El escritor Alfonso Goizueta (Madrid, 1999), finalista del Premio Planeta 2023 con ‘La sangre del padre’, regresa al mercado literario con ‘El sueño de Troya’ (Planeta). En su segunda novela, el autor decide viajar a las ruinas del mito homérico para indagar no tanto en la historia de una excavación arqueológica, como en la necesidad humana atemporal de encontrar significado y propósito en el caos. Para ello, utiliza la figura de Heinrich Schliemann —el excéntrico, visionario y, a menudo, impostor, descubridor de Troya—, convirtiéndolo en un espejo de nuestras propias obsesiones existenciales. Para Goizueta, la literatura es un acto de resistencia y la novela, fundamentalmente, un acto de fe. Es precisamente esta fe la que se opone al nihilismo: «Para mí, ‘El sueño de Troya’ es la búsqueda de significado, de dotar a la vida de un propósito a través del mito», comenta. «Si no nos contamos historias, la vida es solo un paréntesis entre el nacimiento y la muerte, un gran vacío blanco», como afirmaba Benedetti. La narrativa, por lo tanto, se erige para Goizueta como la herramienta esencial para llenar ese gran vacío, para construir una estructura que nos salve del sinsentido.Tras quedar finalista del Premio Planeta, la presión se duplicó, convirtiendo esta segunda obra en un desafío personal y literario mucho mayor que el anterior. «Sabía que iba a costar mucho. Llegué a escribir cinco versiones completas que no encajaban. Fue desesperante», confiesa el escritor, describiendo un proceso de gestación arduo. El libro se resistía, pero la obstinación fue clave: «Pero la novela salió, al final, por puro tesón.» A diferencia de Alejandro Magno —el héroe trágico de La sangre del padre que, pese a sus errores, mantiene una capacidad de redención—, Schliemann se sitúa en las antípodas morales. Goizueta lo describe como «un personaje incómodo, más allá del bien y del mal, que roza la locura». Esta naturaleza irreductible y la ausencia de una catarsis final obligaron al autor a repensar la estructura de la narración, llevándolo a introducir una voz alternativa. «Alejandro Magno tenía capacidad de redención; Schliemann no. Está más allá de ella. Eso lo hace un personaje más complejo, más humano en su oscuridad». La inclusión del joven ateniense Nicolas Yannikis como voz narrativa lateral actúa como contrapunto ético, y es quizás, la conciencia del propio autor confrontando la moralidad del arqueólogo.Esa oscuridad, la del hombre que no solo desenterró fragmentos de historia sino que también falsificó hallazgos y mitificó su propia biografía hasta el delirio, fue el principal foco de la fascinación y la cautela de Goizueta. «Me daba miedo empatizar demasiado con él», admite. «Temía justificarlo, ampararlo. Me pasó como a Javier Cercas en El impostor: escribir sobre un farsante te obliga a convivir con su mentira, y eso puede volverse paralizante».La figura del arqueólogo, obsesionado con hallar la ciudad homérica, se inspira directamente en el arquetipo fáustico, una referencia recurrente en la conversación. Schliemann es, a los ojos de Goizueta, «ese hombre que lo tiene todo y aun así nada le satisface. Que persigue una quimera para encontrar el instante de felicidad. Troya era su pacto con el diablo». Esta visión emparenta a Schliemann con una genealogía literaria de personajes —como el Capitán Ahab en ‘Moby Dick’ o Emma Bovary—, personajes «que no soportan que el mundo esté hueco» y exigen que sus sueños se materialicen en la realidad tangible.Ver para creerLa obsesión de Schliemann por «tocar la piedra de Troya» se convierte, en la novela, en una metáfora central de algo mucho más profundo que la mera arqueología: la necesidad de confirmar con los dedos que los mitos son reales, de tocar la historia para creer en Homero y, por extensión, en el sentido. «Schliemann no buscaba solo ruinas», subraya Goizueta. «Buscaba sentido. Era un hombre que tenía dinero, familia, todo, pero sentía que nada le había aportado significado. Troya era su manera de decirse: mi vida ha servido para algo», explica. «Todos podemos ser Schliemann en algún momento de nuestra vida», confiesa Goizueta, universalizando su estudio de personaje. «Esa necesidad de darle sentido a lo que hacemos, de