Hubo un tiempo en el que viajar en tren era una apuesta segura. Se llegaba a la estación con la certeza de que el tren saldría a su hora , y lo que era aún más asombroso: llegaría también a su hora. Y si decía 18.42, era 18.42, no al día siguiente, ni a las 19.42, ni a vaya usted a saber. Antes se utilizaba el tren para llegar a un destino de vacaciones. Ahora se pasan las vacaciones en el tren porque los trenes funcionan peor que un bastón redondo. Uno llegaba a su vagón con el periódico bajo el brazo, una novela de 500 páginas, una botella de agua y esa fe ciega en los horarios que, como todo lo bueno en esta vida, ya no existe. Hoy, viajar en tren es más parecido a jugar a la ruleta rusa con Renfe o con quien sea que gestione eso que antes se llamaba «red ferroviaria» y ahora parece un algoritmo programado por estudiantes de primaria.Antes, las estaciones eran lugares de paso. Ahora son laberintos comerciales donde uno puede comprarse una freidora de aire, una bufanda de 40 euros y hasta una hipoteca, pero no una información fiable sobre el andén del tren. Eso lo anuncian cuando ya ha salido. Y si preguntas en información, te responden con la mirada de quien está atrapado en una botella con mensaje: «En breve lo anuncian». El «en breve» ferroviario es primo hermano del «vuelva usted mañana» de Larra. Puede ser en tres minutos, en tres horas o en otra dimensión.Añoranza del revisor Hace 30 años, el tren era puntual como un reloj suizo con obsesión por la exactitud. Ahora es más bien un reloj de sol en un día nublado. Uno no sabe si saldrá, cuándo saldrá o si saldrá directo o con 17 paradas «por causas ajenas a la compañía». A veces se para en mitad de la nada durante 25 minutos o catorce horas y no se informa de nada. A veces te avisan de que va con retraso después de haberte subido. Y a veces ni te enteras, porque nadie dice nada y todos los pasajeros miran el móvil con resignación bovina, esperando que no se queden sin batería los teléfonos de nuestra idiosincrasia. Y qué me dicen del revisor, esa figura mítica y respetable. Tenía gorra, dignidad y una libreta donde anotaba cosas importantes. Hoy, el revisor es un personaje que aparece una vez por trayecto y escanea códigos QR como si le diera alergia mirar a los ojos. Ya no desea buen viaje. Hace 30 años, uno subía al tren con la sensación de que el mundo se ordenaba en raíles. Hoy, el tren puede salir con una hora de retraso (o no hacerlo nunca) y tú solo tienes dos opciones: escribir un tuit pasivo-agresivo o comerte otro sándwich plástico del bar de la estación. Y ni hablar del vagón cafetería. Antes, era el centro social del tren: conversaciones, cafés humeantes, cruasanes tristes pero dignos. Ahora, es un mostrador con la vida empaquetada que no funciona y una dependienta que odia el café, el tren y tu cara. La posmodernidad sobre raíles. Los trenes de antes hacían ruido. Un ruido glorioso. Metálico, grave, rítmico, familiar. Era la banda sonora del viaje. Casi de la felicidad. Hoy los trenes modernos no suenan. Flotan. Se deslizan. Son silenciosos como hospitales vacíos. Y por eso nadie habla. Todo el mundo enchufado a sus auriculares, viendo TikToks con el volumen a tope, como si viajar fuera una penitencia audiovisual y no un acto de movimiento compartido. Antes, el vagón era una conversación de fondo . Ahora, es una sala de espera de un psiquiátrico donde solo se escucha el murmullo de notificaciones y el ocasional niño maleducado que grita mientras sus padres se suben el volumen de los auriculares. Viajaba no hace mucho de Chamartín a Torrelavega. Una niña de unos cuatro años gritaba, molestaba, caminaba por el vagón… Su madre atendía mensajes de teléfono, mandaba audios, contestaba como si fuera la jefa de gabinete del presidente de Estados Unidos. Ni puto caso a la niña. Llegando a Segovia, otra mujer se levantó de su asiento, se acercó a la madre pasiva y le espetó: «Oiga, nos quedan cuatro horas para llegar a Santander. O educa usted a su hija o lo haré yo». El vagón entero rompió en aplausos y la madre hiperconectada no tuvo más remedio que ocuparse de su hija. Esas cosas que antes no pasaban porque los padres también estaban educados. Ahora son un conjunto de personas a las que les da pereza todo, especialmente sus hijos. Dependencia del móvilPero no es solo una cuestión de nostalgia: es una cuestión de funcionamiento