A cierta altura, lejos aún del océano, el Tajo deja de ser río y se convierte en mar. Entre sus dos riberas hay más distancia (17 kilómetros) que entre la punta de Tarifa y la costa africana. Le dicen Mar de Palha desde que las corrientes comenzaron a formar islas de hierba seca. La palha ya no se amontona, pero el nombre se conservó. Y también permanece la sensación de que aquello es mucho mar y poco río, donde se pescan lubinas y las mareas suben y bajan con subrayados propios del Atlántico.
Alcochete es una de las 10 localidades que miran al Mar de Palha, que se formaba cuando la paja caía, o era arrojada durante las tempestades, desde los constantes barcos que la transportaban hacia Lisboa, en la margen norte, para alimentar animales, cuenta Mário Couto Rosado, coordinador de turismo del Ayuntamiento. Como otras de las ubicadas en la Margen Sur del Tajo, Alcochete siempre ha sido un refugio de lisboetas exhaustos. Empezando por un rey lejano, João II (1455-95), que cruzó el río para huir de la miseria y de la peste de la capital. El monarca abrió una segunda residencia (en su caso tal vez fuese la tercera, la cuarta, la quinta…) desde la que podía observar el intenso tráfico náutico de aquellos siglos. El Tajo era entonces un mar y una autovía.
Ahora atrae a los devotos del peixe grelhado, que cruzan el puente cada fin de semana para comer en Alcochete, y a los turistas que huyen de los excesos de Lisboa, a media hora en coche. Como puede observarse durante las cinematográficas puestas de sol en puntos elevados como la terraza del hotel Upon Vila, el Tajo ha perdido el tráfico intenso, pero conserva su personalidad marítima, que ahora sobrevuelan dos icónicos puentes. El más antiguo, el 25 de Abril, cercano a la desembocadura, no alteró apenas el aislamiento de la población, pero el Vasco de Gama, abierto con motivo de la Exposición Universal en Lisboa en 1998 y uno de los más largos de Europa con sus 17 kilómetros de longitud, quebró la lejanía. Aunque el olvido también tuvo su efecto benévolo y la autenticidad se ha preservado más tiempo.
Esa es la principal impresión que se obtiene durante un paseo por la playa o por las calles estrechas del centro, aun con ropas tendidas en el exterior, desconchones de pintura en algunas fachadas, letreros que anuncian tertulias y panaderías tradicionales, como la Piqueira o la Popular. En esta última se hornean fogaças, una pasta de harina de trigo, canela, limón, mantequilla, leche y azúcar que se lleva haciendo cinco siglos, explica Fábio Pinto, técnico de turismo municipal.
Frente a ella, en el Largo de São João, se levanta la iglesia de São João Baptista, un monumento nacional que se empezó a edificar en el siglo XIV sobre una antigua mezquita. Una de las capillas, construida en el XVI, muestra una talla de Nuestra Señora de la Concepción, rescatada por pescadores tras el temporal que afrontó el barco donde iba como mascarón de proa.
Es previsible que vivir y gobernar cerca del punto donde las aguas se convertían en el infinito haya pesado en la voluntad de los reyes portugueses para salir a explorar el mundo. João II, aquel que huyó de la peste y se refugió en Alcochete, fue uno de ellos. Él es el firmante del trascendental Tratado de Tordesillas (1494), que dividió el planeta para saciar el apetito de portugueses y castellanos sin necesidad de dirimir con violencia la anexión de nuevos territorios. Otro fue Manuel I (1469-1521), primo del anterior (también cuñado: a la realeza le gustaba que todo quedase en casa) y uno de los gobernantes más influyentes en la historia de Portugal tanto por los descubrimientos internacionales como por la obra pública que dejó en el país, un gótico tardío que se llamó manuelino. Una estatua del rey recuerda que nació en esta localidad del distrito de Setúbal y se exalta su antiguo imperio “além do mar” en Etiopía, Arabia, Persia o la India.
Si algo vertebra el alma portuguesa es la nostalgia por el mundo que vieron y poseyeron. Aquello declinó. También Alcochete, que pasó a ser un lugar de salinas, forcados y pescadores. Obtener sal, como se descubre durante una visita guiada a la salina de Samouco, la única en activo, exige un gran esfuerzo físico. No hace tantas décadas que la localidad fue la principal productora de sal de Portugal, lo que acabaría atrayendo a la industria del bacalao. Capturado por marineros portugueses en Terranova, el bacalao surcaba el Atlántico para acabar desembarcado en la orilla del Tajo, donde se iniciaba su proceso de salazón.
