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‘Tintalibre’ reproduce las reflexiones de Isaki Lacuesta, director del quinto capítulo de la serie ‘Apagón’, quien utiliza este episodio para cuestionar la tendencia a ver finales absolutos en todas partes
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Cuando pienso en aquellos cartelitos escritos a mano que encontramos en las calles de M (“se pintan casas a domicilio”), me dan ganas de doblar la apuesta y montar un negocio de apocalipsis portátiles. Apocalipsis personalizados. Lo más probable es que el negocio fuera un fracaso, como casi todos (en este país uno no es nadie hasta haberse arruinado un par de veces), pero no lo sería por falta de demanda, sino por sobre oferta. Tenemos apocalipsis por doquier. Ese negociado del mal fario irrevocable que algún tiempo se repartieron entre Hollywood y los profetas, ahora lo comparten la clase política, los restos del periodismo, influencers, amiguetes y novietas y en general la afición. La oferta de apocalipsis es tan vasta que por eso resulta tan raro que todavía no podamos encargar nuestro propio apocalipsis a medida, como ocurría con los trajes y las sastrerías antes de su devaluación en la escala trófica y consiguiente extinción. No nado nada. Desastres.
En plena pandemia, el guionista y productor Fran Araujo nos llamó a un grupo de escritores y directores (Isa Peña, Rodrigo Sorogoyen, Rafa Cobos, Alberto Rodríguez, Beto Marini, Raúl Arévalo, Isa Campo) para trabajar en la adaptación libre a la televisión del podcast El gran apagón. La sinopsis: “Una tormenta solar causa un apagón generalizado. En esa nueva realidad se desarrollan cinco historias de personajes que luchan por adaptarse a un mundo sin electricidad ni telecomunicaciones ni medios de transporte”. Todos dimos por sentado que su idea era hacer una serie apocalíptica. Pero Araujo nos apagó esa bombilla y encendió otra. Su idea era que Apagón fuera justo lo contrario: “Algo apocalíptico es la presentación de un fin del mundo que va a peor cada vez. El apocalipsis es el final de una civilización. Una crisis es el punto de partida de algo. Apagón es una serie de crisis”.
Todos dimos por sentado que la idea de Fran Araujo era hacer una serie apocalíptica. Pero Araujo nos apagó esa bombilla y encendió otra. Su idea era que Apagón fuera justo lo contrario: “Algo apocalíptico es la presentación de un fin del mundo que va a peor cada vez. El apocalipsis es el final de una civilización. Una crisis es el punto de partida de algo. Apagón es una serie de crisis”.
Araujo nos remitió a la bibliografía: “Jared Diamond tiene un ensayo sobre El Colapso, donde habla de las razones para el fin de las civilizaciones. Lo interesante es que casi todas las civilizaciones han colapsado por agotamiento de sus fuentes de energía o crisis naturales que atacan a sus fuentes de alimentación o energía. Su incapacidad para prepararse para los cambios antes de que sucedan. En El Colapso, Diamond habla de crisis porque las crisis son procesos. Como las crisis personales. Si las aprovechas puedes salir más fuerte. Si no, acabas llegando al colapso. En la analogía con la pandemia, la pena es que no las aprovechamos. Por eso el final abierto de la serie para mí era tan potente. Porque dejaba claro que dependía de nosotros. Es un aviso. No el final”.
Siempre que alguien repite que “crisis viene del griego y significa oportunidad” empiezo a temblar. Para empezar, porque es probable que detrás de la frase se embosque el pariente o la pareja sentimental de algún político. Para los intermediarios, cualquier palabra viene del griego “oportunidad”. Pocas veces en la historia de la humanidad los intermediarios se han llevado tanta parte del pastel con respecto a los productores como ahora. Por eso venden de todo menos diccionarios, porque la etimología es falsa. Pueden comprobarlo en la RAE. Y en la RFA, o la RDA, donde les convenga.
Por suerte, Araujo era consciente de los peligros y dificultades implícitos en la temática de la serie. El miedo y las perspectivas apocalípticas sirven de abono para impulsar las tesis fascistas y/o ultraderechistas, pero solo cuando la sociedad asustada es incapaz de encontrar planteamientos alternativos a sus formas de vida institucionalizadas. La diferencia entre una narrativa apocalíptica y un relato sobre la crisis es que este último no puede quedarse en la cola de las quejas, sino que debería ofrecer propuestas constructivas.
El miedo y las perspectivas apocalípticas sirven de abono para impulsar las tesis fascistas y/o ultraderechistas, pero solo cuando la sociedad asustada es incapaz de encontrar planteamientos alternativos a sus formas de vida institucionalizadas. La diferencia entre una narrativa apocalíptica y un relato sobre la crisis es que este último no puede quedarse en la cola de las quejas, sino que debería ofrecer propuestas constructivas.