no enfrentarnos al vacío, puede empujarnos a mentir, a inventar, a construir ficciones donde no las hay». La novela, sin embargo, no es una apología del impostor, sino una profunda y lúcida reflexión sobre la fragilidad humana ante la nada. «El sueño de Troya me ha hecho descubrir el Schliemann que llevo dentro. He visto las partes más oscuras de l o que es capaz de hacer el hombre por miedo al absurdo. Escribir, para mí, es también una manera de llenar ese vacío».Entre las ruinas de Troya, la figura de Sophia —la esposa de Schliemann— emerge como una sombra trágica que encarna el costo humano de la mentira. «Ella es la historia más dolorosa del libro», dice el autor conmovido. «Vivió condenada a ser protagonista de una ficción que no deseaba. No la dejaron excavar, pero su marido contó al mundo que sí lo había hecho.» Goizueta rescata su voz para exponer la violencia sutil de la invisibilización y la imposición de un relato vital. «Sophia representa la condena de vivir en la ficción que otros te imponen», explica. «Pasó su vida escuchando una historia que no podía desmentir. Fue leal incluso a la mentira de su marido. Y eso, en el fondo, me parece lo más diabólico». Este contraste entre la cruda realidad de Sofía y la épica inventada por su esposo funciona como un espejo moral de toda la obra. «Schliemann no podía soportar una realidad sin épica», añade el autor. «No le bastaba decir que había encontrado las joyas con ayuda de su secretario. Necesitaba una historia más grande, más literaria. Yo, como novelista, entiendo ese impulso. Si tienes dos versiones de la historia, eliges la más emocionante».Pese a que sus dos obras se ambienten en contextos del pasado, Goizueta reniega firmemente de la etiqueta de ‘novela histórica’. «Estoy muy en contra de ese término», dice con claridad. «Da la sensación de que uno escribe para divulgar, como si tuviera una responsabilidad didáctica. Yo no escribo para enseñar historia. Escribo porque es mi manera de explicarme a mí mismo y a los demás. La historia es solo el escenario». Su formación en Relaciones Internacionales e Historia por la King’s College London le aporta rigor, pero su escritura se mueve más por intuición: «el título colgado en la pared queda cada vez más atrás», afirma con ironía. «Cuando me siento a escribir, no soy historiador; soy novelista. Y ser novelista es ser un ser humano haciéndose preguntas sobre sus semejantes«. Para él, sus libros son simplemente «Novela, sin más. Como decía Cela, novela es todo lo que escribas debajo de la palabra ‘novela’».A sus 25 años, Goizueta aborda los mitos con una perspectiva fresca y lúcida, estableciendo un puente directo entre el pasado y la «gran pandemia de nuestra época»: la pérdida de rumbo. « Percibo una sensación generalizada de haber perdido la orientación en la vida. Quizás siempre ha sido así, pero ahora somos más conscientes de ello». El autor reconoce que su juventud le ofrece una visión sin las cargas generacionales previas. «No puedo narrar la muerte igual que alguien que ha perdido un hijo o un padre, pero eso no hace menos válida mi mirada». A pesar de la exposición mediática, Goizueta asegura no haber sentido prejuicios por su edad. «Quizá ha sorprendido, incluso atraído, ver a un chico joven en ese escenario. Pero no creo que nadie se haya tragado una mala novela solo porque la haya escrito alguien de 20 años«.El autor ve un paralelismo entre el mundo actual y el siglo en que nació la filosofía: «Cuando las cosas se estabilizan, cuando ya no hay hambre ni guerra directa, el ser humano empieza a hacerse preguntas. Nos toca vivir en esa calma que obliga a la reflexión. Y eso también duele». La literatura es, pues, un «espacio de búsqueda, no de respuestas». Con ‘El sueño de Troya’ Goizueta confirma que su obra no busca respuestas cerradas, sino que se atreve a formular las preguntas esenciales que siguen sin solución: ¿qué nos hace humanos? , ¿por qué necesitamos creer en los mitos?, ¿cómo se escribe una vida con sentido? «Creo que la literatura sirve para eso —explica—, para enfrentarte a tus propias preguntas. Schliemann quiere tocar el mito, confirmar que hay algo sólido detrás de las historias, pero lo que encuentra es su propio vacío.» El