Entonces las pinturas tenían los cielos de oro y los ángeles que vivían en ellas, tirabuzones sujetos por coronas de flores; sus ojos eran almendrados y sus manos, particularmente refinadas, tenían los dedos largos y sin división de falanges. También había Vírgenes de carnaciones suaves con halos sobre sus cabezas punzonados con orlas de estrellas. Y santos que, con capas que vibraban en rojos y azules, subían y bajaban por torres almenadas huyendo de un demonio en forma de bestia oscura.Así era Siena a principios del siglo XIV . Sus principales artistas, espoleados por la curiosidad y la competitividad de la vecina Florencia, ampliaron los límites de lo que podía ser la pintura sobre madera. Fue un momento dorado para el arte en el que Duccio di Buoninsegna, Simone Martini y Pietro y Ambrogio Lorenzetti (lo que podría llamarse la ‘Officina senese’ parafraseando a Roberto Longhi), se convierten en motores de una ‘nueva pintura’ que, interpretando el legado de Cimabue y conciliándolo con la influencia de un Bizancio renovado por los emperadores paleólogos, parecía dotada de un dramatismo desconocido e insólito. En ella afloraban las emociones en los rostros, la movilidad de los cuerpos en el espacio, la luminosidad, las vibraciones cromáticas y una manera de contar historias en paneles que se sucedían unos a otros. Además, se experimentó con todo tipo de soportes, desde palas de altar de alturas inimaginables, hasta retablos portables para la devoción privada, en los que aparecían pinturas sutiles sobre fondos dorados, que constituyeron la revolución sienesa de la primera mitad del Trecento. Más tarde se extendió por Italia y de allí a Francia, Inglaterra y Bohemia. ‘Siena: el auge de la pintura, 1300-1350’ es la primera gran exposición que, después de iluminar el Metropolitan de Nueva York este invierno, llega a la National Gallery de Londres . Se trata de un impresionante conjunto de obras de los mejores pintores del Trecento, con golpes de efecto sublimes gracias a la reunión de algunos retablos y polípticos desmembrados y dispersos por el mundo durante siglos. Incluye los paneles de la Maestà de Duccio y están, además, el Políptico de Pieve de Pietro Lorenzetti recientemente restaurado, y piezas soberbias de escultura, orfebrería y textiles.Tino di Camaino: ‘Ángel portador de un sarcófago’ (ca. 1318/19); Pietro Lorenzetti: ‘La Crucifixión’ (1340s) y Ambrogio Lorenzetti: ‘Madonna del Latte’ (ca. 1325) El 9 de junio de 1311, los sieneses que tuvieron la fortuna de residir en la ruta designada para el paso de la procesión colgaron de las ventanas de sus casas los paños más preciados mientras se asomaban exultantes a los balcones para ver aquella maravilla. Una banda de trompeteros y tañedores de chirimías tocaba por las callejuelas sinuosas seguidos por el obispo, el clero y gran parte del pueblo. Era la procesión que escoltaba, hasta el altar mayor de la catedral, a la Maestà, la grandiosa tabla de más de cinco metros, pintada y dorada por ambas caras, que Duccio di Buonisegna, el artista más renombrado de la ciudad, acababa de concluir. El colorido y el realismo de su factura eran tan deslumbrantes y su fuerza narrativa tan excepcional, que el retablo convulsionó a la ciudad entera. Hoy se nos hace difícil imaginar el poder del que gozaba entonces la iconografía. En aquel mundo casi desprovisto de imágenes, esas representaciones pictóricas conmovían y consolaban a los creyentes. Eran tiempos en los que la mayoría de los cuadros no se firmaban y sus autores eran desconocidos, pero en la Maestà, el nombre de Duccio (1255/1260 – 1318/1319), escrito en la base del trono de la Virgen, era muy llamativo.La Maestá es el primer gran retablo con predela de doble cara del arte italiano y de la pintura occidental. Esta obra, tan compleja y abigarrada, ya insinúa la espacialidad tridimensional haciéndose eco de las innovaciones de Cimabue y Giotto, y fusiona no sólo los elementos de la matriz florentina -con el realismo figurativo de Duccio y su ansiosa atención al detalle-, sino que, además, cataliza en si misma la evolución de la narrativa pictórica de la Italia del siglo XIV y la convierte en el arquetipo. Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allíUna obra así, repleta de miradas, de gestos, de historias y sentimientos, ¿no la ubicaríamos más fácilmente en una época posterior, en la generación de Botticelli, Petrus Christus o Leonardo da Vinci? Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allí, en el microcosmos de una pequeña ciudad situada en lo alto de una colina.La República de Siena se había instaurado en 1125 y se mantuvo durante los cuatrocientos años que propiciaron el florecimiento de su escuela artística. La ciudad, enclave de intercambio comercial, se benefició de la riqueza agrícola de la tierras circundantes y se convirtió en un centro bancario que obtenía réditos considerables de sus préstamos al papado. El lugar donde la ciudad se despliega por entero es ‘Il Campo’, su plaza de insólito trazado en abanico y acusado declive del terreno, donde el ‘Palazzo Pubblico’ yergue su torre hacia lo alto. En el corazón del edificio se encontraba la ‘Sala dei Nove’, el salón de los nueve consejeros. Entre 1287 y 1355, casi todo el periodo que abarca esta exposición, Siena estuvo gobernada por los «Nueve gobernadores y defensores de la comuna y el pueblo». Eran seleccionados cada dos meses entre un grupo de varones de la ciudad. Ellos proporcionaron un entorno que fomentó la experimentación artística y la evolución de unas formas que transformaron el desarrollo de la pintura.Siena debía su riqueza, y en parte su identidad, a su situación en la vía Francigena o Romea, una de las rutas de peregrinación más antiguas y transitadas que conectaban el norte de Europa con Roma.Los grandes frescos y los complejos retablos no son transportables, por eso esta exposición utiliza las obras más pequeñas para presentarnos a los artistas y sus ideas. El ‘Políptico Orsini’ de Simone Martini (1284-1344), es un pequeño retablo para la devoción privada del cardenal Napoleone Orsini, poderoso personaje de la corte papal de Aviñón. La obra influiría en la pintura francesa del gótico tardío y en las famosas miniaturas del Libro de horas del duque de Berry de los hermanos Limbourg.En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempreLas salas oscuras de esta exposición con pinturas doradas nos sumergen en un mundo de sentimientos internos. Pietro Lorenzetti (1285-1348?) y su hermano Ambrogio (1290-1348), pintaron obras de sorprendente seguridad técnica y atrevida innovación en la comunicación emocional. En aquella época los fieles de las iglesias italianas, acostumbrados a las imágenes de la Virgen de artistas bizantinos en poses rígidas, debieron sorprenderse ante unas tablas que representan tantos sentimientos. En ‘La Virgen de la leche’ de Ambroglio Lorenzetti , María, con semblante tranquilo y ausente, posa la vista sobre su hijo con resignación. En su mano izquierda, los dedos que sujetan el hombro del Niño están abiertos y tan perfectamente en paralelo que parecen las barras de una jaula de hierro. Ese niño cambiará el mundo.’Jesús con sus padres tras volver del templo’, obra de Simone Martini , es el colofón apropiado. Una suerte de declaración moderna centrada en la intimidad de la Sagrada Familia: Jesús desaparece después de ir con sus padres al templo de Jerusalén. Una cascada de preguntas surgen delante de la pintura: ¿dónde está el templo?¿dónde se encuentran estos personajes que flotan sobre el suelo? El cielo es un fondo de oro y el drama se concentra en la relación entre los personajes. El gesto de Jesús expresa uno de esos momentos asombrosos en los que Cristo, Dios en la tierra, se comporta como un adolescente. Es un instante entre divinidad y humanidad que entonces sólo podía narrar la pintura. En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempre. Una sombra densa se dejó sentir en todos los órdenes de la existencia y, como consecuencia, el arte de la escuela de Siena sufrió una mutación total. A principios de ese mismo año, Ambroglio Lorenzetti, al igual