básico. La tecnología ha hecho el viaje más moderno, sí, pero no mejor. Antes, uno compraba el billete en ventanilla, lo guardaba en el bolsillo y ya estaba. Hoy tienes que registrarte en una web, validar un SMS, descargar una app, generar un código QR y luego rogar a Dios que tu móvil tenga batería y conexión. Hoy, el AVE, ese símbolo de la modernidad ferroviaria, puede quedarse parado entre dos pueblos mientras un técnico reinicia el sistema como si fuera una cafetera Nespresso.Antes, el viaje en tren era un espacio de transición: uno leía, pensaba, miraba el paisaje. Hoy es una pantalla más en la que consumir contenido, rodeado de viajeros que no levantan la vista ni para mirar por la ventana. Y si te atreves a abrir la cortina y contemplar el campo, alguien siempre se queja porque la luz molesta a su tablet. Si antes el paisaje era parte del trayecto, hoy es una molestia lumínica. Y eso sin hablar del precio. Hace 30 años, el tren era accesible. Hoy, un billete en clase turista puede costar lo mismo que un vuelo intercontinental low-cost con escala en Katmandú. ¿Y qué recibes a cambio? Maltrato. Pero aún queda algo. Un resto. Un resplandor. Ocurre cuando el tren, milagrosamente, sale puntual. Cuando cruzas un viaducto al atardecer y ves campos de girasoles y pueblos diminutos que no están en Google Maps . Cuando, por un momento, todos los móviles se quedan sin cobertura y el vagón se vuelve humano. Entonces, y solo entonces, recuerdas lo que era viajar en tren. Hubo un tiempo en el que viajar en tren era una apuesta segura. Se llegaba a la estación con la certeza de que el tren saldría a su hora , y lo que era aún más asombroso: llegaría también a su hora. Y si decía 18.42, era 18.42, no al día siguiente, ni a las 19.42, ni a vaya usted a saber. Antes se utilizaba el tren para llegar a un destino de vacaciones. Ahora se pasan las vacaciones en el tren porque los trenes funcionan peor que un bastón redondo. Uno llegaba a su vagón con el periódico bajo el brazo, una novela de 500 páginas, una botella de agua y esa fe ciega en los horarios que, como todo lo bueno en esta vida, ya no existe. Hoy, viajar en tren es más parecido a jugar a la ruleta rusa con Renfe o con quien sea que gestione eso que antes se llamaba «red ferroviaria» y ahora parece un algoritmo programado por estudiantes de primaria.Antes, las estaciones eran lugares de paso. Ahora son laberintos comerciales donde uno puede comprarse una freidora de aire, una bufanda de 40 euros y hasta una hipoteca, pero no una información fiable sobre el andén del tren. Eso lo anuncian cuando ya ha salido. Y si preguntas en información, te responden con la mirada de quien está atrapado en una botella con mensaje: «En breve lo anuncian». El «en breve» ferroviario es primo hermano del «vuelva usted mañana» de Larra. Puede ser en tres minutos, en tres horas o en otra dimensión.Añoranza del revisor Hace 30 años, el tren era puntual como un reloj suizo con obsesión por la exactitud. Ahora es más bien un reloj de sol en un día nublado. Uno no sabe si saldrá, cuándo saldrá o si saldrá directo o con 17 paradas «por causas ajenas a la compañía». A veces se para en mitad de la nada durante 25 minutos o catorce horas y no se informa de nada. A veces te avisan de que va con retraso después de haberte subido. Y a veces ni te enteras, porque nadie dice nada y todos los pasajeros miran el móvil con resignación bovina, esperando que no se queden sin batería los teléfonos de nuestra idiosincrasia. Y qué me dicen del revisor, esa figura mítica y respetable. Tenía gorra, dignidad y una libreta donde anotaba cosas importantes. Hoy, el revisor es un personaje que aparece una vez por trayecto y escanea códigos QR como si le diera alergia mirar a los ojos. Ya no desea buen viaje. Hace 30 años, uno subía al tren con la sensación de que el mundo se ordenaba en raíles. Hoy, el tren puede salir con una hora de retraso (o no hacerlo nunca) y tú solo tienes dos opciones: escribir un tuit pasivo-agresivo o comerte otro sándwich plástico del bar de la estación. Y ni hablar del vagón cafetería. Antes, era el centro social del tren: conversaciones, cafés humeantes, cruasanes tristes pero dignos. Ahora, es un mostrador con la vida empaquetada que no funciona y una dependienta que odia el café, el tren y tu cara. La posmodernidad sobre raíles. Los trenes de antes hacían