escritor Alfonso Goizueta (Madrid, 1999), finalista del Premio Planeta 2023 con ‘La sangre del padre’, regresa al mercado literario con ‘El sueño de Troya’ (Planeta). En su segunda novela, el autor decide viajar a las ruinas del mito homérico para indagar no tanto en la historia de una excavación arqueológica, como en la necesidad humana atemporal de encontrar significado y propósito en el caos. Para ello, utiliza la figura de Heinrich Schliemann —el excéntrico, visionario y, a menudo, impostor, descubridor de Troya—, convirtiéndolo en un espejo de nuestras propias obsesiones existenciales. Para Goizueta, la literatura es un acto de resistencia y la novela, fundamentalmente, un acto de fe. Es precisamente esta fe la que se opone al nihilismo: «Para mí, ‘El sueño de Troya’ es la búsqueda de significado, de dotar a la vida de un propósito a través del mito», comenta. «Si no nos contamos historias, la vida es solo un paréntesis entre el nacimiento y la muerte, un gran vacío blanco», como afirmaba Benedetti. La narrativa, por lo tanto, se erige para Goizueta como la herramienta esencial para llenar ese gran vacío, para construir una estructura que nos salve del sinsentido.Tras quedar finalista del Premio Planeta, la presión se duplicó, convirtiendo esta segunda obra en un desafío personal y literario mucho mayor que el anterior. «Sabía que iba a costar mucho. Llegué a escribir cinco versiones completas que no encajaban. Fue desesperante», confiesa el escritor, describiendo un proceso de gestación arduo. El libro se resistía, pero la obstinación fue clave: «Pero la novela salió, al final, por puro tesón.» A diferencia de Alejandro Magno —el héroe trágico de La sangre del padre que, pese a sus errores, mantiene una capacidad de redención—, Schliemann se sitúa en las antípodas morales. Goizueta lo describe como «un personaje incómodo, más allá del bien y del mal, que roza la locura». Esta naturaleza irreductible y la ausencia de una catarsis final obligaron al autor a repensar la estructura de la narración, llevándolo a introducir una voz alternativa. «Alejandro Magno tenía capacidad de redención; Schliemann no. Está más allá de ella. Eso lo hace un personaje más complejo, más humano en su oscuridad». La inclusión del joven ateniense Nicolas Yannikis como voz narrativa lateral actúa como contrapunto ético, y es quizás, la conciencia del propio autor confrontando la moralidad del arqueólogo.Esa oscuridad, la del hombre que no solo desenterró fragmentos de historia sino que también falsificó hallazgos y mitificó su propia biografía hasta el delirio, fue el principal foco de la fascinación y la cautela de Goizueta. «Me daba miedo empatizar demasiado con él», admite. «Temía justificarlo, ampararlo. Me pasó como a Javier Cercas en El impostor: escribir sobre un farsante te obliga a convivir con su mentira, y eso puede volverse paralizante».La figura del arqueólogo, obsesionado con hallar la ciudad homérica, se inspira directamente en el arquetipo fáustico, una referencia recurrente en la conversación. Schliemann es, a los ojos de Goizueta, «ese hombre que lo tiene todo y aun así nada le satisface. Que persigue una quimera para encontrar el instante de felicidad. Troya era su pacto con el diablo». Esta visión emparenta a Schliemann con una genealogía literaria de personajes —como el Capitán Ahab en ‘Moby Dick’ o Emma Bovary—, personajes «que no soportan que el mundo esté hueco» y exigen que sus sueños se materialicen en la realidad tangible.Ver para creerLa obsesión de Schliemann por «tocar la piedra de Troya» se convierte, en la novela, en una metáfora central de algo mucho más profundo que la mera arqueología: la necesidad de confirmar con los dedos que los mitos son reales, de tocar la historia para creer en Homero y, por extensión, en el sentido. «Schliemann no buscaba solo ruinas», subraya Goizueta. «Buscaba sentido. Era un hombre que tenía dinero, familia, todo, pero sentía que nada le había aportado significado. Troya era su manera de decirse: mi vida ha servido para algo», explica. «Todos podemos ser Schliemann en algún momento de nuestra vida», confiesa Goizueta, universalizando su estudio de personaje. «Esa necesidad de darle sentido a lo que hacemos, de