Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final. No para averiguar el desenlace sino por ver cómo resuelve el autor esa magia difícil. Un buen final viaja en el tiempo, no pierde su potencia. Cuando releo El Gran Gatsby, espero el momento en que Fitzgerald me suelte: “Y seguimos remando, como botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”, para estremecerme otra vez. Días atrás estaba en una cafetería de Gijón releyendo Río azul, de Ethan Canin. Avancé cincuenta páginas y fui directo al final: “siento en mi pecho una euforia repentina, etérea, que tal vez sea fe, o Dios, o luz cegadora”. La emoción me saltó a la garganta con el brío de la primera vez. Hay un autor al que llegué tarde: Kurt Vonnegut. Matadero Cinco se me caía de las manos hasta que el año pasado empecé y ya no pude soltarlo. Ni a Matadero Cinco ni a Vonnegut. Al parecer, Jean Cocteau dijo acerca de Marcel Proust: “No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta”. Eso es lo que me pasa con Vonnegut. Las tramas delirantes, los textos inestables como los suyos, suelen dejarme impávida, pero él me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas, deliroides. Me recordó cómo era yo antes de ser yo. Sus libros son ojivas nucleares repletas de emoción y siempre me embiste el impacto de los que quizás sean los finales menos “escritos” de la historia. El de Matadero Cinco: “¿Pío, pío, pío?”. El de Desayuno de campeones; “¡Rejuvenéceme, rejuvenéceme, rejuvenéceme!”, seguido de la abreviatura ETC. Su milagro es lograr tanto con tan poco. Vonnegut es un amor tardío que lo puso todo patas arriba: mi idea de lo que es un buen final, mi idea de lo que un autor puede hacer con el sarcasmo y la ternura. No sé bien qué quiero decir. Quizás que cuando hay un libro de Vonnegut a medio leer sobre mi mesa de luz, al despertar me digo. “Ah. Esto, esto era querer”.
Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final. No para averiguar el desenlace sino por ver cómo resuelve el autor esa magia difícil. Un buen final viaja en el tiempo, no pierde su potencia. Cuando releo El Gran Gatsby, espero el momento en que Fitzgerald me suelte: “Y seguimos remando, como botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”, para estremecerme otra vez. Días atrás estaba en una cafetería de Gijón releyendo Río azul, de Ethan Canin. Avancé cincuenta páginas y fui directo al final: “siento en mi pecho una euforia repentina, etérea, que tal vez sea fe, o Dios, o luz cegadora”. La emoción me saltó a la garganta con el brío de la primera vez. Hay un autor al que llegué tarde: Kurt Vonnegut. Matadero Cinco se me caía de las manos hasta que el año pasado empecé y ya no pude soltarlo. Ni a Matadero Cinco ni a Vonnegut. Al parecer, Jean Cocteau dijo acerca de Marcel Proust: “No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta”. Eso es lo que me pasa con Vonnegut. Las tramas delirantes, los textos inestables como los suyos, suelen dejarme impávida, pero él me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas, deliroides. Me recordó cómo era yo antes de ser yo. Sus libros son ojivas nucleares repletas de emoción y siempre me embiste el impacto de los que quizás sean los finales menos “escritos” de la historia. El de Matadero Cinco: “¿Pío, pío, pío?”. El de Desayuno de campeones; “¡Rejuvenéceme, rejuvenéceme, rejuvenéceme!”, seguido de la abreviatura ETC. Su milagro es lograr tanto con tan poco. Vonnegut es un amor tardío que lo puso todo patas arriba: mi idea de lo que es un buen final, mi idea de lo que un autor puede hacer con el sarcasmo y la ternura. No sé bien qué quiero decir. Quizás que cuando hay un libro de Vonnegut a medio leer sobre mi mesa de luz, al despertar me digo. “Ah. Esto, esto era querer”. Seguir leyendo
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Kurt Vonnegut me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas


Casi siempre, antes de comprar un libro, leo el final. No para averiguar el desenlace sino por ver cómo resuelve el autor esa magia difícil. Un buen final viaja en el tiempo, no pierde su potencia. Cuando releo El Gran Gatsby, espero el momento en que Fitzgerald me suelte: “Y seguimos remando, como botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”, para estremecerme otra vez. Días atrás estaba en una cafetería de Gijón releyendo Río azul, de Ethan Canin. Avancé cincuenta páginas y fui directo al final: “siento en mi pecho una euforia repentina, etérea, que tal vez sea fe, o Dios, o luz cegadora”. La emoción me saltó a la garganta con el brío de la primera vez. Hay un autor al que llegué tarde: Kurt Vonnegut. Matadero Cinco se me caía de las manos hasta que el año pasado empecé y ya no pude soltarlo. Ni a Matadero Cinco ni a Vonnegut. Al parecer, Jean Cocteau dijo acerca de Marcel Proust: “No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta”. Eso es lo que me pasa con Vonnegut. Las tramas delirantes, los textos inestables como los suyos, suelen dejarme impávida, pero él me llevó de regreso a una época en la que era una lectora virginal y leía cosas extrañas, deliroides. Me recordó cómo era yo antes de ser yo. Sus libros son ojivas nucleares repletas de emoción y siempre me embiste el impacto de los que quizás sean los finales menos “escritos” de la historia. El de Matadero Cinco: “¿Pío, pío, pío?”. El de Desayuno de campeones; “¡Rejuvenéceme, rejuvenéceme, rejuvenéceme!”, seguido de la abreviatura ETC. Su milagro es lograr tanto con tan poco. Vonnegut es un amor tardío que lo puso todo patas arriba: mi idea de lo que es un buen final, mi idea de lo que un autor puede hacer con el sarcasmo y la ternura. No sé bien qué quiero decir. Quizás que cuando hay un libro de Vonnegut a medio leer sobre mi mesa de luz, al despertar me digo. “Ah. Esto, esto era querer”.
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Sobre la firma

Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: ‘Los suicidas del fin del mundo’, ‘Frutos extraños’, ‘Una historia sencilla’, ‘Opus Gelber’, ‘Teoría de la gravedad’ y ‘La otra guerra’, entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.
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