Zarandeada ya por la agenda de todo un curso, aflojada por el calor y menguada de ganas, una se encuentra a punto de escribir cosas como “marco incomparable” o “abanico de posibilidades”. Afortunadamente, la pluma guarda pundonor para levantar su gallardo estandarte contra esas expresiones que juntas están en la memoria mía y contra el buen gusto parecen conjuradas.
En las clases de lingüística, este tipo de combinaciones repetidas recibe el nombre de coapariciones. Son grupos de palabras que tienden habitualmente a unirse: “esfuerzo ímprobo”, “ignorancia supina”, “error garrafal”… No todas ellas están manidas ni vaciadas de significado, y aprenderlas es un reto para quienes estudian español como segunda lengua: decimos “cometer un error” y no tanto “hacer un error” porque hay una coaparición fijada. En inglés son collocations, por eso a veces se han denominado colocaciones; otros, con más inspiración, las han llamado solidaridades léxicas.
“Merecidas vacaciones” es una de esas solidaridades, una expresión que las hemerotecas empiezan a recoger hace solo un siglo, lo que revela que el concepto de vacaciones laborales y la normalización del derecho obrero a su disfrute es un logro tardío, insólito en el Antiguo Régimen, cuando la idea de trabajo se asociaba a un castigo divino e incuestionable. En torno a 1920 empieza a aparecer en los textos eso de “merecidas vacaciones” (y no tanto al revés: “vacaciones merecidas”); desde entonces la expresión prolifera en cuanto se acerca el verano.
Estudiar Filología enseña que hay hechos formales que favorecen o impiden la difusión de novedades. Y, en efecto, aquí hay un truco que puede explicar el éxito de la expresión. Saco la mano y hago mi particular cuenta de la vieja métrica: una, dos, tres… ocho sílabas. “Merecidas vacaciones” es un octosílabo, como “cálido recibimiento”, “enormes dificultades”, “condiciones leoninas” o “resistencia numantina”, otras coapariciones.
El enunciado de ocho sílabas es la medida que la cabeza hispánica mejor recuerda, por eso funciona muy bien popularmente: octosílabos son muchos de nuestros refranes o proverbios bimembres (“Y mañana Dios dirá”, “Más vale pájaro en mano”), octosílabos son grandes títulos de novelas (Cien años de soledad), consignas políticas célebres aunque sean trágicas (“Patria o muerte, venceremos”) o indignas (“Este no es tu referéndum”, dicho a los andaluces en 1980 con ocasión del acceso a la autonomía). La radio anunciaba en el siglo XX muchos productos con ripios octosílabos (“Para otoño madrileño / gabardinas Butragueño”) y suelen ser octosílabos los lemas publicitarios (“El secreto está en la masa” o “Renfe: tu tiempo importa”, afirmación impecable para una experiencia de usuario que ya no lo es).
Hay poemas en español con versos de todas las medidas, pero el octosílabo es el popular, el arraigado. Igual que una educación social implícita nos ha enseñado cuál es la duración propia de una visita de cortesía o de una conversación de pie, hemos inferido por la vía de la tradición que la medida de ocho sílabas es la propia de la expresión lírica popular en español. Los héroes caballerescos antiguos o los bandoleros decimonónicos eran encomiados con frases de esa medida en los romances y los cantares callejeros. Cuando en el primer tercio del siglo XVI triunfa la moda italiana en España de hacer poemas de once sílabas, el verso de ocho quedó unas décadas arrinconado, pero los autores cultos de ese mismo siglo XVI no tardaron en volver a frecuentarlo. Igual que el agua busca su cauce, la literatura volvió a buscar su ritmo y lo encontró en el octosílabo, ahormado en una lengua que por la longitud de sus palabras, sus esquemas acentuales y la extensión de sus frases gusta de segmentar de ocho en ocho.
La música popular del siglo XX canta mucho en octosílabos. En 1969, la canción del verano ponderaba a una inventada “María Isabel” y empezaba con el verso: “La playa estaba desierta”. Ante la España del desarrollismo, con los paseos marítimos de Benidorm y Matalascañas aún oliendo a pintura, la escena podía ser novedosa (hoy sería una ficción: ¡una playa española desierta!) pero su medida era la de siempre: el octosílabo. El compositor de la canción era Josele, uno de los componentes de Los Payos, el grupo (en esa época se decía conjunto, como ahora banda) que la cantaba. Josele ha fallecido esta semana y ha dejado un legado de ligereza naif servida en octosílabos.
Pero la sociedad que canta en octosílabos también nombra con ellos los problemas de gran magnitud: “el acceso a la vivienda”, “la corrupción política”. Hay enunciados de siete sílabas (“los recortes de la PAC” o “los aranceles de Trump”) que se cuentan como ocho si aplicamos esa norma rítmica que decía que si la última sílaba estaba acentuada se sumaba una más. El octosílabo es una de esas invariantes de nuestra historia cultural, el repetido andamio con el que escalamos para expresarnos, un octeto tentacular que desplegamos al decir “merecidas vacaciones”. Y yo me las tomo, con el permiso de ustedes, y los espero al otro lado en septiembre. Para quienes escribimos, lo mejor es que junto a nuestros textos coaparezca un lector con el que establecer solidaridades. Por eso, espero que sigan leyéndome tras este “cerrado por vacaciones”, que “yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”. Y ahí van tres octosílabos más.
