Llevo desde que ocurrió el Armageddon (o sea, desde el apagón del lunes) leyendo loas a la momentánea vuelta al medievo. Que si las conversaciones con las vecinas, que si los transistores, que si los niños jugando en la calle, que si leer un libro sin interrupciones… Habría que darle una pensadita a la romantización del fin del mundo, a que los servicios mínimos fallen. La línea que, ante la desgracia, separa la irresponsabilidad desprejuiciada del admirable estoicismo es muy fina. Y una cosa es encajar deportivamente la ‘tercermundización’ patria y otra es celebrarla con bailes coreografiados y aplaudiendo en los balcones. Como si la vuelta del suministro eléctrico fuera un regalo inesperado, como para algunos parece ser que aterrice el avión tras un vuelo sin sobresaltos. Una cosa es la respuesta cívica y otra la aclamación de la ineptitud. Y conviene no confundir.Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuestoA mí, este apocalipsis me pilló en el centro de Madrid, que es como que el final de ‘El club de la lucha’ te pille con Eward Norton en un edificio con vistas. No vi enfados ni ira, pero sí mucho desconcierto. Gente que miraba sus móviles como si lo improbable, aun posible, acabara de suceder ante sus ojos. Ahí dentro estaban sus vidas enteras, descansando inertes en las palmas de sus manos (también en la mía). Ahí estaban nuestras familias, nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestra información, nuestro dinero. Estaban ahí, lo sabíamos, pero no teníamos acceso a ello. Que es como que no esté. Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuesto. Quizá de ahí la querencia por lanzarnos a las terrazas antes de que a la cerveza le diera por calentarse. Pero me ha sorprendido, y mucho, que se celebrase el acto de leer. Como si fuese algo inaudito, que no ocurre en otras circunstancias. ¿Acaso no podemos hacerlo si no nos obligan? ¿Debe fallar todo lo demás para que nos pongamos a ello? ¿Por qué nos llama la atención? Las estadísticas indican todo lo contrario: más del 65% de la población española lee libros en su tiempo libre. Y, de ellos, más del 50% son lectores frecuentes, y no ocasionales (14%). Pero entonces… ¿A quién le sorprende, entonces, que se lea en un apagón? ¿Al otro 35%? Sorprende un transistor a pilas, ahora que escuchamos pod- cast en nuestros móviles, como y cuando queremos. O unos críos jugando en la calle, en un Madrid que, de normal, está tomado por los coches y no parece lo más seguro para su integridad física. Y un urbano ordenando el tráfico en mitad de la Gran Vía con los semáforos apagados, y un fulano tocando su guitarra sin pedirnos dinero a cambio, y una tertulia improvisada entre desconocidos en un banco en la plaza Dos de Mayo, o un colmado iluminado con velas. Todas esas cosas sorprenden, por inusuales. Pero que nos sorprenda un libro en las manos de alguien es desolador. ¿Es necesario un fin del mundo para que nos entreguemos a la lectura? ¿O solo son los que nunca leen quienes lo admiran como una de esas cosas que se hacía antes, como cocinar a la lumbre o sentarse a la fresca a conversar con las vecinas? Hay algo triste en la idealización de la adversidad y, de alguna manera, entronca con la sorpresa ante un libro. Como si los pasmados ante la lectura fuesen los mismos que aplauden cuando vuelve la luz (o aterriza un avión), los que se graban bailando junto a un tren que no anda y los que gritan que no tendrás nada pero serás feliz. Llevo desde que ocurrió el Armageddon (o sea, desde el apagón del lunes) leyendo loas a la momentánea vuelta al medievo. Que si las conversaciones con las vecinas, que si los transistores, que si los niños jugando en la calle, que si leer un libro sin interrupciones… Habría que darle una pensadita a la romantización del fin del mundo, a que los servicios mínimos fallen. La línea que, ante la desgracia, separa la irresponsabilidad desprejuiciada del admirable estoicismo es muy fina. Y una cosa es encajar deportivamente la ‘tercermundización’ patria y otra es celebrarla con bailes coreografiados y aplaudiendo en los balcones. Como si la vuelta del suministro eléctrico fuera un regalo inesperado, como para algunos parece ser que aterrice el avión tras un vuelo sin sobresaltos. Una cosa es la respuesta cívica y otra la aclamación de la ineptitud. Y conviene no confundir.Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuestoA mí, este apocalipsis me pilló en el centro de Madrid, que es como que el final de ‘El club de la lucha’ te pille con Eward Norton en un edificio con vistas. No vi enfados ni ira, pero sí mucho desconcierto. Gente que miraba sus móviles como si lo improbable, aun posible, acabara de suceder ante sus ojos. Ahí dentro estaban sus vidas enteras, descansando inertes en las palmas de sus manos (también en la mía). Ahí estaban nuestras familias, nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestra información, nuestro dinero. Estaban ahí, lo sabíamos, pero no teníamos acceso a ello. Que es como que no esté. Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuesto. Quizá de ahí la querencia por lanzarnos a las terrazas antes de que a la cerveza le diera por calentarse. Pero me ha sorprendido, y mucho, que se celebrase el acto de leer. Como si fuese algo inaudito, que no ocurre en otras circunstancias. ¿Acaso no podemos hacerlo si no nos obligan? ¿Debe fallar todo lo demás para que nos pongamos a ello? ¿Por qué nos llama la atención? Las estadísticas indican todo lo contrario: más del 65% de la población española lee libros en su tiempo libre. Y, de ellos, más del 50% son lectores frecuentes, y no ocasionales (14%). Pero entonces… ¿A quién le sorprende, entonces, que se lea en un apagón? ¿Al otro 35%? Sorprende un transistor a pilas, ahora que escuchamos pod- cast en nuestros móviles, como y cuando queremos. O unos críos jugando en la calle, en un Madrid que, de normal, está tomado por los coches y no parece lo más seguro para su integridad física. Y un urbano ordenando el tráfico en mitad de la Gran Vía con los semáforos apagados, y un fulano tocando su guitarra sin pedirnos dinero a cambio, y una tertulia improvisada entre desconocidos en un banco en la plaza Dos de Mayo, o un colmado iluminado con velas. Todas esas cosas sorprenden, por inusuales. Pero que nos sorprenda un libro en las manos de alguien es desolador. ¿Es necesario un fin del mundo para que nos entreguemos a la lectura? ¿O solo son los que nunca leen quienes lo admiran como una de esas cosas que se hacía antes, como cocinar a la lumbre o sentarse a la fresca a conversar con las vecinas? Hay algo triste en la idealización de la adversidad y, de alguna manera, entronca con la sorpresa ante un libro. Como si los pasmados ante la lectura fuesen los mismos que aplauden cuando vuelve la luz (o aterriza un avión), los que se graban bailando junto a un tren que no anda y los que gritan que no tendrás nada pero serás feliz.
A la contra
Una cosa es la respuesta cívica y otra la aclamación de la ineptitud. Y conviene no confundir
Llevo desde que ocurrió el Armageddon (o sea, desde el apagón del lunes) leyendo loas a la momentánea vuelta al medievo. Que si las conversaciones con las vecinas, que si los transistores, que si los niños jugando en la calle, que si leer un … libro sin interrupciones… Habría que darle una pensadita a la romantización del fin del mundo, a que los servicios mínimos fallen.
La línea que, ante la desgracia, separa la irresponsabilidad desprejuiciada del admirable estoicismo es muy fina. Y una cosa es encajar deportivamente la ‘tercermundización’ patria y otra es celebrarla con bailes coreografiados y aplaudiendo en los balcones. Como si la vuelta del suministro eléctrico fuera un regalo inesperado, como para algunos parece ser que aterrice el avión tras un vuelo sin sobresaltos. Una cosa es la respuesta cívica y otra la aclamación de la ineptitud. Y conviene no confundir.
Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuesto
A mí, este apocalipsis me pilló en el centro de Madrid, que es como que el final de ‘El club de la lucha’ te pille con Eward Norton en un edificio con vistas. No vi enfados ni ira, pero sí mucho desconcierto. Gente que miraba sus móviles como si lo improbable, aun posible, acabara de suceder ante sus ojos. Ahí dentro estaban sus vidas enteras, descansando inertes en las palmas de sus manos (también en la mía).
Ahí estaban nuestras familias, nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestra información, nuestro dinero. Estaban ahí, lo sabíamos, pero no teníamos acceso a ello. Que es como que no esté. Era lunes y, de pronto, nos cayó encima un domingo sobrevenido, tozudo e impuesto. Quizá de ahí la querencia por lanzarnos a las terrazas antes de que a la cerveza le diera por calentarse.
Pero me ha sorprendido, y mucho, que se celebrase el acto de leer. Como si fuese algo inaudito, que no ocurre en otras circunstancias. ¿Acaso no podemos hacerlo si no nos obligan? ¿Debe fallar todo lo demás para que nos pongamos a ello? ¿Por qué nos llama la atención? Las estadísticas indican todo lo contrario: más del 65% de la población española lee libros en su tiempo libre.
Y, de ellos, más del 50% son lectores frecuentes, y no ocasionales (14%). Pero entonces… ¿A quién le sorprende, entonces, que se lea en un apagón? ¿Al otro 35%? Sorprende un transistor a pilas, ahora que escuchamos pod- cast en nuestros móviles, como y cuando queremos. O unos críos jugando en la calle, en un Madrid que, de normal, está tomado por los coches y no parece lo más seguro para su integridad física.
Y un urbano ordenando el tráfico en mitad de la Gran Vía con los semáforos apagados, y un fulano tocando su guitarra sin pedirnos dinero a cambio, y una tertulia improvisada entre desconocidos en un banco en la plaza Dos de Mayo, o un colmado iluminado con velas.
Todas esas cosas sorprenden, por inusuales. Pero que nos sorprenda un libro en las manos de alguien es desolador. ¿Es necesario un fin del mundo para que nos entreguemos a la lectura? ¿O solo son los que nunca leen quienes lo admiran como una de esas cosas que se hacía antes, como cocinar a la lumbre o sentarse a la fresca a conversar con las vecinas?
Hay algo triste en la idealización de la adversidad y, de alguna manera, entronca con la sorpresa ante un libro. Como si los pasmados ante la lectura fuesen los mismos que aplauden cuando vuelve la luz (o aterriza un avión), los que se graban bailando junto a un tren que no anda y los que gritan que no tendrás nada pero serás feliz.
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