Las fábricas y las salinas cerraron. Hay varios proyectos turísticos para convertirlas en establecimientos hoteleros, como ya ha ocurrido con Praia do Sal, donde se ha abierto un hotel y spa. Samouco sobrevive gracias al puente Vasco de Gama, que explotará hasta 2030 un consorcio formado por la francesa Vinci y la portuguesa Mota-Engil. Para paliar el impacto de la gran obra de ingeniería, se exigió la creación de una fundación para proteger la biodiversidad del estuario y la explotación tradicional de sal.
Unos pocos kilómetros más arriba se extiende la Reserva Natural del Estuario del Tajo, que acoge a dos centenares de especies de aves, algunas residentes y otras de paso en su ruta migratoria estacional. Abarca más de 14.000 hectáreas de tres municipios (Alcochete, al sur, y Benavente y Vila Franca de Xira, al norte), que la convierten en el humedal más extenso de Portugal. Para conocerla se recomienda una visita en el Leão, un barco tradicional de la Cámara Municipal construido en un astillero artesanal del Tajo.
Pese a la cercanía de los pilares del Vasco de Gama, las salinas de Samouco son un refugio para especies como flamencos, garzas, charrancitos o pernilongos que, explica el guía Luís Avelar, es el ave con las patas más largas en relación al cuerpo. Avelar también muestra el proceso de extracción de sal (“no se fabrica, se forma”), que comenzó en la zona en el siglo XIII y que sigue respetando los pasos y los utensilios artesanales. Desde que se retiene agua en el primer estanque hasta el final, la concentración de cloruro sódico pasa de los 20 gramos por litro hasta los 250. La flor de sal, tan valorada ahora en gastronomía, es la primera que cuaja formando pequeños cristales que flotan sobre la superficie del agua.
Una estatua gigante recuerda en una de las plazas del pueblo el esfuerzo de los salineros y una huelga para conquistar derechos laborales (“Do sal, a revolta e a esperança”, se lee en el pedestal). Su complexión física les conectó rápidamente con los forcados, los hombres que se colocan en fila india ante el toro para tratar de sujetarlo y que es hoy una de las señas de identidad del pueblo. Dos asociaciones que han mantenido en el pasado una rivalidad feroz como la del Real Madrid y el Atleti aglutinan la actividad taurina del municipio. El Aposento do Barrete Verde, fundada en 1944, organiza las fiestas populares de agosto y tiene en su edificio uno de los restaurantes más frecuentados si busca comida tradicional en ambiente taurino. La Asociación de Forcados Amadores, creada en los sesenta, tiene una estatua dedicada a uno de sus miembros, fallecido a los 21 años durante una corrida.
Durante sus fiestas, que este año se celebran entre el 8 y 13 de agosto, se organizan varios eventos taurinos. Además de las corridas, una actividad que está en retroceso en Portugal y que difiere de la española (no finalizan con la muerte del toro en la arena), se organizan las largadas, una variante de encierros en la que solo participa un animal, que corre por calles delimitadas con barreras.
Pronto la localidad pasará a conocerse por el nuevo aeropuerto de Lisboa. Por una de esas cosas extrañas, la terminal estará en terrenos de otro municipio, pero se conoce como el aeropuerto de Alcochete. La transformación será inevitable y ya ha comenzado con una subida vertiginosa de los precios de las casas. Entre tanto eso no ocurre, es buen momento para conocer la vida cotidiana en la orilla sur del Tajo y descubrir que, bastante antes de encontrarse con el Atlántico, ya ha dejado de ser un río.
La localidad portuguesa, a media hora en coche de Lisboa desde que se abrió el puente Vasco de Gama, se ha convertido en una escapada perfecta de fin de semana
A cierta altura, lejos aún del océano, el Tajo deja de ser río y se convierte en mar. Entre sus dos riberas hay más distancia (17 kilómetros) que entre la punta de Tarifa y la costa africana. Le dicen Mar de Palha desde que las corrientes comenzaron a formar islas de hierba seca. La palha ya no se amontona, pero el nombre se conservó. Y también permanece la sensación de que aquello es mucho mar y poco río, donde se pescan lubinas y las mareas suben y bajan con subrayados propios del Atlántico.
