Hace 100 años, en el barrio Santos Suárez, en La Habana, nació Celia Caridad Cruz Alfonso, Celia Cruz. Una mujer que, sin proponérselo, se convertiría en uno de los símbolos más poderosos de la cultura latinoamericana en Estados Unidos y el mundo. La “Guarachera de Cuba”, la “Reina de la Salsa”, vino al mundo el 21 de octubre de 1925. Desde niña mostró su pasión por el canto, que la llevó a ser una de las voces más reconocidas, si no la más, de su Cuba natal.
Celia estudió magisterio por su padre, un fogonero ferroviario que quería que —como profesora de escuela— tuviera respetabilidad y pudiera ascender socialmente; no hay que olvidar que era una joven mujer afrocubana en la década de los cuarenta. Su madre, en cambio, también aficionada a cantar, apoyaba su pasión. De joven participaba en concursos radiales y cantaba en pequeñas agrupaciones, ascendiendo poco a poco hasta que, en 1950, reemplazó a Mirta Silva como vocalista de la legendaria Sonora Matancera. Allí se consolidó como una de las voces más admiradas del continente. Su estilo era inconfundible: potente, rítmico, lleno de sabor caribeño y de una energía que traspasaba los escenarios.
Sin embargo, la historia de Celia no puede contarse sin el drama del exilio. En 1960, durante una gira con la Sonora Matancera en México, el grupo decidió no regresar a la Cuba de Fidel Castro; Celia quedó exiliada para siempre. El régimen la declaró “enemiga de la Revolución” y le prohibió volver. Ni siquiera pudo despedir a su madre al morir. Desde esa ausencia, sin embargo, nació su leyenda. Celia se convirtió en el alma de la diáspora cubana, la voz que mantenía viva la memoria de una patria perdida.
Ya en Nueva York, en 1962, se casó con Pedro Knight, trompetista de la Sonora Matancera; Pedro fue su compañero inseparable por más de 40 años. Él abandonó su carrera para convertirse en su representante y consejero. La pareja, que nunca pudo tener hijos, fue siempre discreta y amorosa, encarnando una de las historias más sólidas y tiernas del mundo artístico latino. Vivieron juntos hasta la muerte de Celia, en 2003. Pedro moriría en 2007.
Durante la década de 1970, en Nueva York, Celia vivió una segunda consagración al ritmo de la salsa, el género fruto de la mezcla de músicos de todo el Caribe —cubanos, puertorriqueños, dominicanos, panameños y colombianos— que fusionaron el son, la rumba, el mambo y el jazz latino. En esa creación colectiva, Celia jugó un papel fundamental.

Después de la Sonora Matancera se unió como solista al virtuosísimo Tito Puente, el Rey del Timbal, con quien hizo dupla hasta 1971, antes de llegar a Fania en 1973, invitada por el músico dominicano Johnny Pacheco a grabar Celia y Johnny, álbum que incluyó canciones que hasta hoy son éxitos como Quimbara y Toro Mata y que le dieron a Celia el gran salto a la salsa. Pacheco sentía que la orquesta de Tito Puente no dejaba florecer la voz de Celia y alguna vez dijo que “Celia sonaba bien con un palo golpeando una lata. Ella no necesitaba todos esos instrumentos”. Aparte de Celia y Johnny, el álbum incluyó una constelación de estrellas como Papo Lucca, Ismael Quintana y Justo Betancourt, entre otros, parte de quienes convertirían los años 70 en la Era de Oro de la salsa.
Fue la época de Fania Records, el sello musical que había fundado Pacheco con el abogado y productor italoamericano Jerry Masucci. Más que una disquera, Fania fue una revolución cultural que dio identidad a los latinos en Nueva York. De sus estudios y escenarios surgió una generación irrepetible: además de Celia, Willie Colón, Héctor Lavoe, Papo Lucca, Rubén Blades, Cheo Feliciano, Ray Barretto, Ismael Miranda, Larry Harlow y muchos otros.