no enfrentarnos al vacío, puede empujarnos a mentir, a inventar, a construir ficciones donde no las hay». La novela, sin embargo, no es una apología del impostor, sino una profunda y lúcida reflexión sobre la fragilidad humana ante la nada. «El sueño de Troya me ha hecho descubrir el Schliemann que llevo dentro. He visto las partes más oscuras de l o que es capaz de hacer el hombre por miedo al absurdo. Escribir, para mí, es también una manera de llenar ese vacío».Entre las ruinas de Troya, la figura de Sophia —la esposa de Schliemann— emerge como una sombra trágica que encarna el costo humano de la mentira. «Ella es la historia más dolorosa del libro», dice el autor conmovido. «Vivió condenada a ser protagonista de una ficción que no deseaba. No la dejaron excavar, pero su marido contó al mundo que sí lo había hecho.» Goizueta rescata su voz para exponer la violencia sutil de la invisibilización y la imposición de un relato vital. «Sophia representa la condena de vivir en la ficción que otros te imponen», explica. «Pasó su vida escuchando una historia que no podía desmentir. Fue leal incluso a la mentira de su marido. Y eso, en el fondo, me parece lo más diabólico». Este contraste entre la cruda realidad de Sofía y la épica inventada por su esposo funciona como un espejo moral de toda la obra. «Schliemann no podía soportar una realidad sin épica», añade el autor. «No le bastaba decir que había encontrado las joyas con ayuda de su secretario. Necesitaba una historia más grande, más literaria. Yo, como novelista, entiendo ese impulso. Si tienes dos versiones de la historia, eliges la más emocionante».Pese a que sus dos obras se ambienten en contextos del pasado, Goizueta reniega firmemente de la etiqueta de ‘novela histórica’. «Estoy muy en contra de ese término», dice con claridad. «Da la sensación de que uno escribe para divulgar, como si tuviera una responsabilidad didáctica. Yo no escribo para enseñar historia. Escribo porque es mi manera de explicarme a mí mismo y a los demás. La historia es solo el escenario». Su formación en Relaciones Internacionales e Historia por la King’s College London le aporta rigor, pero su escritura se mueve más por intuición: «el título colgado en la pared queda cada vez más atrás», afirma con ironía. «Cuando me siento a escribir, no soy historiador; soy novelista. Y ser novelista es ser un ser humano haciéndose preguntas sobre sus semejantes«. Para él, sus libros son simplemente «Novela, sin más. Como decía Cela, novela es todo lo que escribas debajo de la palabra ‘novela’».A sus 25 años, Goizueta aborda los mitos con una perspectiva fresca y lúcida, estableciendo un puente directo entre el pasado y la «gran pandemia de nuestra época»: la pérdida de rumbo. « Percibo una sensación generalizada de haber perdido la orientación en la vida. Quizás siempre ha sido así, pero ahora somos más conscientes de ello». El autor reconoce que su juventud le ofrece una visión sin las cargas generacionales previas. «No puedo narrar la muerte igual que alguien que ha perdido un hijo o un padre, pero eso no hace menos válida mi mirada». A pesar de la exposición mediática, Goizueta asegura no haber sentido prejuicios por su edad. «Quizá ha sorprendido, incluso atraído, ver a un chico joven en ese escenario. Pero no creo que nadie se haya tragado una mala novela solo porque la haya escrito alguien de 20 años«.El autor ve un paralelismo entre el mundo actual y el siglo en que nació la filosofía: «Cuando las cosas se estabilizan, cuando ya no hay hambre ni guerra directa, el ser humano empieza a hacerse preguntas. Nos toca vivir en esa calma que obliga a la reflexión. Y eso también duele». La literatura es, pues, un «espacio de búsqueda, no de respuestas». Con ‘El sueño de Troya’ Goizueta confirma que su obra no busca respuestas cerradas, sino que se atreve a formular las preguntas esenciales que siguen sin solución: ¿qué nos hace humanos? , ¿por qué necesitamos creer en los mitos?, ¿cómo se escribe una vida con sentido? «Creo que la literatura sirve para eso —explica—, para enfrentarte a tus propias preguntas. Schliemann quiere tocar el mito, confirmar que hay algo sólido detrás de las historias, pero lo que encuentra es su propio vacío.»