Alcochete es una de las 10 localidades que miran al Mar de Palha, que se formaba cuando la paja caía, o era arrojada durante las tempestades, desde los constantes barcos que la transportaban hacia Lisboa, en la margen norte, para alimentar animales, cuenta Mário Couto Rosado, coordinador de turismo del Ayuntamiento. Como otras de las ubicadas en la Margen Sur del Tajo, Alcochete siempre ha sido un refugio de lisboetas exhaustos. Empezando por un rey lejano, João II (1455-95), que cruzó el río para huir de la miseria y de la peste de la capital. El monarca abrió una segunda residencia (en su caso tal vez fuese la tercera, la cuarta, la quinta…) desde la que podía observar el intenso tráfico náutico de aquellos siglos. El Tajo era entonces un mar y una autovía.

Ahora atrae a los devotos del peixe grelhado, que cruzan el puente cada fin de semana para comer en Alcochete, y a los turistas que huyen de los excesos de Lisboa, a media hora en coche. Como puede observarse durante las cinematográficas puestas de sol en puntos elevados como la terraza del hotel Upon Vila, el Tajo ha perdido el tráfico intenso, pero conserva su personalidad marítima, que ahora sobrevuelan dos icónicos puentes. El más antiguo, el 25 de Abril, cercano a la desembocadura, no alteró apenas el aislamiento de la población, pero el Vasco de Gama, abierto con motivo de la Exposición Universal en Lisboa en 1998 y uno de los más largos de Europa con sus 17 kilómetros de longitud, quebró la lejanía. Aunque el olvido también tuvo su efecto benévolo y la autenticidad se ha preservado más tiempo.
Esa es la principal impresión que se obtiene durante un paseo por la playa o por las calles estrechas del centro, aun con ropas tendidas en el exterior, desconchones de pintura en algunas fachadas, letreros que anuncian tertulias y panaderías tradicionales, como la Piqueira o la Popular. En esta última se hornean fogaças, una pasta de harina de trigo, canela, limón, mantequilla, leche y azúcar que se lleva haciendo cinco siglos, explica Fábio Pinto, técnico de turismo municipal.
Frente a ella, en el Largo de São João, se levanta la iglesia de São João Baptista, un monumento nacional que se empezó a edificar en el siglo XIV sobre una antigua mezquita. Una de las capillas, construida en el XVI, muestra una talla de Nuestra Señora de la Concepción, rescatada por pescadores tras el temporal que afrontó el barco donde iba como mascarón de proa.

Es previsible que vivir y gobernar cerca del punto donde las aguas se convertían en el infinito haya pesado en la voluntad de los reyes portugueses para salir a explorar el mundo. João II, aquel que huyó de la peste y se refugió en Alcochete, fue uno de ellos. Él es el firmante del trascendental Tratado de Tordesillas (1494), que dividió el planeta para saciar el apetito de portugueses y castellanos sin necesidad de dirimir con violencia la anexión de nuevos territorios. Otro fue Manuel I (1469-1521), primo del anterior (también cuñado: a la realeza le gustaba que todo quedase en casa) y uno de los gobernantes más influyentes en la historia de Portugal tanto por los descubrimientos internacionales como por la obra pública que dejó en el país, un gótico tardío que se llamó manuelino. Una estatua del rey recuerda que nació en esta localidad del distrito de Setúbal y se exalta su antiguo imperio “além do mar” en Etiopía, Arabia, Persia o la India.

Si algo vertebra el alma portuguesa es la nostalgia por el mundo que vieron y poseyeron. Aquello declinó. También Alcochete, que pasó a ser un lugar de salinas, forcados y pescadores. Obtener sal, como se descubre durante una visita guiada a la salina de Samouco, la única en activo, exige un gran esfuerzo físico. No hace tantas décadas que la localidad fue la principal productora de sal de Portugal, lo que acabaría atrayendo a la industria del bacalao. Capturado por marineros portugueses en Terranova, el bacalao surcaba el Atlántico para acabar desembarcado en la orilla del Tajo, donde se iniciaba su proceso de salazón.

Las fábricas y las salinas cerraron. Hay varios proyectos turísticos para convertirlas en establecimientos hoteleros, como ya ha ocurrido con Praia do Sal, donde se ha abierto un hotel y spa. Samouco sobrevive gracias al puente Vasco de Gama, que explotará hasta 2030 un consorcio formado por la francesa Vinci y la portuguesa Mota-Engil. Para paliar el impacto de la gran obra de ingeniería, se exigió la creación de una fundación para proteger la biodiversidad del estuario y la explotación tradicional de sal.
