difícil componer en torno a una única figura un ramo de tan varios y encumbrados nombres. Ahí se hizo verdad la frase siempre sostenida del propio Mario, mirando de nuevo la cátedra de Sartre: «Las palabras son actos». Obra maestra nos deja.
«Nunca le importó el ejercicio de la incómoda disidencia, que es como decir que siempre preservó la higiene del albedrío, el oficio nada efímero de la libertad»
A finales de los noventa, más de una década antes del premio Nobel, Mario Vargas Llosa ya era, quizá, el intelectual público de mayor prestigio en el mundo hispano. Fue entonces cuando aupó el ‘Movimiento Libertad’, y se empleó de candidato a la presidencia por … el Frente Democrático, bajo el afán de convertir a Perú en una democracia liberal. Para la hemeroteca queda que aquella expedición política trajo un itinerario extenuante y un sólido desencanto.
Finalmente, contra el pronóstico general de las encuestas, no logró Vargas Llosa la victoria ante su rival, Alberto Fujimori, cuyos devotos se ahincaron en una larga campaña de desprestigio de la figura del escritor, que incluyó el retrato difamante desde la fantasía furiosa de la lectura torcida de su obra monumental. Pero Vargas Llosa salió de aquello como lo que ya era: un hombre empeñado en tomar partido, según la herencia magistral de Jean Paul Sartre, a quien Vargas Llosa ha procurado desoir poco, o nada.
Eso, y que nunca le importó el ejercicio de la incómoda disidencia, que es como decir que siempre preservó la higiene del albedrío, el oficio nada efímero de la libertad. Diríamos que, desde entonces, Vargas Llosa insistió en un futuro que ya estaba esclarecido en su pasado, porque se dio a prosperar en la opinión en el aire abierto, completando la escuela única y difícil del intelectual sin temor al cambio de opinión. Si la realidad muda, no puede ser el pensamiento sino mudanza.
Algo así pudiera servirnos de lema de la biografía de celebridad de Vargas Llosa, que abre una órbita más allá de su eslora de escritor serio y populoso y también de su retrato alegre de galán dorado de alguna musa mayor, otoñal y con túnica, de la jet-set. Vargas Llosa fue enseguida una celebridad, y en él el término se alza pronto con tanta pureza como perseverancia, lejos de «la civilización del espectáculo», por decirlo en acuñación de su propio ensayo de fortuna, y aunque él asomara en alguna época en las fotos de las revistas de peluquería, o precisamente por eso.
En Vargas Llosa el prestigio se le supone, como la prosa muy escrita. No ha practicado el disimulo, o la antipatía, incluso, ni tampoco ha desaprovechado la ocasión de zarandear la diplomacia. Deja obra de célebre que no se calla. Fue a Méjico y dijo que PRI era una dictadura perfecta. En Cataluña, cuando el nacionalismo auroral, recordó que en la década de los setenta «el nacionalismo era cosa de viejecitos reaccionarios», para abrochar luego, por lo alto: «estamos hablando de una especie de enfermedad».
Las palabras treparon enseguida a los titulares mayores de Perú, Uruguay, Chile, y por supuesto España. No es fácil imaginar que semejante vuelo internacional se propagara si Philip Roth, por ejemplo, o Toni Morrison dieran una opinión política en su país. De manera que Vargas Llosa es un escritor cuya celebridad va mucho más allá del libro, entre en énfasis del discordante y el atrevimiento del prestigio. Al cumplir los ochenta años, en Casa de América, asomó Vargas Llosa ante un público que incluyó a Luis Alberto Lacalle, expresidente de Uruguay, Sebastián Piñera, presidente de Chile, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, ambos expresidentes de Colombia, y dos expresidentes españoles, José María Aznar y Felipe González, más Mariano Rajoy, que abrió el acto con unas palabras sentidas.
Difícil componer en torno a una única figura un ramo de tan varios y encumbrados nombres. Ahí se hizo verdad la frase siempre sostenida del propio Mario, mirando de nuevo la cátedra de Sartre: «Las palabras son actos». Obra maestra nos deja.
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