El próximo 18 de mayo se cumplirán 25 años de la última corrida de Rafael de Paula, ¡no la de su retirada!, pues nunca se retiró, pero sí en la que, en un arrebato sumido en su tragedia misma por haberse dejado sus dos toros vivos, se arrancó la coleta y la tiró furioso al albero de Jerez, ese mismo donde tantas tardes había soñado el toreo. En esa misma tarde le acompañaba Curro Romero, su compañero de fatigas y de tantas tardes de gloria, quien cortó tres orejas y un rabo. Merece la pena volver a cerrar los ojos y verlos torear, y es que hay cosas que ves mejor con los ojos cerrados, aquellas del sentimiento. Decía el pintor Paul Gauguin: «Para ver cierro los ojos». En cierta manera, yo también me arranqué la coleta, al igual que Rafael, ¡o me la cortó él!, cuando se fueron mis deidades de los ruedos. Mi afición no ha vuelto a ser la misma ni por asomo. Hablaba la otra noche con mi primo el gran escritor Joaquín Albaicín, nieto del gran Rafael Albaicín, sobre aquel peregrinaje tras Rafael por aquellas plazas fuera del rincón del sur, cuando paulistas eran realmente seis: Fernando Bergamín, heredero del paulismo del gran José Bergamín, Manuel Arroyo, el pintor Jesús de la Torre, Joaquín Vidal, Antonio Caballero… ¡y no esa troupe que se ha sumado a toro pasado! Y es que el arte siempre fue cosa de pocos y para pocos. Hace unas semanas presenté mi libro «Quejíos» en Utrera, y fui, aunque nadie lo sabe, porque quería cerrar los ojos y acordarme de aquel inolvidable mano a mano de Curro y Rafael en 1988. Parece mentira, cosa de brujería, que aún sienta aquellos muletazos enduendados de Romero y Paula, tan distintos pero tan puros. Cuestión de arrebato, de impronta, de alma… cuando sentías que aquello era la real transcendencia del cuerpo para llegar a ser espíritu, su quintaesencia. Siempre he manifestado que toreros de arte sólo he visto y oído a Curro y Rafael, y que después he visto a grandiosos toreros, sí, grandiosos artistas, de antes ¡y de ahora!, pero nada comparable a ellos. Tal era el trance emocional que mis ojos y oídos jamás volvieron a ser los mismos, hay algo de lugar sin retorno cuando veías esas diabluras de Rafael y ese ángel de Curro, y no era otra cosa que el rapto del sentimiento. El próximo 18 de mayo se cumplirán 25 años de la última corrida de Rafael de Paula, ¡no la de su retirada!, pues nunca se retiró, pero sí en la que, en un arrebato sumido en su tragedia misma por haberse dejado sus dos toros vivos, se arrancó la coleta y la tiró furioso al albero de Jerez, ese mismo donde tantas tardes había soñado el toreo. En esa misma tarde le acompañaba Curro Romero, su compañero de fatigas y de tantas tardes de gloria, quien cortó tres orejas y un rabo. Merece la pena volver a cerrar los ojos y verlos torear, y es que hay cosas que ves mejor con los ojos cerrados, aquellas del sentimiento. Decía el pintor Paul Gauguin: «Para ver cierro los ojos». En cierta manera, yo también me arranqué la coleta, al igual que Rafael, ¡o me la cortó él!, cuando se fueron mis deidades de los ruedos. Mi afición no ha vuelto a ser la misma ni por asomo. Hablaba la otra noche con mi primo el gran escritor Joaquín Albaicín, nieto del gran Rafael Albaicín, sobre aquel peregrinaje tras Rafael por aquellas plazas fuera del rincón del sur, cuando paulistas eran realmente seis: Fernando Bergamín, heredero del paulismo del gran José Bergamín, Manuel Arroyo, el pintor Jesús de la Torre, Joaquín Vidal, Antonio Caballero… ¡y no esa troupe que se ha sumado a toro pasado! Y es que el arte siempre fue cosa de pocos y para pocos. Hace unas semanas presenté mi libro «Quejíos» en Utrera, y fui, aunque nadie lo sabe, porque quería cerrar los ojos y acordarme de aquel inolvidable mano a mano de Curro y Rafael en 1988. Parece mentira, cosa de brujería, que aún sienta aquellos muletazos enduendados de Romero y Paula, tan distintos pero tan puros. Cuestión de arrebato, de impronta, de alma… cuando sentías que aquello era la real transcendencia del cuerpo para llegar a ser espíritu, su quintaesencia. Siempre he manifestado que toreros de arte sólo he visto y oído a Curro y Rafael, y que después he visto a grandiosos toreros, sí, grandiosos artistas, de antes ¡y de ahora!, pero nada comparable a ellos. Tal era el trance emocional que mis ojos y oídos jamás volvieron a ser los mismos, hay algo de lugar sin retorno cuando veías esas diabluras de Rafael y ese ángel de Curro, y no era otra cosa que el rapto del sentimiento.
Molinetes y trincherazos
Después he visto a grandiosos toreros, sí, grandiosos artistas, de antes ¡y de ahora!, pero nada comparable a ellos
El próximo 18 de mayo se cumplirán 25 años de la última corrida de Rafael de Paula, ¡no la de su retirada!, pues nunca se retiró, pero sí en la que, en un arrebato sumido en su tragedia misma por haberse dejado sus dos toros … vivos, se arrancó la coleta y la tiró furioso al albero de Jerez, ese mismo donde tantas tardes había soñado el toreo. En esa misma tarde le acompañaba Curro Romero, su compañero de fatigas y de tantas tardes de gloria, quien cortó tres orejas y un rabo. Merece la pena volver a cerrar los ojos y verlos torear, y es que hay cosas que ves mejor con los ojos cerrados, aquellas del sentimiento. Decía el pintor Paul Gauguin: «Para ver cierro los ojos». En cierta manera, yo también me arranqué la coleta, al igual que Rafael, ¡o me la cortó él!, cuando se fueron mis deidades de los ruedos. Mi afición no ha vuelto a ser la misma ni por asomo. Hablaba la otra noche con mi primo el gran escritor Joaquín Albaicín, nieto del gran Rafael Albaicín, sobre aquel peregrinaje tras Rafael por aquellas plazas fuera del rincón del sur, cuando paulistas eran realmente seis: Fernando Bergamín, heredero del paulismo del gran José Bergamín, Manuel Arroyo, el pintor Jesús de la Torre, Joaquín Vidal, Antonio Caballero… ¡y no esa troupe que se ha sumado a toro pasado! Y es que el arte siempre fue cosa de pocos y para pocos. Hace unas semanas presenté mi libro «Quejíos» en Utrera, y fui, aunque nadie lo sabe, porque quería cerrar los ojos y acordarme de aquel inolvidable mano a mano de Curro y Rafael en 1988. Parece mentira, cosa de brujería, que aún sienta aquellos muletazos enduendados de Romero y Paula, tan distintos pero tan puros. Cuestión de arrebato, de impronta, de alma… cuando sentías que aquello era la real transcendencia del cuerpo para llegar a ser espíritu, su quintaesencia. Siempre he manifestado que toreros de arte sólo he visto y oído a Curro y Rafael, y que después he visto a grandiosos toreros, sí, grandiosos artistas, de antes ¡y de ahora!, pero nada comparable a ellos. Tal era el trance emocional que mis ojos y oídos jamás volvieron a ser los mismos, hay algo de lugar sin retorno cuando veías esas diabluras de Rafael y ese ángel de Curro, y no era otra cosa que el rapto del sentimiento.
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