El escritor Alfonso Goizueta (Madrid, 1999), finalista del Premio Planeta 2023 con ‘La sangre del padre’, regresa al mercado literario con ‘El sueño de Troya’ (Planeta). En su segunda novela, el autor decide viajar a las ruinas del mito homérico para indagar no tanto … en la historia de una excavación arqueológica, como en la necesidad humana atemporal de encontrar significado y propósito en el caos. Para ello, utiliza la figura de Heinrich Schliemann —el excéntrico, visionario y, a menudo, impostor, descubridor de Troya—, convirtiéndolo en un espejo de nuestras propias obsesiones existenciales.
Para Goizueta, la literatura es un acto de resistencia y la novela, fundamentalmente, un acto de fe. Es precisamente esta fe la que se opone al nihilismo: «Para mí, ‘El sueño de Troya’ es la búsqueda de significado, de dotar a la vida de un propósito a través del mito», comenta. «Si no nos contamos historias, la vida es solo un paréntesis entre el nacimiento y la muerte, un gran vacío blanco», como afirmaba Benedetti. La narrativa, por lo tanto, se erige para Goizueta como la herramienta esencial para llenar ese gran vacío, para construir una estructura que nos salve del sinsentido.
Tras quedar finalista del Premio Planeta, la presión se duplicó, convirtiendo esta segunda obra en un desafío personal y literario mucho mayor que el anterior. «Sabía que iba a costar mucho. Llegué a escribir cinco versiones completas que no encajaban. Fue desesperante», confiesa el escritor, describiendo un proceso de gestación arduo. El libro se resistía, pero la obstinación fue clave: «Pero la novela salió, al final, por puro tesón.» A diferencia de Alejandro Magno —el héroe trágico de La sangre del padre que, pese a sus errores, mantiene una capacidad de redención—, Schliemann se sitúa en las antípodas morales. Goizueta lo describe como «un personaje incómodo, más allá del bien y del mal, que roza la locura». Esta naturaleza irreductible y la ausencia de una catarsis final obligaron al autor a repensar la estructura de la narración, llevándolo a introducir una voz alternativa. «Alejandro Magno tenía capacidad de redención; Schliemann no. Está más allá de ella. Eso lo hace un personaje más complejo, más humano en su oscuridad». La inclusión del joven ateniense Nicolas Yannikis como voz narrativa lateral actúa como contrapunto ético, y es quizás, la conciencia del propio autor confrontando la moralidad del arqueólogo.
Esa oscuridad, la del hombre que no solo desenterró fragmentos de historia sino que también falsificó hallazgos y mitificó su propia biografía hasta el delirio, fue el principal foco de la fascinación y la cautela de Goizueta. «Me daba miedo empatizar demasiado con él», admite. «Temía justificarlo, ampararlo. Me pasó como a Javier Cercas en El impostor: escribir sobre un farsante te obliga a convivir con su mentira, y eso puede volverse paralizante».
La figura del arqueólogo, obsesionado con hallar la ciudad homérica, se inspira directamente en el arquetipo fáustico, una referencia recurrente en la conversación. Schliemann es, a los ojos de Goizueta, «ese hombre que lo tiene todo y aun así nada le satisface. Que persigue una quimera para encontrar el instante de felicidad. Troya era su pacto con el diablo». Esta visión emparenta a Schliemann con una genealogía literaria de personajes —como el Capitán Ahab en ‘Moby Dick’ o Emma Bovary—, personajes «que no soportan que el mundo esté hueco» y exigen que sus sueños se materialicen en la realidad tangible.
Ver para creer
La obsesión de Schliemann por «tocar la piedra de Troya» se convierte, en la novela, en una metáfora central de algo mucho más profundo que la mera arqueología: la necesidad de confirmar con los dedos que los mitos son reales, de tocar la historia para creer en Homero y, por extensión, en el sentido. «Schliemann no buscaba solo ruinas», subraya Goizueta. «Buscaba sentido. Era un hombre que tenía dinero, familia, todo, pero sentía que nada le había aportado significado. Troya era su manera de decirse: mi vida ha servido para algo», explica.