Con Fania y su grito inconfundible de “¡Azúcar!”, sus vestidos de lentejuelas y sus pelucas multicolores, Celia conquistó el mundo y transformó la salsa en un espectáculo global. En el escenario de la Fania All Stars, al lado de Lavoe, Colón y Blades, representó la fuerza femenina y la esencia caribeña. Cantó por todo el mundo a lo largo de su carrera: en el Yankee Stadium, en Zaire, en Panamá, en Tokio. Pero nunca pudo volver a hacerlo en su Cuba querida; ni siquiera después de su muerte, pues la dictadura sigue vetando su música.
Celia trascendió la política, pero nunca olvidó el dolor del exilio. “Si algún día Cuba es libre, seré la primera en regresar”, solía decir. No pudo cumplir ese sueño. Su funeral en 2003 fue una celebración multitudinaria con miles y miles de personas despidiéndola en las calles de Nueva York.
A quienes somos fanáticos de la salsa, Celia nos sigue inspirando como cuando vivía. Cada vez que suena La vida es un carnaval o La bemba Colorá, sentimos que ella vuelve a reír, a mover sus brazos caminando de lado a lado del escenario, a recordarnos que, si la felicidad es momentos, bailar su música es uno de ellos. La salsa no se entendería sin ella y su recorrido, desde Burundanga hasta Guantanamera, pasando por Yerbero Moderno, Canto a La Habana, Cucala y tantas otras.
Tras un siglo desde su nacimiento, su legado no ha envejecido un solo día y los homenajes lo muestran. El año pasado la Casa de la Moneda de Estados Unidos emitió una moneda de 25 centavos con su imagen. Y en agosto pasado, Nueva York le rindió homenajes en el famoso Lincoln Center y con un concierto en su memoria en el icónico Summer Stage en Central Park. En cada fiesta latina, en cada esquina del Caribe, su voz nos recuerda que la libertad también se canta y que, pase lo que pase, la vida —como ella decía— siempre tiene sabor.
Y en ese sabor, eterno y contagioso, no hay salsero en el mundo que no repita con ella, con todo el corazón: ¡Azúcar!
Tras un siglo desde su nacimiento, el legado de Celia Cruz no ha envejecido un solo día y los homenajes lo muestran
Hace 100 años, en el barrio Santos Suárez, en La Habana, nació Celia Caridad Cruz Alfonso, Celia Cruz. Una mujer que, sin proponérselo, se convertiría en uno de los símbolos más poderosos de la cultura latinoamericana en Estados Unidos y el mundo. La “Guarachera de Cuba”, la “Reina de la Salsa”, vino al mundo el 21 de octubre de 1925. Desde niña mostró su pasión por el canto, que la llevó a ser una de las voces más reconocidas, si no la más, de su Cuba natal.
Celia estudió magisterio por su padre, un fogonero ferroviario que quería que —como profesora de escuela— tuviera respetabilidad y pudiera ascender socialmente; no hay que olvidar que era una joven mujer afrocubana en la década de los cuarenta. Su madre, en cambio, también aficionada a cantar, apoyaba su pasión. De joven participaba en concursos radiales y cantaba en pequeñas agrupaciones, ascendiendo poco a poco hasta que, en 1950, reemplazó a Mirta Silva como vocalista de la legendaria Sonora Matancera. Allí se consolidó como una de las voces más admiradas del continente. Su estilo era inconfundible: potente, rítmico, lleno de sabor caribeño y de una energía que traspasaba los escenarios.
Sin embargo, la historia de Celia no puede contarse sin el drama del exilio. En 1960, durante una gira con la Sonora Matancera en México, el grupo decidió no regresar a la Cuba de Fidel Castro; Celia quedó exiliada para siempre. El régimen la declaró “enemiga de la Revolución” y le prohibió volver. Ni siquiera pudo despedir a su madre al morir. Desde esa ausencia, sin embargo, nació su leyenda. Celia se convirtió en el alma de la diáspora cubana, la voz que mantenía viva la memoria de una patria perdida.