Unos pocos kilómetros más arriba se extiende la Reserva Natural del Estuario del Tajo, que acoge a dos centenares de especies de aves, algunas residentes y otras de paso en su ruta migratoria estacional. Abarca más de 14.000 hectáreas de tres municipios (Alcochete, al sur, y Benavente y Vila Franca de Xira, al norte), que la convierten en el humedal más extenso de Portugal. Para conocerla se recomienda una visita en el Leão, un barco tradicional de la Cámara Municipal construido en un astillero artesanal del Tajo.
Pese a la cercanía de los pilares del Vasco de Gama, las salinas de Samouco son un refugio para especies como flamencos, garzas, charrancitos o pernilongos que, explica el guía Luís Avelar, es el ave con las patas más largas en relación al cuerpo. Avelar también muestra el proceso de extracción de sal (“no se fabrica, se forma”), que comenzó en la zona en el siglo XIII y que sigue respetando los pasos y los utensilios artesanales. Desde que se retiene agua en el primer estanque hasta el final, la concentración de cloruro sódico pasa de los 20 gramos por litro hasta los 250. La flor de sal, tan valorada ahora en gastronomía, es la primera que cuaja formando pequeños cristales que flotan sobre la superficie del agua.

Una estatua gigante recuerda en una de las plazas del pueblo el esfuerzo de los salineros y una huelga para conquistar derechos laborales (“Do sal, a revolta e a esperança”, se lee en el pedestal). Su complexión física les conectó rápidamente con los forcados, los hombres que se colocan en fila india ante el toro para tratar de sujetarlo y que es hoy una de las señas de identidad del pueblo. Dos asociaciones que han mantenido en el pasado una rivalidad feroz como la del Real Madrid y el Atleti aglutinan la actividad taurina del municipio. El Aposento do Barrete Verde, fundada en 1944, organiza las fiestas populares de agosto y tiene en su edificio uno de los restaurantes más frecuentados si busca comida tradicional en ambiente taurino. La Asociación de Forcados Amadores, creada en los sesenta, tiene una estatua dedicada a uno de sus miembros, fallecido a los 21 años durante una corrida.
Durante sus fiestas, que este año se celebran entre el 8 y 13 de agosto, se organizan varios eventos taurinos. Además de las corridas, una actividad que está en retroceso en Portugal y que difiere de la española (no finalizan con la muerte del toro en la arena), se organizan las largadas, una variante de encierros en la que solo participa un animal, que corre por calles delimitadas con barreras.
Pronto la localidad pasará a conocerse por el nuevo aeropuerto de Lisboa. Por una de esas cosas extrañas, la terminal estará en terrenos de otro municipio, pero se conoce como el aeropuerto de Alcochete. La transformación será inevitable y ya ha comenzado con una subida vertiginosa de los precios de las casas. Entre tanto eso no ocurre, es buen momento para conocer la vida cotidiana en la orilla sur del Tajo y descubrir que, bastante antes de encontrarse con el Atlántico, ya ha dejado de ser un río.
Restaurantes y hoteles
- Dónde dormir. En el lugar de una antigua salinera, se abrió el Praia do Sal Resort, junto a la playa y los antiguos molinos de viento. Tiene spa y un restaurante italiano, el Omaggio, con buena cocina. Más cerca del centro se encuentra el Upon Vila Alcochete, que ofrece cócteles y ocasos espléndidos desde su terraza. La Quinta da Praia das Fontes, un cortijo rehabilitado, es una propuesta más tradicional.
- Dónde comer. La localidad portuguesa tiene numerosos restaurantes con terrazas donde se hace pescado a la parrilla, muy frecuentados durante el fin de semana por lisboetas y ahora también por turistas. Entre los más populares, el Barrete Verde, A Taverna o A Tasca do Victor. El Alfoz, abierto hace 30 años con vistas exclusivas sobre el estuario por los padres de Fernando Pessoa, antiguo forcado y productor de cine, ofrece excelentes especialidades de pescado y marisco frescos. En la gastronomía local se pueden encontrar sabrosas caldeiradas, arroces y guisos. Hay también propuestas con guiños contemporáneos o internacionales como el Vira-Prato.
- Qué hacer. La playa de Alcochete es ideal para deportes como el kitesurf o el paddle surf. Se puede pasear por el Tajo en barco tradicional y se pueden visitar monumentos como la iglesia barroca de São Brás (XVIII), la ermita del palacio construido en el XVI por la familia Tristão da Cunha o la iglesia de São João Baptista, un monumento nacional construido a finales del XV.
EL PAÍS