ruido. Un ruido glorioso. Metálico, grave, rítmico, familiar. Era la banda sonora del viaje. Casi de la felicidad. Hoy los trenes modernos no suenan. Flotan. Se deslizan. Son silenciosos como hospitales vacíos. Y por eso nadie habla. Todo el mundo enchufado a sus auriculares, viendo TikToks con el volumen a tope, como si viajar fuera una penitencia audiovisual y no un acto de movimiento compartido. Antes, el vagón era una conversación de fondo . Ahora, es una sala de espera de un psiquiátrico donde solo se escucha el murmullo de notificaciones y el ocasional niño maleducado que grita mientras sus padres se suben el volumen de los auriculares. Viajaba no hace mucho de Chamartín a Torrelavega. Una niña de unos cuatro años gritaba, molestaba, caminaba por el vagón… Su madre atendía mensajes de teléfono, mandaba audios, contestaba como si fuera la jefa de gabinete del presidente de Estados Unidos. Ni puto caso a la niña. Llegando a Segovia, otra mujer se levantó de su asiento, se acercó a la madre pasiva y le espetó: «Oiga, nos quedan cuatro horas para llegar a Santander. O educa usted a su hija o lo haré yo». El vagón entero rompió en aplausos y la madre hiperconectada no tuvo más remedio que ocuparse de su hija. Esas cosas que antes no pasaban porque los padres también estaban educados. Ahora son un conjunto de personas a las que les da pereza todo, especialmente sus hijos. Dependencia del móvilPero no es solo una cuestión de nostalgia: es una cuestión de funcionamiento básico. La tecnología ha hecho el viaje más moderno, sí, pero no mejor. Antes, uno compraba el billete en ventanilla, lo guardaba en el bolsillo y ya estaba. Hoy tienes que registrarte en una web, validar un SMS, descargar una app, generar un código QR y luego rogar a Dios que tu móvil tenga batería y conexión. Hoy, el AVE, ese símbolo de la modernidad ferroviaria, puede quedarse parado entre dos pueblos mientras un técnico reinicia el sistema como si fuera una cafetera Nespresso.Antes, el viaje en tren era un espacio de transición: uno leía, pensaba, miraba el paisaje. Hoy es una pantalla más en la que consumir contenido, rodeado de viajeros que no levantan la vista ni para mirar por la ventana. Y si te atreves a abrir la cortina y contemplar el campo, alguien siempre se queja porque la luz molesta a su tablet. Si antes el paisaje era parte del trayecto, hoy es una molestia lumínica. Y eso sin hablar del precio. Hace 30 años, el tren era accesible. Hoy, un billete en clase turista puede costar lo mismo que un vuelo intercontinental low-cost con escala en Katmandú. ¿Y qué recibes a cambio? Maltrato. Pero aún queda algo. Un resto. Un resplandor. Ocurre cuando el tren, milagrosamente, sale puntual. Cuando cruzas un viaducto al atardecer y ves campos de girasoles y pueblos diminutos que no están en Google Maps . Cuando, por un momento, todos los móviles se quedan sin cobertura y el vagón se vuelve humano. Entonces, y solo entonces, recuerdas lo que era viajar en tren.
Hubo un tiempo en el que viajar en tren era una apuesta segura. Se llegaba a la estación con la certeza de que el tren saldría a su hora, y lo que era aún más asombroso: llegaría también a su hora. Y si decía … 18.42, era 18.42, no al día siguiente, ni a las 19.42, ni a vaya usted a saber. Antes se utilizaba el tren para llegar a un destino de vacaciones. Ahora se pasan las vacaciones en el tren porque los trenes funcionan peor que un bastón redondo. Uno llegaba a su vagón con el periódico bajo el brazo, una novela de 500 páginas, una botella de agua y esa fe ciega en los horarios que, como todo lo bueno en esta vida, ya no existe. Hoy, viajar en tren es más parecido a jugar a la ruleta rusa con Renfe o con quien sea que gestione eso que antes se llamaba «red ferroviaria» y ahora parece un algoritmo programado por estudiantes de primaria.
Antes, las estaciones eran lugares de paso. Ahora son laberintos comerciales donde uno puede comprarse una freidora de aire, una bufanda de 40 euros y hasta una hipoteca, pero no una información fiable sobre el andén del tren. Eso lo anuncian cuando ya ha salido. Y si preguntas en información, te responden con la mirada de quien está atrapado en una botella con mensaje: «En breve lo anuncian». El «en breve» ferroviario es primo hermano del «vuelva usted mañana» de Larra. Puede ser en tres minutos, en tres horas o en otra dimensión.