Ya en Nueva York, en 1962, se casó con Pedro Knight, trompetista de la Sonora Matancera; Pedro fue su compañero inseparable por más de 40 años. Él abandonó su carrera para convertirse en su representante y consejero. La pareja, que nunca pudo tener hijos, fue siempre discreta y amorosa, encarnando una de las historias más sólidas y tiernas del mundo artístico latino. Vivieron juntos hasta la muerte de Celia, en 2003. Pedro moriría en 2007.
Durante la década de 1970, en Nueva York, Celia vivió una segunda consagración al ritmo de la salsa, el género fruto de la mezcla de músicos de todo el Caribe —cubanos, puertorriqueños, dominicanos, panameños y colombianos— que fusionaron el son, la rumba, el mambo y el jazz latino. En esa creación colectiva, Celia jugó un papel fundamental.

Después de la Sonora Matancera se unió como solista al virtuosísimo Tito Puente, el Rey del Timbal, con quien hizo dupla hasta 1971, antes de llegar a Fania en 1973, invitada por el músico dominicano Johnny Pacheco a grabar Celia y Johnny, álbum que incluyó canciones que hasta hoy son éxitos como Quimbara y Toro Mata y que le dieron a Celia el gran salto a la salsa. Pacheco sentía que la orquesta de Tito Puente no dejaba florecer la voz de Celia y alguna vez dijo que “Celia sonaba bien con un palo golpeando una lata. Ella no necesitaba todos esos instrumentos”. Aparte de Celia y Johnny, el álbum incluyó una constelación de estrellas como Papo Lucca, Ismael Quintana y Justo Betancourt, entre otros, parte de quienes convertirían los años 70 en la Era de Oro de la salsa.
Fue la época de Fania Records, el sello musical que había fundado Pacheco con el abogado y productor italoamericano Jerry Masucci. Más que una disquera, Fania fue una revolución cultural que dio identidad a los latinos en Nueva York. De sus estudios y escenarios surgió una generación irrepetible: además de Celia, Willie Colón, Héctor Lavoe, Papo Lucca, Rubén Blades, Cheo Feliciano, Ray Barretto, Ismael Miranda, Larry Harlow y muchos otros.
Con Fania y su grito inconfundible de “¡Azúcar!”, sus vestidos de lentejuelas y sus pelucas multicolores, Celia conquistó el mundo y transformó la salsa en un espectáculo global. En el escenario de la Fania All Stars, al lado de Lavoe, Colón y Blades, representó la fuerza femenina y la esencia caribeña. Cantó por todo el mundo a lo largo de su carrera: en el Yankee Stadium, en Zaire, en Panamá, en Tokio. Pero nunca pudo volver a hacerlo en su Cuba querida; ni siquiera después de su muerte, pues la dictadura sigue vetando su música.
Celia trascendió la política, pero nunca olvidó el dolor del exilio. “Si algún día Cuba es libre, seré la primera en regresar”, solía decir. No pudo cumplir ese sueño. Su funeral en 2003 fue una celebración multitudinaria con miles y miles de personas despidiéndola en las calles de Nueva York.
A quienes somos fanáticos de la salsa, Celia nos sigue inspirando como cuando vivía. Cada vez que suena La vida es un carnaval o La bemba Colorá, sentimos que ella vuelve a reír, a mover sus brazos caminando de lado a lado del escenario, a recordarnos que, si la felicidad es momentos, bailar su música es uno de ellos. La salsa no se entendería sin ella y su recorrido, desde Burundanga hasta Guantanamera, pasando por Yerbero Moderno, Canto a La Habana, Cucala y tantas otras.
Tras un siglo desde su nacimiento, su legado no ha envejecido un solo día y los homenajes lo muestran. El año pasado la Casa de la Moneda de Estados Unidos emitió una moneda de 25 centavos con su imagen. Y en agosto pasado, Nueva York le rindió homenajes en el famoso Lincoln Center y con un concierto en su memoria en el icónico Summer Stage en Central Park. En cada fiesta latina, en cada esquina del Caribe, su voz nos recuerda que la libertad también se canta y que, pase lo que pase, la vida —como ella decía— siempre tiene sabor.
Y en ese sabor, eterno y contagioso, no hay salsero en el mundo que no repita con ella, con todo el corazón: ¡Azúcar!
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