que muchos habitantes de otras ciudades europeas y de Oriente Medio, empezó a oír rumores procedentes de la estepa euroasiática, historias de sufrimientos atroces, de muerte, de ciudades devastadas y barrios enteros arrasados en cuestión de días. Él seguía trabajando todavía a salvo en Siena, mientras el miedo y la histeria se propagaban. Algunos huían al campo y otros, creyendo que estarían más seguros dentro de la ciudad, se apresuraban a entrar por alguna de sus nueve puertas. El pintor permaneció intramuros, presenciando cómo personas sanas fallecían de la noche a la mañana de forma inexplicable. La epidemia era tan extrema que los cadáveres quedaban tirados por las calles y las calzadas se convertían en cementerios. La Peste Negra, como empezó a llamarse debido a las manchas oscuras que brotaban en la piel, se desplazaba de un continente a otro a la velocidad del trueno. Cuando la peste entró en Siena, una de las primeras vidas que se cobró fue la de Lorenzetti. Petrarca escribió: «Las viviendas quedaron vacías, las ciudades desiertas, el país abandonado, los campos atestados de muertos y una soledad espantosa se extendió por todos los confines de la tierra». Entonces las pinturas tenían los cielos de oro y los ángeles que vivían en ellas, tirabuzones sujetos por coronas de flores; sus ojos eran almendrados y sus manos, particularmente refinadas, tenían los dedos largos y sin división de falanges. También había Vírgenes de carnaciones suaves con halos sobre sus cabezas punzonados con orlas de estrellas. Y santos que, con capas que vibraban en rojos y azules, subían y bajaban por torres almenadas huyendo de un demonio en forma de bestia oscura.Así era Siena a principios del siglo XIV . Sus principales artistas, espoleados por la curiosidad y la competitividad de la vecina Florencia, ampliaron los límites de lo que podía ser la pintura sobre madera. Fue un momento dorado para el arte en el que Duccio di Buoninsegna, Simone Martini y Pietro y Ambrogio Lorenzetti (lo que podría llamarse la ‘Officina senese’ parafraseando a Roberto Longhi), se convierten en motores de una ‘nueva pintura’ que, interpretando el legado de Cimabue y conciliándolo con la influencia de un Bizancio renovado por los emperadores paleólogos, parecía dotada de un dramatismo desconocido e insólito. En ella afloraban las emociones en los rostros, la movilidad de los cuerpos en el espacio, la luminosidad, las vibraciones cromáticas y una manera de contar historias en paneles que se sucedían unos a otros. Además, se experimentó con todo tipo de soportes, desde palas de altar de alturas inimaginables, hasta retablos portables para la devoción privada, en los que aparecían pinturas sutiles sobre fondos dorados, que constituyeron la revolución sienesa de la primera mitad del Trecento. Más tarde se extendió por Italia y de allí a Francia, Inglaterra y Bohemia. ‘Siena: el auge de la pintura, 1300-1350’ es la primera gran exposición que, después de iluminar el Metropolitan de Nueva York este invierno, llega a la National Gallery de Londres . Se trata de un impresionante conjunto de obras de los mejores pintores del Trecento, con golpes de efecto sublimes gracias a la reunión de algunos retablos y polípticos desmembrados y dispersos por el mundo durante siglos. Incluye los paneles de la Maestà de Duccio y están, además, el Políptico de Pieve de Pietro Lorenzetti recientemente restaurado, y piezas soberbias de escultura, orfebrería y textiles.Tino di Camaino: ‘Ángel portador de un sarcófago’ (ca. 1318/19); Pietro Lorenzetti: ‘La Crucifixión’ (1340s) y Ambrogio Lorenzetti: ‘Madonna del Latte’ (ca. 1325) El 9 de junio de 1311, los sieneses que tuvieron la fortuna de residir en la ruta designada para el paso de la procesión colgaron de las ventanas de sus casas los paños más preciados mientras se asomaban exultantes a los balcones para ver aquella maravilla. Una banda de trompeteros y tañedores de chirimías tocaba por las callejuelas sinuosas seguidos por el obispo, el clero y gran parte del pueblo. Era la procesión que escoltaba, hasta