Añoranza del revisor
Hace 30 años, el tren era puntual como un reloj suizo con obsesión por la exactitud. Ahora es más bien un reloj de sol en un día nublado. Uno no sabe si saldrá, cuándo saldrá o si saldrá directo o con 17 paradas «por causas ajenas a la compañía». A veces se para en mitad de la nada durante 25 minutos o catorce horas y no se informa de nada. A veces te avisan de que va con retraso después de haberte subido. Y a veces ni te enteras, porque nadie dice nada y todos los pasajeros miran el móvil con resignación bovina, esperando que no se queden sin batería los teléfonos de nuestra idiosincrasia. Y qué me dicen del revisor, esa figura mítica y respetable. Tenía gorra, dignidad y una libreta donde anotaba cosas importantes. Hoy, el revisor es un personaje que aparece una vez por trayecto y escanea códigos QR como si le diera alergia mirar a los ojos. Ya no desea buen viaje.
Hace 30 años, uno subía al tren con la sensación de que el mundo se ordenaba en raíles. Hoy, el tren puede salir con una hora de retraso (o no hacerlo nunca) y tú solo tienes dos opciones: escribir un tuit pasivo-agresivo o comerte otro sándwich plástico del bar de la estación. Y ni hablar del vagón cafetería. Antes, era el centro social del tren: conversaciones, cafés humeantes, cruasanes tristes pero dignos. Ahora, es un mostrador con la vida empaquetada que no funciona y una dependienta que odia el café, el tren y tu cara. La posmodernidad sobre raíles. Los trenes de antes hacían ruido. Un ruido glorioso. Metálico, grave, rítmico, familiar. Era la banda sonora del viaje. Casi de la felicidad. Hoy los trenes modernos no suenan. Flotan. Se deslizan. Son silenciosos como hospitales vacíos. Y por eso nadie habla. Todo el mundo enchufado a sus auriculares, viendo TikToks con el volumen a tope, como si viajar fuera una penitencia audiovisual y no un acto de movimiento compartido. Antes, el vagón era una conversación de fondo. Ahora, es una sala de espera de un psiquiátrico donde solo se escucha el murmullo de notificaciones y el ocasional niño maleducado que grita mientras sus padres se suben el volumen de los auriculares.
Viajaba no hace mucho de Chamartín a Torrelavega. Una niña de unos cuatro años gritaba, molestaba, caminaba por el vagón… Su madre atendía mensajes de teléfono, mandaba audios, contestaba como si fuera la jefa de gabinete del presidente de Estados Unidos. Ni puto caso a la niña. Llegando a Segovia, otra mujer se levantó de su asiento, se acercó a la madre pasiva y le espetó: «Oiga, nos quedan cuatro horas para llegar a Santander. O educa usted a su hija o lo haré yo». El vagón entero rompió en aplausos y la madre hiperconectada no tuvo más remedio que ocuparse de su hija. Esas cosas que antes no pasaban porque los padres también estaban educados. Ahora son un conjunto de personas a las que les da pereza todo, especialmente sus hijos.
Dependencia del móvil
Pero no es solo una cuestión de nostalgia: es una cuestión de funcionamiento básico. La tecnología ha hecho el viaje más moderno, sí, pero no mejor. Antes, uno compraba el billete en ventanilla, lo guardaba en el bolsillo y ya estaba. Hoy tienes que registrarte en una web, validar un SMS, descargar una app, generar un código QR y luego rogar a Dios que tu móvil tenga batería y conexión. Hoy, el AVE, ese símbolo de la modernidad ferroviaria, puede quedarse parado entre dos pueblos mientras un técnico reinicia el sistema como si fuera una cafetera Nespresso.
Antes, el viaje en tren era un espacio de transición: uno leía, pensaba, miraba el paisaje. Hoy es una pantalla más en la que consumir contenido, rodeado de viajeros que no levantan la vista ni para mirar por la ventana. Y si te atreves a abrir la cortina y contemplar el campo, alguien siempre se queja porque la luz molesta a su tablet. Si antes el paisaje era parte del trayecto, hoy es una molestia lumínica. Y eso sin hablar del precio. Hace 30 años, el tren era accesible. Hoy, un billete en clase turista puede costar lo mismo que un vuelo intercontinental low-cost con escala en Katmandú. ¿Y qué recibes a cambio? Maltrato.
Pero aún queda algo. Un resto. Un resplandor. Ocurre cuando el tren, milagrosamente, sale puntual. Cuando cruzas un viaducto al atardecer y ves campos de girasoles y pueblos diminutos que no están en Google Maps. Cuando, por un momento, todos los móviles se quedan sin cobertura y el vagón se vuelve humano. Entonces, y solo entonces, recuerdas lo que era viajar en tren.
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