El siglo XX acabó despeñándose por el abismo de los genocidios de Bosnia y Ruanda, después de haber engendrado una guerra interminable entre 1914 y 1945. Tras visitar el monumento de Thiepval, que recuerda a decenas de miles de muertos en la batalla del Somme al final de la Primera Guerra Mundial, el sabio John Berger señaló que aquel lugar encarnaba el siglo XX, “el siglo en el que la gente contempla constantemente cómo personas muy cercanas desaparecen en el horizonte”. “El memorial de Thiepval proyecta una sombra sobre el futuro, una sombra que alcanza los muertos del Holocausto, el Gulag, los desaparecidos en América del Sur o en Tiananmen. Por eso el siglo XX está concentrado allí, es una profecía, un recuerdo del futuro”, escribió por su parte el ensayista Geoff Dyer sobre aquel inmenso cementerio, lleno de tumbas de soldados desconocidos.
Los genocidios de Bosnia y Ruanda fueron la conclusión de un siglo del horror y también, como ocurre con Thiepval, el anticipo de lo que estaba por venir en el siglo XXI. En estos dos casos, no hay duda sobre el uso del concepto de genocidio, porque existe un consenso en la justicia internacional. El exterminio de los tutsis y hutus moderados por parte de los hutus en Ruanda —un millón de muertos en tres meses de 1994— y el exterminio de los bosnios musulmanes por parte de las milicias serbias en Srebrenica —ocho mil asesinados en unos pocos días de julio de 1995— se hicieron bajo la atenta mirada de la comunidad internacional, que se mostró totalmente incapaz de frenar las masacres.
Antiguo periodista de Libération, Jean Hatzfeld cubrió como enviado especial aquellos dos genocidios y escribió libros tan importantes como Temporada de machetes (Anagrama), forjado con los relatos de los perpetradores de las matanzas en Ruanda, que ha sido llevado esta temporada al teatro en París. Se trata de uno de los reportajes más espeluznantes que se han escrito sobre lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. Su primer libro sobre Ruanda, Dans le nu de la vie. Récits des marais rwandais (“En lo más crudo de la vida. Relatos de los pantanos ruandeses”), arrancaba así: “En 1994, entre el lunes 11 de abril a las 11 de la mañana y el sábado 14 de mayo a las 2 de la tarde, unos 50.000 tutsis, de una población de unos 59.000, fueron masacrados con machetes, todos los días de la semana, de 9.30 a 16.00 horas, por milicianos hutus y vecinos, en las colinas de la comuna de Nyamata, en Ruanda”.
Dedicó aquel primer libro a las víctimas y después quiso volver su mirada hacia los asesinos. Así relata por ejemplo la rutina del genocidio uno de los perpetradores, llamado Pancrace: “Durante esta temporada de matanzas, la gente se levantaba más temprano de lo habitual para comer su carne copiosamente y subía al campo de fútbol hacia las 9 o las 10 horas. Los jefes regañaban a los que llegaban tarde y nos lanzábamos al ataque. La regla número uno era matar. Regla número dos, no había ninguna. Era una organización sin complicaciones”.
Todo eso fue posible, explica Hatzfeld, porque “durante 15 o 20 años se impuso la idea de que una comunidad está de más. Se repetía en los discursos políticos, en los programas de televisión, en los chistes de los cafés, en las obras de teatro, todo el tiempo”. Es algo que ocurrió en Bosnia, en Ruanda y en la Alemania de Hitler, pero también está pasando en el presente en muchos lugares: los discursos que deshumanizan al otro, que le consideran un enemigo, demasiadas veces llevan a matanzas.
El tema central de los libros de Hatzfeld, al final, es la convivencia y cómo no hay marcha atrás si esta se rompe. Su novela Robert Mitchum ne revient pas (“Robert Mitchum no volvió”, Gallimard) relata el cerco de Sarajevo a través de una pareja de atletas, formada por una ortodoxa serbia y un musulmán bosnio, que se estaban entrenando para participar en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 y que acaban engullidos por una guerra que les separará para siempre. De un día para otro, literalmente, su vida se derrumba por completo, algo que da mucho que pensar en estos tiempos convulsos.
Recientemente, Le Monde le hizo una entrevista impactante. El diario francés le preguntó por los valores a los que estaba renunciando Israel al destruir Gaza. Y Hatzfeld, de origen judío, respondía lo siguiente: “Está renunciando a los valores judíos. Al destruir Gaza, Israel está destruyendo el judaísmo. El judaísmo es el legado cultural de las tribulaciones de este pueblo, zarandeado y maltratado durante siglos, que, por la fuerza de las circunstancias, sitúa al ‘otro’ en el centro de su pensamiento. En Occidente, esta cultura es quizá la más capaz de concebir una manera de vivir con el otro”.
No hay ninguna lección tan importante. En este mundo diverso y dichosamente mestizo en el que vivimos, aprender a vivir con el otro es la única salida posible. Lo terrible es que parece que estamos tomando exactamente el camino contrario. No se debe olvidar que siempre se puede avanzar con determinación hacia el abismo, pero tampoco que la elección de la convivencia es también una posibilidad, como demostró por ejemplo la Transición española. Lo que está claro es que, una vez que se cruza el Rubicón, no hay marcha atrás. En una entrevista con este diario en 2004, cuando presentó Temporada de machetes en Barcelona, lo dejó muy claro: “Nadie está protegido de comportarse como ellos. Nadie está a salvo de caer en la barbarie”.