el altar mayor de la catedral, a la Maestà, la grandiosa tabla de más de cinco metros, pintada y dorada por ambas caras, que Duccio di Buonisegna, el artista más renombrado de la ciudad, acababa de concluir. El colorido y el realismo de su factura eran tan deslumbrantes y su fuerza narrativa tan excepcional, que el retablo convulsionó a la ciudad entera. Hoy se nos hace difícil imaginar el poder del que gozaba entonces la iconografía. En aquel mundo casi desprovisto de imágenes, esas representaciones pictóricas conmovían y consolaban a los creyentes. Eran tiempos en los que la mayoría de los cuadros no se firmaban y sus autores eran desconocidos, pero en la Maestà, el nombre de Duccio (1255/1260 – 1318/1319), escrito en la base del trono de la Virgen, era muy llamativo.La Maestá es el primer gran retablo con predela de doble cara del arte italiano y de la pintura occidental. Esta obra, tan compleja y abigarrada, ya insinúa la espacialidad tridimensional haciéndose eco de las innovaciones de Cimabue y Giotto, y fusiona no sólo los elementos de la matriz florentina -con el realismo figurativo de Duccio y su ansiosa atención al detalle-, sino que, además, cataliza en si misma la evolución de la narrativa pictórica de la Italia del siglo XIV y la convierte en el arquetipo. Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allíUna obra así, repleta de miradas, de gestos, de historias y sentimientos, ¿no la ubicaríamos más fácilmente en una época posterior, en la generación de Botticelli, Petrus Christus o Leonardo da Vinci? Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allí, en el microcosmos de una pequeña ciudad situada en lo alto de una colina.La República de Siena se había instaurado en 1125 y se mantuvo durante los cuatrocientos años que propiciaron el florecimiento de su escuela artística. La ciudad, enclave de intercambio comercial, se benefició de la riqueza agrícola de la tierras circundantes y se convirtió en un centro bancario que obtenía réditos considerables de sus préstamos al papado. El lugar donde la ciudad se despliega por entero es ‘Il Campo’, su plaza de insólito trazado en abanico y acusado declive del terreno, donde el ‘Palazzo Pubblico’ yergue su torre hacia lo alto. En el corazón del edificio se encontraba la ‘Sala dei Nove’, el salón de los nueve consejeros. Entre 1287 y 1355, casi todo el periodo que abarca esta exposición, Siena estuvo gobernada por los «Nueve gobernadores y defensores de la comuna y el pueblo». Eran seleccionados cada dos meses entre un grupo de varones de la ciudad. Ellos proporcionaron un entorno que fomentó la experimentación artística y la evolución de unas formas que transformaron el desarrollo de la pintura.Siena debía su riqueza, y en parte su identidad, a su situación en la vía Francigena o Romea, una de las rutas de peregrinación más antiguas y transitadas que conectaban el norte de Europa con Roma.Los grandes frescos y los complejos retablos no son transportables, por eso esta exposición utiliza las obras más pequeñas para presentarnos a los artistas y sus ideas. El ‘Políptico Orsini’ de Simone Martini (1284-1344), es un pequeño retablo para la devoción privada del cardenal Napoleone Orsini, poderoso personaje de la corte papal de Aviñón. La obra influiría en la pintura francesa del gótico tardío y en las famosas miniaturas del Libro de horas del duque de Berry de los hermanos Limbourg.En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempreLas salas oscuras de esta exposición con pinturas doradas nos sumergen en un mundo de sentimientos internos. Pietro Lorenzetti (1285-1348?) y su hermano Ambrogio (1290-1348), pintaron obras de sorprendente seguridad técnica y atrevida innovación en la comunicación emocional. En aquella época los fieles de las iglesias italianas, acostumbrados a las imágenes de la Virgen de artistas bizantinos en poses rígidas, debieron sorprenderse ante unas tablas que representan tantos sentimientos. En ‘La Virgen de la leche’ de Ambroglio Lorenzetti , María, con semblante tranquilo y ausente, posa la vista sobre su hijo con resignación. En su mano izquierda, los dedos que sujetan el hombro del Niño están abiertos y tan perfectamente en paralelo que parecen las barras de una jaula de hierro. Ese niño cambiará el mundo.’Jesús con sus padres tras volver del templo’, obra de Simone Martini , es el colofón apropiado. Una suerte de declaración moderna centrada en la intimidad de la Sagrada Familia: Jesús desaparece después de ir con sus padres al templo de Jerusalén. Una cascada de preguntas surgen delante de la pintura: ¿dónde está el templo?