El enunciado de ocho sílabas es la medida que la cabeza hispánica mejor recuerda, por eso funciona muy bien popularmente
Zarandeada ya por la agenda de todo un curso, aflojada por el calor y menguada de ganas, una se encuentra a punto de escribir cosas como “marco incomparable” o “abanico de posibilidades”. Afortunadamente, la pluma guarda pundonor para levantar su gallardo estandarte contra esas expresiones que juntas están en la memoria mía y contra el buen gusto parecen conjuradas.
En las clases de lingüística, este tipo de combinaciones repetidas recibe el nombre de coapariciones. Son grupos de palabras que tienden habitualmente a unirse: “esfuerzo ímprobo”, “ignorancia supina”, “error garrafal”… No todas ellas están manidas ni vaciadas de significado, y aprenderlas es un reto para quienes estudian español como segunda lengua: decimos “cometer un error” y no tanto “hacer un error” porque hay una coaparición fijada. En inglés son collocations, por eso a veces se han denominado colocaciones; otros, con más inspiración, las han llamado solidaridades léxicas.
“Merecidas vacaciones” es una de esas solidaridades, una expresión que las hemerotecas empiezan a recoger hace solo un siglo, lo que revela que el concepto de vacaciones laborales y la normalización del derecho obrero a su disfrute es un logro tardío, insólito en el Antiguo Régimen, cuando la idea de trabajo se asociaba a un castigo divino e incuestionable. En torno a 1920 empieza a aparecer en los textos eso de “merecidas vacaciones” (y no tanto al revés: “vacaciones merecidas”); desde entonces la expresión prolifera en cuanto se acerca el verano.
Estudiar Filología enseña que hay hechos formales que favorecen o impiden la difusión de novedades. Y, en efecto, aquí hay un truco que puede explicar el éxito de la expresión. Saco la mano y hago mi particular cuenta de la vieja métrica: una, dos, tres… ocho sílabas. “Merecidas vacaciones” es un octosílabo, como “cálido recibimiento”, “enormes dificultades”, “condiciones leoninas” o “resistencia numantina”, otras coapariciones.
El enunciado de ocho sílabas es la medida que la cabeza hispánica mejor recuerda, por eso funciona muy bien popularmente: octosílabos son muchos de nuestros refranes o proverbios bimembres (“Y mañana Dios dirá”, “Más vale pájaro en mano”), octosílabos son grandes títulos de novelas (Cien años de soledad), consignas políticas célebres aunque sean trágicas (“Patria o muerte, venceremos”) o indignas (“Este no es tu referéndum”, dicho a los andaluces en 1980 con ocasión del acceso a la autonomía). La radio anunciaba en el siglo XX muchos productos con ripios octosílabos (“Para otoño madrileño / gabardinas Butragueño”) y suelen ser octosílabos los lemas publicitarios (“El secreto está en la masa” o “Renfe: tu tiempo importa”, afirmación impecable para una experiencia de usuario que ya no lo es).
Hay poemas en español con versos de todas las medidas, pero el octosílabo es el popular, el arraigado. Igual que una educación social implícita nos ha enseñado cuál es la duración propia de una visita de cortesía o de una conversación de pie, hemos inferido por la vía de la tradición que la medida de ocho sílabas es la propia de la expresión lírica popular en español. Los héroes caballerescos antiguos o los bandoleros decimonónicos eran encomiados con frases de esa medida en los romances y los cantares callejeros. Cuando en el primer tercio del siglo XVI triunfa la moda italiana en España de hacer poemas de once sílabas, el verso de ocho quedó unas décadas arrinconado, pero los autores cultos de ese mismo siglo XVI no tardaron en volver a frecuentarlo. Igual que el agua busca su cauce, la literatura volvió a buscar su ritmo y lo encontró en el octosílabo, ahormado en una lengua que por la longitud de sus palabras, sus esquemas acentuales y la extensión de sus frases gusta de segmentar de ocho en ocho.
La música popular del siglo XX canta mucho en octosílabos. En 1969, la canción del verano ponderaba a una inventada “María Isabel” y empezaba con el verso: “La playa estaba desierta”. Ante la España del desarrollismo, con los paseos marítimos de Benidorm y Matalascañas aún oliendo a pintura, la escena podía ser novedosa (hoy sería una ficción: ¡una playa española desierta!) pero su medida era la de siempre: el octosílabo. El compositor de la canción era Josele, uno de los componentes de Los Payos, el grupo (en esa época se decía conjunto, como ahora banda) que la cantaba. Josele ha fallecido esta semana y ha dejado un legado de ligereza naif servida en octosílabos.
Pero la sociedad que canta en octosílabos también nombra con ellos los problemas de gran magnitud: “el acceso a la vivienda”, “la corrupción política”. Hay enunciados de siete sílabas (“los recortes de la PAC” o “los aranceles de Trump”) que se cuentan como ocho si aplicamos esa norma rítmica que decía que si la última sílaba estaba acentuada se sumaba una más. El octosílabo es una de esas invariantes de nuestra historia cultural, el repetido andamio con el que escalamos para expresarnos, un octeto tentacular que desplegamos al decir “merecidas vacaciones”. Y yo me las tomo, con el permiso de ustedes, y los espero al otro lado en septiembre. Para quienes escribimos, lo mejor es que junto a nuestros textos coaparezca un lector con el que establecer solidaridades. Por eso, espero que sigan leyéndome tras este “cerrado por vacaciones”, que “yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”. Y ahí van tres octosílabos más.
EL PAÍS