«Todos podemos ser Schliemann en algún momento de nuestra vida», confiesa Goizueta, universalizando su estudio de personaje. «Esa necesidad de darle sentido a lo que hacemos, de no enfrentarnos al vacío, puede empujarnos a mentir, a inventar, a construir ficciones donde no las hay». La novela, sin embargo, no es una apología del impostor, sino una profunda y lúcida reflexión sobre la fragilidad humana ante la nada. «El sueño de Troya me ha hecho descubrir el Schliemann que llevo dentro. He visto las partes más oscuras de lo que es capaz de hacer el hombre por miedo al absurdo. Escribir, para mí, es también una manera de llenar ese vacío».
Entre las ruinas de Troya, la figura de Sophia —la esposa de Schliemann— emerge como una sombra trágica que encarna el costo humano de la mentira. «Ella es la historia más dolorosa del libro», dice el autor conmovido. «Vivió condenada a ser protagonista de una ficción que no deseaba. No la dejaron excavar, pero su marido contó al mundo que sí lo había hecho.» Goizueta rescata su voz para exponer la violencia sutil de la invisibilización y la imposición de un relato vital. «Sophia representa la condena de vivir en la ficción que otros te imponen», explica. «Pasó su vida escuchando una historia que no podía desmentir. Fue leal incluso a la mentira de su marido. Y eso, en el fondo, me parece lo más diabólico». Este contraste entre la cruda realidad de Sofía y la épica inventada por su esposo funciona como un espejo moral de toda la obra. «Schliemann no podía soportar una realidad sin épica», añade el autor. «No le bastaba decir que había encontrado las joyas con ayuda de su secretario. Necesitaba una historia más grande, más literaria. Yo, como novelista, entiendo ese impulso. Si tienes dos versiones de la historia, eliges la más emocionante».
Pese a que sus dos obras se ambienten en contextos del pasado, Goizueta reniega firmemente de la etiqueta de ‘novela histórica’. «Estoy muy en contra de ese término», dice con claridad. «Da la sensación de que uno escribe para divulgar, como si tuviera una responsabilidad didáctica. Yo no escribo para enseñar historia. Escribo porque es mi manera de explicarme a mí mismo y a los demás. La historia es solo el escenario». Su formación en Relaciones Internacionales e Historia por la King’s College London le aporta rigor, pero su escritura se mueve más por intuición: «el título colgado en la pared queda cada vez más atrás», afirma con ironía. «Cuando me siento a escribir, no soy historiador; soy novelista. Y ser novelista es ser un ser humano haciéndose preguntas sobre sus semejantes«. Para él, sus libros son simplemente «Novela, sin más. Como decía Cela, novela es todo lo que escribas debajo de la palabra ‘novela’».
A sus 25 años, Goizueta aborda los mitos con una perspectiva fresca y lúcida, estableciendo un puente directo entre el pasado y la «gran pandemia de nuestra época»: la pérdida de rumbo. «Percibo una sensación generalizada de haber perdido la orientación en la vida. Quizás siempre ha sido así, pero ahora somos más conscientes de ello». El autor reconoce que su juventud le ofrece una visión sin las cargas generacionales previas. «No puedo narrar la muerte igual que alguien que ha perdido un hijo o un padre, pero eso no hace menos válida mi mirada». A pesar de la exposición mediática, Goizueta asegura no haber sentido prejuicios por su edad. «Quizá ha sorprendido, incluso atraído, ver a un chico joven en ese escenario. Pero no creo que nadie se haya tragado una mala novela solo porque la haya escrito alguien de 20 años«.
El autor ve un paralelismo entre el mundo actual y el siglo en que nació la filosofía: «Cuando las cosas se estabilizan, cuando ya no hay hambre ni guerra directa, el ser humano empieza a hacerse preguntas. Nos toca vivir en esa calma que obliga a la reflexión. Y eso también duele». La literatura es, pues, un «espacio de búsqueda, no de respuestas». Con ‘El sueño de Troya’ Goizueta confirma que su obra no busca respuestas cerradas, sino que se atreve a formular las preguntas esenciales que siguen sin solución: ¿qué nos hace humanos?, ¿por qué necesitamos creer en los mitos?, ¿cómo se escribe una vida con sentido? «Creo que la literatura sirve para eso —explica—, para enfrentarte a tus propias preguntas. Schliemann quiere tocar el mito, confirmar que hay algo sólido detrás de las historias, pero lo que encuentra es su propio vacío.»
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