¿dónde se encuentran estos personajes que flotan sobre el suelo? El cielo es un fondo de oro y el drama se concentra en la relación entre los personajes. El gesto de Jesús expresa uno de esos momentos asombrosos en los que Cristo, Dios en la tierra, se comporta como un adolescente. Es un instante entre divinidad y humanidad que entonces sólo podía narrar la pintura. En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempre. Una sombra densa se dejó sentir en todos los órdenes de la existencia y, como consecuencia, el arte de la escuela de Siena sufrió una mutación total. A principios de ese mismo año, Ambroglio Lorenzetti, al igual que muchos habitantes de otras ciudades europeas y de Oriente Medio, empezó a oír rumores procedentes de la estepa euroasiática, historias de sufrimientos atroces, de muerte, de ciudades devastadas y barrios enteros arrasados en cuestión de días. Él seguía trabajando todavía a salvo en Siena, mientras el miedo y la histeria se propagaban. Algunos huían al campo y otros, creyendo que estarían más seguros dentro de la ciudad, se apresuraban a entrar por alguna de sus nueve puertas. El pintor permaneció intramuros, presenciando cómo personas sanas fallecían de la noche a la mañana de forma inexplicable. La epidemia era tan extrema que los cadáveres quedaban tirados por las calles y las calzadas se convertían en cementerios. La Peste Negra, como empezó a llamarse debido a las manchas oscuras que brotaban en la piel, se desplazaba de un continente a otro a la velocidad del trueno. Cuando la peste entró en Siena, una de las primeras vidas que se cobró fue la de Lorenzetti. Petrarca escribió: «Las viviendas quedaron vacías, las ciudades desiertas, el país abandonado, los campos atestados de muertos y una soledad espantosa se extendió por todos los confines de la tierra».
Entonces las pinturas tenían los cielos de oro y los ángeles que vivían en ellas, tirabuzones sujetos por coronas de flores; sus ojos eran almendrados y sus manos, particularmente refinadas, tenían los dedos largos y sin división de falanges. También había Vírgenes de carnaciones suaves … con halos sobre sus cabezas punzonados con orlas de estrellas. Y santos que, con capas que vibraban en rojos y azules, subían y bajaban por torres almenadas huyendo de un demonio en forma de bestia oscura.
Así era Siena a principios del siglo XIV. Sus principales artistas, espoleados por la curiosidad y la competitividad de la vecina Florencia, ampliaron los límites de lo que podía ser la pintura sobre madera. Fue un momento dorado para el arte en el que Duccio di Buoninsegna, Simone Martini y Pietro y Ambrogio Lorenzetti (lo que podría llamarse la ‘Officina senese’ parafraseando a Roberto Longhi), se convierten en motores de una ‘nueva pintura’ que, interpretando el legado de Cimabue y conciliándolo con la influencia de un Bizancio renovado por los emperadores paleólogos, parecía dotada de un dramatismo desconocido e insólito. En ella afloraban las emociones en los rostros, la movilidad de los cuerpos en el espacio, la luminosidad, las vibraciones cromáticas y una manera de contar historias en paneles que se sucedían unos a otros. Además, se experimentó con todo tipo de soportes, desde palas de altar de alturas inimaginables, hasta retablos portables para la devoción privada, en los que aparecían pinturas sutiles sobre fondos dorados, que constituyeron la revolución sienesa de la primera mitad del Trecento. Más tarde se extendió por Italia y de allí a Francia, Inglaterra y Bohemia.
