No es que no hayan pasado cosas desde la corrida del 1 de mayo en la Maestranza, pues pasar han pasado. Matizaré eso de pasar, y es que hay tardes que pasan y se marchan, y otras que pasan… para quedarse. Habrá que volver allí, o tal vez seguir allí, aunque yo no asistiera y la viera por Canal Sur. Y es que no deja uno de asombrarse ante los matices que dormido nos despierta Pablo Aguado. ¡No es que tocara escribir de él, no, es que hay que escribir de él, que es distinto! Le salen a Aguado dos marrajos de Domingo Hernández y resulta que, inesperadamente, nos hace olvidarnos de que el toro apenas embiste (y mal) para hacernos ver que el toreo también es cuestión de poner a los toros a su ritmo. Y no es que Aguado pudiera conseguir faena ante esas descastadas embestidas, no, pero sí nos dejó intuir… lo que lleva dentro. Cogió Pablo la mano izquierda y en un alarde de olvidarse para encontrarse nos esbozó esos naturales a media altura, con ese ritmo de desgana, de natural impronta, de ángel que en su sonrisa nos despierta la luz del asombro. No deja de sorprender ese ritmo de su toreo, pues si el toreo es cuestión de estilo, habrá que cantarle a Aguado que el suyo es el ritmo interior del pulso de sus muñecas y del latir de su corazón. Como ese trincherazo que sólo en el esbozo nos llegó a emocionar, y que no pudo terminar de rematar, ya que el toro se le quedó. Pero no importa, pues a veces es más la intención… que el resultado. El torero del ritmo, que nos recuerda a otros grandes como Pepín Martín Vázquez en aquellos naturales inolvidables de la película ‘Currito de la Cruz’, y a Manolo González por sus muñecas en sus chicuelinas, y a Pepe Luis. Nos recuerda en definitiva Aguado, que se puede y se debe beber de otros pero para a su vez olvidarse de éstos y hacer un agua propia. A veces he pensado que lo único que le falta a Pablo es romperse con un toro. Es, diría, su asignatura pendiente (al igual que con la espada), olvidarse de la armonía para desgarrase, ¡quizás eso jamás ocurra! y yo me quede con esa impresión, pues su intención no es un hundirse… sino un elevarse. Hay que esperar que le embista un toro, para volver a escuchar esa ópera flamenca que a media altura se hace escuchar. Dichosos los que se elevan, profundidad invertida, airosa naturalidad. No es que no hayan pasado cosas desde la corrida del 1 de mayo en la Maestranza, pues pasar han pasado. Matizaré eso de pasar, y es que hay tardes que pasan y se marchan, y otras que pasan… para quedarse. Habrá que volver allí, o tal vez seguir allí, aunque yo no asistiera y la viera por Canal Sur. Y es que no deja uno de asombrarse ante los matices que dormido nos despierta Pablo Aguado. ¡No es que tocara escribir de él, no, es que hay que escribir de él, que es distinto! Le salen a Aguado dos marrajos de Domingo Hernández y resulta que, inesperadamente, nos hace olvidarnos de que el toro apenas embiste (y mal) para hacernos ver que el toreo también es cuestión de poner a los toros a su ritmo. Y no es que Aguado pudiera conseguir faena ante esas descastadas embestidas, no, pero sí nos dejó intuir… lo que lleva dentro. Cogió Pablo la mano izquierda y en un alarde de olvidarse para encontrarse nos esbozó esos naturales a media altura, con ese ritmo de desgana, de natural impronta, de ángel que en su sonrisa nos despierta la luz del asombro. No deja de sorprender ese ritmo de su toreo, pues si el toreo es cuestión de estilo, habrá que cantarle a Aguado que el suyo es el ritmo interior del pulso de sus muñecas y del latir de su corazón. Como ese trincherazo que sólo en el esbozo nos llegó a emocionar, y que no pudo terminar de rematar, ya que el toro se le quedó. Pero no importa, pues a veces es más la intención… que el resultado. El torero del ritmo, que nos recuerda a otros grandes como Pepín Martín Vázquez en aquellos naturales inolvidables de la película ‘Currito de la Cruz’, y a Manolo González por sus muñecas en sus chicuelinas, y a Pepe Luis. Nos recuerda en definitiva Aguado, que se puede y se debe beber de otros pero para a su vez olvidarse de éstos y hacer un agua propia. A veces he pensado que lo único que le falta a Pablo es romperse con un toro. Es, diría, su asignatura pendiente (al igual que con la espada), olvidarse de la armonía para desgarrase, ¡quizás eso jamás ocurra! y yo me quede con esa impresión, pues su intención no es un hundirse… sino un elevarse. Hay que esperar que le embista un toro, para volver a escuchar esa ópera flamenca que a media altura se hace escuchar. Dichosos los que se elevan, profundidad invertida, airosa naturalidad.
Molinetes y trincherazos
No es que no hayan pasado cosas desde la corrida del 1 de mayo en la Maestranza, pues pasar han pasado. Matizaré eso de pasar, y es que hay tardes que pasan y se marchan, y otras que pasan… para quedarse. Habrá que volver allí, … o tal vez seguir allí, aunque yo no asistiera y la viera por Canal Sur. Y es que no deja uno de asombrarse ante los matices que dormido nos despierta Pablo Aguado. ¡No es que tocara escribir de él, no, es que hay que escribir de él, que es distinto! Le salen a Aguado dos marrajos de Domingo Hernández y resulta que, inesperadamente, nos hace olvidarnos de que el toro apenas embiste (y mal) para hacernos ver que el toreo también es cuestión de poner a los toros a su ritmo. Y no es que Aguado pudiera conseguir faena ante esas descastadas embestidas, no, pero sí nos dejó intuir… lo que lleva dentro. Cogió Pablo la mano izquierda y en un alarde de olvidarse para encontrarse nos esbozó esos naturales a media altura, con ese ritmo de desgana, de natural impronta, de ángel que en su sonrisa nos despierta la luz del asombro. No deja de sorprender ese ritmo de su toreo, pues si el toreo es cuestión de estilo, habrá que cantarle a Aguado que el suyo es el ritmo interior del pulso de sus muñecas y del latir de su corazón. Como ese trincherazo que sólo en el esbozo nos llegó a emocionar, y que no pudo terminar de rematar, ya que el toro se le quedó. Pero no importa, pues a veces es más la intención… que el resultado. El torero del ritmo, que nos recuerda a otros grandes como Pepín Martín Vázquez en aquellos naturales inolvidables de la película ‘Currito de la Cruz’, y a Manolo González por sus muñecas en sus chicuelinas, y a Pepe Luis. Nos recuerda en definitiva Aguado, que se puede y se debe beber de otros pero para a su vez olvidarse de éstos y hacer un agua propia. A veces he pensado que lo único que le falta a Pablo es romperse con un toro. Es, diría, su asignatura pendiente (al igual que con la espada), olvidarse de la armonía para desgarrase, ¡quizás eso jamás ocurra! y yo me quede con esa impresión, pues su intención no es un hundirse… sino un elevarse. Hay que esperar que le embista un toro, para volver a escuchar esa ópera flamenca que a media altura se hace escuchar. Dichosos los que se elevan, profundidad invertida, airosa naturalidad.
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