El escritor francés Jean Hatzfeld relató las matanzas de Ruanda y Bosnia en libros en los que analizó los mecanismos imparables del odio
El siglo XX acabó despeñándose por el abismo de los genocidios de Bosnia y Ruanda, después de haber engendrado una guerra interminable entre 1914 y 1945. Tras visitar el monumento de Thiepval, que recuerda a decenas de miles de muertos en la batalla del Somme al final de la Primera Guerra Mundial, el sabio John Berger señaló que aquel lugar encarnaba el siglo XX, “el siglo en el que la gente contempla constantemente cómo personas muy cercanas desaparecen en el horizonte”. “El memorial de Thiepval proyecta una sombra sobre el futuro, una sombra que alcanza los muertos del Holocausto, el Gulag, los desaparecidos en América del Sur o en Tiananmen. Por eso el siglo XX está concentrado allí, es una profecía, un recuerdo del futuro”, escribió por su parte el ensayista Geoff Dyer sobre aquel inmenso cementerio, lleno de tumbas de soldados desconocidos.
Los genocidios de Bosnia y Ruanda fueron la conclusión de un siglo del horror y también, como ocurre con Thiepval, el anticipo de lo que estaba por venir en el siglo XXI. En estos dos casos, no hay duda sobre el uso del concepto de genocidio, porque existe un consenso en la justicia internacional. El exterminio de los tutsis y hutus moderados por parte de los hutus en Ruanda —un millón de muertos en tres meses de 1994— y el exterminio de los bosnios musulmanes por parte de las milicias serbias en Srebrenica —ocho mil asesinados en unos pocos días de julio de 1995— se hicieron bajo la atenta mirada de la comunidad internacional, que se mostró totalmente incapaz de frenar las masacres.
Antiguo periodista de Libération, Jean Hatzfeld cubrió como enviado especial aquellos dos genocidios y escribió libros tan importantes como Temporada de machetes (Anagrama), forjado con los relatos de los perpetradores de las matanzas en Ruanda, que ha sido llevado esta temporada al teatro en París. Se trata de uno de los reportajes más espeluznantes que se han escrito sobre lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. Su primer libro sobre Ruanda, Dans le nu de la vie. Récits des marais rwandais (“En lo más crudo de la vida. Relatos de los pantanos ruandeses”), arrancaba así: “En 1994, entre el lunes 11 de abril a las 11 de la mañana y el sábado 14 de mayo a las 2 de la tarde, unos 50.000 tutsis, de una población de unos 59.000, fueron masacrados con machetes, todos los días de la semana, de 9.30 a 16.00 horas, por milicianos hutus y vecinos, en las colinas de la comuna de Nyamata, en Ruanda”.

Dedicó aquel primer libro a las víctimas y después quiso volver su mirada hacia los asesinos. Así relata por ejemplo la rutina del genocidio uno de los perpetradores, llamado Pancrace: “Durante esta temporada de matanzas, la gente se levantaba más temprano de lo habitual para comer su carne copiosamente y subía al campo de fútbol hacia las 9 o las 10 horas. Los jefes regañaban a los que llegaban tarde y nos lanzábamos al ataque. La regla número uno era matar. Regla número dos, no había ninguna. Era una organización sin complicaciones”.
Todo eso fue posible, explica Hatzfeld, porque “durante 15 o 20 años se impuso la idea de que una comunidad está de más. Se repetía en los discursos políticos, en los programas de televisión, en los chistes de los cafés, en las obras de teatro, todo el tiempo”. Es algo que ocurrió en Bosnia, en Ruanda y en la Alemania de Hitler, pero también está pasando en el presente en muchos lugares: los discursos que deshumanizan al otro, que le consideran un enemigo, demasiadas veces llevan a matanzas.
El tema central de los libros de Hatzfeld, al final, es la convivencia y cómo no hay marcha atrás si esta se rompe. Su novela Robert Mitchum ne revient pas (“Robert Mitchum no volvió”, Gallimard) relata el cerco de Sarajevo a través de una pareja de atletas, formada por una ortodoxa serbia y un musulmán bosnio, que se estaban entrenando para participar en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 y que acaban engullidos por una guerra que les separará para siempre. De un día para otro, literalmente, su vida se derrumba por completo, algo que da mucho que pensar en estos tiempos convulsos.

Recientemente, Le Monde le hizo una entrevista impactante. El diario francés le preguntó por los valores a los que estaba renunciando Israel al destruir Gaza. Y Hatzfeld, de origen judío, respondía lo siguiente: “Está renunciando a los valores judíos. Al destruir Gaza, Israel está destruyendo el judaísmo. El judaísmo es el legado cultural de las tribulaciones de este pueblo, zarandeado y maltratado durante siglos, que, por la fuerza de las circunstancias, sitúa al ‘otro’ en el centro de su pensamiento. En Occidente, esta cultura es quizá la más capaz de concebir una manera de vivir con el otro”.
No hay ninguna lección tan importante. En este mundo diverso y dichosamente mestizo en el que vivimos, aprender a vivir con el otro es la única salida posible. Lo terrible es que parece que estamos tomando exactamente el camino contrario. No se debe olvidar que siempre se puede avanzar con determinación hacia el abismo, pero tampoco que la elección de la convivencia es también una posibilidad, como demostró por ejemplo la Transición española. Lo que está claro es que, una vez que se cruza el Rubicón, no hay marcha atrás. En una entrevista con este diario en 2004, cuando presentó Temporada de machetes en Barcelona, lo dejó muy claro: “Nadie está protegido de comportarse como ellos. Nadie está a salvo de caer en la barbarie”.
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