La participación del aficionado en el espectáculo, por la voz y el gesto, es una de las esencias de la corrida. Ya lo hemos dicho, él es como el coro de la tragedia griega, la tercera dimensión o sinfonía de cuanto acontece en el ruedo , que, sin él, se reduciría a un cuarteto de cuerdas. Incluso el silencio, de expectación antes de una tanda, de la suerte suprema, o de decepción medida después de una actuación mediocre , tiene su densidad y su significado. Pero en Las Ventas hay algo más acentuado: la irrupción incesante de unas voces particulares, que pretenden elevarse sobre el conjunto del respetable y juzgar, desde lo alto y la verdad, a los actuantes inexpertos o ventajistas, pues, claro, son casi siempre voces de recriminación, con tinte de juicio final. A mi parecer la actitudde estos guardianes del templo y del dogma – un decálogo inamovible con mandamientos trascendentales: siempre torearás cruzado. Siempre cargarás la suerte. Nunca utilizarás el pico. Siempre picarás a contra querencia y sin pasar la raya…- obedece a un trasfondo. El rasgo más evidente de estas expresiones malhumoradas, extraña en una fiesta a la que uno acude por afición y habiendo pagado su entrada, es la obsesión de algunos por convertirse a su vez, a pesar de quedar sentados en el tendido, en protagonistas de esta gran ópera taurina. Warhol habló de ese cuarto de hora de gloria al alcance de cualquier desconocido. Aquí, unos segundos son suficientes para compensar el anonimato, pues confieren al que eleva su voz la dimensión de un sabio al cual no escapa nada de lo reprobable. Puede que el orador de turno no tenga en el momento ningún mensaje concreto que justifique su intervención. Entonces, como recurso, viene el grito patriótico- ¡Viva España! -de obligado responso por un nutrido sector de la plaza, que vale todo un aplauso para el que lo ha lanzado.Curiosamente, estas lecciones o recriminaciones van dirigidas más a menudo a las figuras que a los toreros aspirantes o que todavía no han llegado al primer rango. Por encontrarse en ese purgatorio estos últimos merecen ser apoyados y redimidos gracias a este afán justiciero, mientras aquellos, por estar en la cúspide, se enfrentan a la sospecha de ser unos aprovechados a los que hay que exigir para que no desvíen del toreo ortodoxo (hace años fue Luis Miguel Dominguín quien me desveló el secreto de tal actitud de algunos en Madrid). Se extiende además en algún rincón de la plaza un perfume de revancha o de envidia, suficientemente euforizante, sin embargo, para permitir a muchos, que nunca han tenido la oportunidad de ponerse delante de un toro, ni si quiera de una becerra, mirar de forma displicente al profesional que lo está haciendo ante un público, y aleccionarle desde su cátedra del graderío.Noticia Relacionada SAN ISIDRO estandar Si Honores a don Victoriano, un ganadero de Puerta Grande (la que pinchó Rufo) Rosario PérezExiste también otra obsesión muy extendida en el coso madrileño, y de cierta manera paradójica. En el ruedo, a pesar de todos los recursos que se quiera dar, cualquier actuante se arriesga y puede morir «sin mentirijillas» en cualquier instante, pues ahí se entremezclan el arte y el valor, la vida y la muerte, el engaño sin trampa del toro y la verdad del peligro. Pero eso no impide que algunos espectadores teman de forma permanente ser víctimas de un fraude, y su crítica lanzada al torero, al ganadero o al empresario, conlleva esa advertencia amenazadora: «¡Ojo!, ¡no me vas a engañar!». Si la sospecha y la duda toman cuerpo, se inclinan a reventar el desarrollo de la función para que por lo menos las cosas queden claras. A veces esa pauta justiciera rompe el consenso predominante de un público de toros y, cuando nacen de repente unos grupos de opinión, linda con una versión particular de la lucha de clases. Los unos, entendidos maximalistas pero aficionados de a pie, quieren contrarrestar la pasividad, por no decir la complicidad con el mundillo y sus arreglos, de los otros, espectadores acomodados – los del clavel, antaño, y ahora del gin tonic – que, supuestamente, acuden a la plaza sobre todo para pasarlo bien en un acontecimiento social. Desde luego, estos últimos no se van a dejar encasillar en esta calificación tan reductora. Unos y otros se enfrentan y se acallan al grito de «¡Ignorantes!» como en una palestra de doctores.Dicho esto, sería injusto pensar que el papel de los censores es puramente negativo. Con sus reclamaciones, demasiadas veces a destiempo, recuerdan la necesidad de cumplir con las reglas básicas de la tauromaquia, en las que van unidas la ética y la estética del toreo, y sin las cuales este ritual pierde todo su sentido. Está muy bien denunciar posibles abusos contra la integridad del espectáculo, pues esto debe llamar la atención al conjunto de la comunidad aficionada, pero mejor hacerlo al final de la actuación, sin provocar el aborto de la obra artística que está naciendo. Incluso para las protestas, como en la suerte de varas, existe una raya que no hay que pasar, mientras uno está en el ruedo jugándose la vida. Gracias a Dios, toda