‘Siena: el auge de la pintura, 1300-1350’ es la primera gran exposición que, después de iluminar el Metropolitan de Nueva York este invierno, llega a la National Gallery de Londres. Se trata de un impresionante conjunto de obras de los mejores pintores del Trecento, con golpes de efecto sublimes gracias a la reunión de algunos retablos y polípticos desmembrados y dispersos por el mundo durante siglos. Incluye los paneles de la Maestà de Duccio y están, además, el Políptico de Pieve de Pietro Lorenzetti recientemente restaurado, y piezas soberbias de escultura, orfebrería y textiles.



El 9 de junio de 1311, los sieneses que tuvieron la fortuna de residir en la ruta designada para el paso de la procesión colgaron de las ventanas de sus casas los paños más preciados mientras se asomaban exultantes a los balcones para ver aquella maravilla. Una banda de trompeteros y tañedores de chirimías tocaba por las callejuelas sinuosas seguidos por el obispo, el clero y gran parte del pueblo. Era la procesión que escoltaba, hasta el altar mayor de la catedral, a la Maestà, la grandiosa tabla de más de cinco metros, pintada y dorada por ambas caras, que Duccio di Buonisegna, el artista más renombrado de la ciudad, acababa de concluir.
El colorido y el realismo de su factura eran tan deslumbrantes y su fuerza narrativa tan excepcional, que el retablo convulsionó a la ciudad entera. Hoy se nos hace difícil imaginar el poder del que gozaba entonces la iconografía. En aquel mundo casi desprovisto de imágenes, esas representaciones pictóricas conmovían y consolaban a los creyentes. Eran tiempos en los que la mayoría de los cuadros no se firmaban y sus autores eran desconocidos, pero en la Maestà, el nombre de Duccio (1255/1260 – 1318/1319), escrito en la base del trono de la Virgen, era muy llamativo.
La Maestá es el primer gran retablo con predela de doble cara del arte italiano y de la pintura occidental. Esta obra, tan compleja y abigarrada, ya insinúa la espacialidad tridimensional haciéndose eco de las innovaciones de Cimabue y Giotto, y fusiona no sólo los elementos de la matriz florentina -con el realismo figurativo de Duccio y su ansiosa atención al detalle-, sino que, además, cataliza en si misma la evolución de la narrativa pictórica de la Italia del siglo XIV y la convierte en el arquetipo.
Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allí
Una obra así, repleta de miradas, de gestos, de historias y sentimientos, ¿no la ubicaríamos más fácilmente en una época posterior, en la generación de Botticelli, Petrus Christus o Leonardo da Vinci? Esta exposición reivindica la temprana revolución de la pintura sienesa. Hace algo más de 700 años el Renacimiento ya estaba allí, en el microcosmos de una pequeña ciudad situada en lo alto de una colina.
La República de Siena se había instaurado en 1125 y se mantuvo durante los cuatrocientos años que propiciaron el florecimiento de su escuela artística. La ciudad, enclave de intercambio comercial, se benefició de la riqueza agrícola de la tierras circundantes y se convirtió en un centro bancario que obtenía réditos considerables de sus préstamos al papado. El lugar donde la ciudad se despliega por entero es ‘Il Campo’, su plaza de insólito trazado en abanico y acusado declive del terreno, donde el ‘Palazzo Pubblico’ yergue su torre hacia lo alto. En el corazón del edificio se encontraba la ‘Sala dei Nove’, el salón de los nueve consejeros.