Llegamos al eslogan que tuvo tanto éxito: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La frase ha sido atribuida a Frederic Jameson, a Zizek y a los redactores de El Mundo Today. El caso es que hasta hace poco también era más fácil imaginar el fin del mundo que dejar de fumar en los hospitales. Esta incapacidad de la imaginación sesgada es muy notoria en la mayoría de los análisis actuales sobre las consecuencias del desarrollo de la robótica y la IA. La escritora Ursula K. Le Guin lo explicó hace diez años, cuando recogió la Medalla a la Contribución Extraordinaria a las Letras Americanas de los National Book Awards, en Estados Unidos: “Vivimos en el capitalismo, su poder parece inevitable, pero antes también parecía inevitable el derecho divino de los reyes [comprendan que Ursula hablaba en pasado porque no vivía en España]. Hay una alternativa posible en la que la propiedad y el control de los robots están desconectados del capital en su forma actual. Los robots liberan a la mayor parte de la humanidad del trabajo, y todos se benefician de las ganancias: no tenemos que trabajar en fábricas o excavar en las minas o limpiar los baños y conducir camiones de larga distancia, pero podemos hacer coreografías y jardinería, y tejer y contar historias e inventar cosas y comenzar a crear un nuevo universo de deseos. Este sería el mundo de los deseos ilimitados descrito por la economía, pero con la distinción entre los deseos satisfechos para los humanos y el trabajo realizado por las máquinas. Me parece que el único modo en que podría funcionar este mundo es bajo formas alternativas de propiedad. La razón, la única razón, para pensar que este mundo mejor es posible es que el futuro distópico de capitalismo más robots puede que sea demasiado nefasto como para ser políticamente viable. Este futuro alternativo sería el tipo de mundo soñado por William Morris, lleno de humanos comprometidos en tareas significativas y sanamente remuneradas, excepto que con robots añadidos. Dice mucho del momento actual el hecho de que estamos parados ante un futuro que puede parecerse o a una distopía hipercapitalista o a un paraíso socialista, pero la segunda opción nunca es mencionada”.
El mayor éxito del populismo apocalíptico es haber conseguido que la mayor parte de la sociedad (llamémosla “opinión pública”) desconozca por completo que, en los principales foros económicos y políticos mundiales, poco sospechosos de simpatías socialistas, estudian hace tiempo alternativas a la distopía hipercapitalista. Ya lo vimos con el ingreso mínimo vital. Cuando se implantó, hacía años que una mayoría de los principales economistas mundiales lo daban por descontado, mientras que en el imaginario colectivo seguía siendo una entelequia, una propuesta no solamente utópica, sino inconcebible. Lo mismo sucede en la actualidad con la renta mínima garantizada. Hagan la prueba: siéntense en la barra del bar, en la mesa de la comida familiar o frente a la máquina dispensadora de café radioactivo en el trabajo, y defiendan las bondades de la renta mínima garantizada. ¿Adivinan las respuestas, las sonrisitas perdonavidas? La capacidad social de imaginar futuros distintos ha sido sometida a una lobotomía tan eficaz (por parte de los discursos políticos, de los medios de comunicación, y también de las ficciones cinematográficas y televisivas que se ofrecen como modelos) que el resultado es estremecedor: cualquier barra de bar es hoy más reaccionaria que el FMI y el Banco Mundial. Lejos de la opinión pública, la principal discusión en estos foros ya no discurre sobre la conveniencia de implantar la renta mínima garantizada, que veremos en pocos años, sino sobre las cuestiones técnicas de su aplicación: ¿cómo llegar a todos los potenciales elegibles? ¿Cómo asegurar que sigan existiendo incentivos para buscar trabajo y trabajar? Entre los economistas, sobre todo entre aquellos que creen que la IA destruirá mucho empleo, la discusión importante trata sobre cuáles son las soluciones más adecuadas para mitigar los posibles impactos negativos en la participación laboral (“non-take up”).
Ya lo vimos con el ingreso mínimo vital. Cuando se implantó, hacía años que una mayoría de los principales economistas mundiales lo daban por descontado, mientras que en el imaginario colectivo seguía siendo una entelequia, una propuesta no solamente utópica, sino inconcebible. Lo mismo sucede en la actualidad con la renta mínima garantizada. Hagan la prueba: siéntense en la barra del bar, en la mesa de la comida familiar o frente a la máquina dispensadora de café radioactivo en el trabajo, y defiendan las bondades de la renta mínima garantizada. ¿Adivinan las respuestas, las sonrisitas perdonavidas?