Entre 1287 y 1355, casi todo el periodo que abarca esta exposición, Siena estuvo gobernada por los «Nueve gobernadores y defensores de la comuna y el pueblo». Eran seleccionados cada dos meses entre un grupo de varones de la ciudad. Ellos proporcionaron un entorno que fomentó la experimentación artística y la evolución de unas formas que transformaron el desarrollo de la pintura.
Siena debía su riqueza, y en parte su identidad, a su situación en la vía Francigena o Romea, una de las rutas de peregrinación más antiguas y transitadas que conectaban el norte de Europa con Roma.
Los grandes frescos y los complejos retablos no son transportables, por eso esta exposición utiliza las obras más pequeñas para presentarnos a los artistas y sus ideas. El ‘Políptico Orsini’ de Simone Martini (1284-1344), es un pequeño retablo para la devoción privada del cardenal Napoleone Orsini, poderoso personaje de la corte papal de Aviñón. La obra influiría en la pintura francesa del gótico tardío y en las famosas miniaturas del Libro de horas del duque de Berry de los hermanos Limbourg.
En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempre
Las salas oscuras de esta exposición con pinturas doradas nos sumergen en un mundo de sentimientos internos. Pietro Lorenzetti (1285-1348?) y su hermano Ambrogio (1290-1348), pintaron obras de sorprendente seguridad técnica y atrevida innovación en la comunicación emocional. En aquella época los fieles de las iglesias italianas, acostumbrados a las imágenes de la Virgen de artistas bizantinos en poses rígidas, debieron sorprenderse ante unas tablas que representan tantos sentimientos. En ‘La Virgen de la leche’ de Ambroglio Lorenzetti, María, con semblante tranquilo y ausente, posa la vista sobre su hijo con resignación. En su mano izquierda, los dedos que sujetan el hombro del Niño están abiertos y tan perfectamente en paralelo que parecen las barras de una jaula de hierro. Ese niño cambiará el mundo.
‘Jesús con sus padres tras volver del templo’, obra de Simone Martini, es el colofón apropiado. Una suerte de declaración moderna centrada en la intimidad de la Sagrada Familia: Jesús desaparece después de ir con sus padres al templo de Jerusalén. Una cascada de preguntas surgen delante de la pintura: ¿dónde está el templo?¿dónde se encuentran estos personajes que flotan sobre el suelo? El cielo es un fondo de oro y el drama se concentra en la relación entre los personajes. El gesto de Jesús expresa uno de esos momentos asombrosos en los que Cristo, Dios en la tierra, se comporta como un adolescente. Es un instante entre divinidad y humanidad que entonces sólo podía narrar la pintura.
En 1348, el mundo sufrió una sacudida infernal, y el concepto de vida y muerte cambió para siempre. Una sombra densa se dejó sentir en todos los órdenes de la existencia y, como consecuencia, el arte de la escuela de Siena sufrió una mutación total. A principios de ese mismo año, Ambroglio Lorenzetti, al igual que muchos habitantes de otras ciudades europeas y de Oriente Medio, empezó a oír rumores procedentes de la estepa euroasiática, historias de sufrimientos atroces, de muerte, de ciudades devastadas y barrios enteros arrasados en cuestión de días. Él seguía trabajando todavía a salvo en Siena, mientras el miedo y la histeria se propagaban. Algunos huían al campo y otros, creyendo que estarían más seguros dentro de la ciudad, se apresuraban a entrar por alguna de sus nueve puertas. El pintor permaneció intramuros, presenciando cómo personas sanas fallecían de la noche a la mañana de forma inexplicable. La epidemia era tan extrema que los cadáveres quedaban tirados por las calles y las calzadas se convertían en cementerios. La Peste Negra, como empezó a llamarse debido a las manchas oscuras que brotaban en la piel, se desplazaba de un continente a otro a la velocidad del trueno. Cuando la peste entró en Siena, una de las primeras vidas que se cobró fue la de Lorenzetti. Petrarca escribió: «Las viviendas quedaron vacías, las ciudades desiertas, el país abandonado, los campos atestados de muertos y una soledad espantosa se extendió por todos los confines de la tierra».
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