Parece perogrullesco, pero necesitamos ficciones que nos ayuden a imaginar no solo lo extraordinario, lo insospechado, lo inimaginable, sino también a concebir lo que tenemos delante de las narices y no logramos ver. Me plantearon dirigir el capítulo 5 de la serie El Apagón: el guion, escrito por el propio Araujo e Isa Campo, imaginaba a una pequeña terrateniente que, tras el colapso eléctrico, abandonaba sola la ciudad y se refugiaba en un campo heredado de su familia. Allí se veía obligada a convivir durante meses con los temporeros que trabajan su tierra, inmigrantes de distintas nacionalidades. A la hora de desarrollar este capítulo, hubiera sido iluso no ser conscientes de que, ante esta sinopsis, todos los sesgos de cualquier espectador contemporáneo estaban predispuestos a la expectativa del terror al otro, la lucha, el conflicto apocalíptico.
Y, sin embargo, entre los economistas existe un consenso casi generalizado sobre el impacto positivo de la inmigración en el crecimiento del PIB y el PIB per cápita. En el primer caso porque aumenta la dotación de trabajadores, y en el segundo porque abundan en las franjas de edad aptas para el trabajo: en la red pueden encontrar el artículo de Raquel Carrasco “Algunas reflexiones sobre el fenómeno de la inmigración en España: Percepción social versus efectos reales” (Fundación de Estudios de Economía Aplicada), cuyo título ya es altamente significativo. En efecto, la percepción social sufre una tremenda distorsión con respecto a la realidad.
El quinto capítulo de la serie Apagón se titulaba “Equilibrio”. Araujo me propuso que, junto a los más conocidos María Vázquez y Luis Callejo, el reparto estuviera integrado por intérpretes inmigrantes de primera y segunda generación: Sofía El Bouanani, Mourad Ouani, Thimbo Samb, Georgy Kirov Bozheva, Bouchra Rahmouch, Ahmed El Bahraoui. Casualmente, otro de los actores, el aragonés Antonio Buil, vive y trabaja principalmente en Suiza, a donde emigró hace décadas. No se les puede catalogar como “actores naturales”: son actores profesionales con experiencia en otras series, películas y obras de teatro, anteriores y posteriores a Apagón. Les han podido ver en éxitos como La unidad, Berlín, Carmen y Lola, Nos vemos en la otra vida, Bellas artes, Poquita fe…
Uno de ellos llegó a España atravesando un desierto, y nos contó su experiencia en los campos de refugiados, en centros de internamiento. Otro actor llegó a España en patera: nos contó que era el único que sabía nadar en la embarcación, y que, gracias a eso, podía sentarse en la borda y escapar del hacinamiento. En los discursos sobre el éxito de los hermanos Williams y Lamine Yamal es importante no convertirlos en anomalías, y recordar que sus circunstancias familiares no son excepcionales: en todas las profesiones hay cientos de Williams y Yamales.
Los datos del Banco de España señalan que, desde 2002, han entrado en España más de 10 millones de extranjeros, con un promedio aproximado de medio millón de entradas al año. En 2022, tras el descenso temporal de llegadas debido a la pandemia, en 2022 ingresaron 1,1 millones de migrantes. Estas cifras posicionan a España como uno de los países de nuestro entorno con mayor incidencia de inmigración extranjera. En cuanto al número de inmigrantes permanentes, España ocupa la cuarta posición mundial entre los países de destino (según datos de la OCDE), detrás de Estados Unidos, Alemania y Reino Unido. La percepción social distorsionada nos obliga a continuar con una adversativa: sin embargo, los datos de los estudios indican que los inmigrantes no perjudican el empleo de los nativos. Tampoco suelen tener necesidades mayores de atención médica intensiva y el aumento de la inmigración no ha venido asociado a un incremento de la criminalidad (los análisis señalan que las diferencias puntuales en tasa de criminalidad se explican por factores sociodemográficos y contextuales). Otros autores han estudiado la relación de crecimiento, migración y populismo. Los dos primeros se relacionan positivamente, mientras que el populismo afecta negativamente a ambos.
Del mismo modo que hasta hace poco nadie imaginaba una sociedad gobernada sin reyes, sufragio femenino, salario mínimo, o renta mínima garantizada, también podemos imaginar un mundo con libre circulación de personas. Por supuesto, es fascinante que los mayores adalides de la libertad sean los primeros a la hora de cuestionar ese derecho, otorgando a las mercancías una capacidad de raciocinio abstracto y una tendencia natural al equilibrio bondadoso superiores al de las personas.
A estas alturas, ya hace rato que habrán visto que este artículo sobre Apagón es una excusa para hablar de otras cosas. En realidad, la serie también era una excusa para esto mismo. Ante los datos que demuestran la enorme brecha que existe entre lo que imaginamos y la realidad, cabe preguntarnos qué parte de ese desajuste es inocente y cuál inducida y, sobre todo, qué responsabilidad tenemos los profesionales de los medios y cómo podemos mejorar nuestro trabajo. A partir de la experiencia de Apagón, se me ocurre una primera mejora, urgente y fácil de implementar desde el guion y la dirección: si hubiera una próxima temporada, los intérpretes inmigrantes no deberían trabajar de temporeros, sino de médicos, maestros, ministros, periodistas, directores de cine.
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