esta tensión se manifiesta en los momentos grises del espectáculo, cuando el aburrimiento y la decepción despiertan el mal humor. Pero el menor logro odestello de belleza están inmediatamente percibidos por ese público, y reimponen de golpe el consenso. El respetable vuelve a comulgar, ante la misma evidencia, en la emoción instantánea y estentórea, que sacude los cimientos de Las Ventas como en ninguna otra plaza, y nos levanta de los asientos. Por eso Madrid sigue siendo la catedral del toreo. La participación del aficionado en el espectáculo, por la voz y el gesto, es una de las esencias de la corrida. Ya lo hemos dicho, él es como el coro de la tragedia griega, la tercera dimensión o sinfonía de cuanto acontece en el ruedo , que, sin él, se reduciría a un cuarteto de cuerdas. Incluso el silencio, de expectación antes de una tanda, de la suerte suprema, o de decepción medida después de una actuación mediocre , tiene su densidad y su significado. Pero en Las Ventas hay algo más acentuado: la irrupción incesante de unas voces particulares, que pretenden elevarse sobre el conjunto del respetable y juzgar, desde lo alto y la verdad, a los actuantes inexpertos o ventajistas, pues, claro, son casi siempre voces de recriminación, con tinte de juicio final. A mi parecer la actitudde estos guardianes del templo y del dogma – un decálogo inamovible con mandamientos trascendentales: siempre torearás cruzado. Siempre cargarás la suerte. Nunca utilizarás el pico. Siempre picarás a contra querencia y sin pasar la raya…- obedece a un trasfondo. El rasgo más evidente de estas expresiones malhumoradas, extraña en una fiesta a la que uno acude por afición y habiendo pagado su entrada, es la obsesión de algunos por convertirse a su vez, a pesar de quedar sentados en el tendido, en protagonistas de esta gran ópera taurina. Warhol habló de ese cuarto de hora de gloria al alcance de cualquier desconocido. Aquí, unos segundos son suficientes para compensar el anonimato, pues confieren al que eleva su voz la dimensión de un sabio al cual no escapa nada de lo reprobable. Puede que el orador de turno no tenga en el momento ningún mensaje concreto que justifique su intervención. Entonces, como recurso, viene el grito patriótico- ¡Viva España! -de obligado responso por un nutrido sector de la plaza, que vale todo un aplauso para el que lo ha lanzado.Curiosamente, estas lecciones o recriminaciones van dirigidas más a menudo a las figuras que a los toreros aspirantes o que todavía no han llegado al primer rango. Por encontrarse en ese purgatorio estos últimos merecen ser apoyados y redimidos gracias a este afán justiciero, mientras aquellos, por estar en la cúspide, se enfrentan a la sospecha de ser unos aprovechados a los que hay que exigir para que no desvíen del toreo ortodoxo (hace años fue Luis Miguel Dominguín quien me desveló el secreto de tal actitud de algunos en Madrid). Se extiende además en algún rincón de la plaza un perfume de revancha o de envidia, suficientemente euforizante, sin embargo, para permitir a muchos, que nunca han tenido la oportunidad de ponerse delante de un toro, ni si quiera de una becerra, mirar de forma displicente al profesional que lo está haciendo ante un público, y aleccionarle desde su cátedra del graderío.Noticia Relacionada SAN ISIDRO estandar Si Honores a don Victoriano, un ganadero de Puerta Grande (la que pinchó Rufo) Rosario PérezExiste también otra obsesión muy extendida en el coso madrileño, y de cierta manera paradójica. En el ruedo, a pesar de todos los recursos que se quiera dar, cualquier actuante se arriesga y puede morir «sin mentirijillas» en cualquier instante, pues ahí se entremezclan el arte y el valor, la vida y la muerte, el engaño sin trampa del toro y la verdad del peligro. Pero eso no impide que algunos espectadores teman de forma permanente ser víctimas de un fraude, y su crítica lanzada al torero, al ganadero o al empresario, conlleva esa advertencia amenazadora: «¡Ojo!, ¡no me vas a engañar!». Si la sospecha y la duda toman cuerpo, se inclinan a reventar el desarrollo de la función para que por lo menos las cosas queden claras. A veces esa pauta justiciera rompe el consenso predominante de un público de toros y, cuando nacen de repente unos grupos de opinión, linda con una versión particular de la lucha de clases. Los unos, entendidos maximalistas pero aficionados de a pie, quieren contrarrestar la pasividad, por no decir la complicidad con el mundillo y sus arreglos, de los otros, espectadores acomodados – los del clavel, antaño, y ahora del gin tonic – que, supuestamente, acuden a la plaza sobre todo para pasarlo bien en un acontecimiento social. Desde luego, estos últimos no se van a dejar encasillar en esta calificación tan reductora. Unos y otros se enfrentan y se acallan al grito de «¡Ignorantes!» como en una palestra de doctores.Dicho esto, sería injusto pensar que el papel de los censores es puramente negativo. Con sus reclamaciones, demasiadas veces a destiempo, recuerdan la necesidad de cumplir con las reglas básicas de la tauromaquia, en las que van unidas la ética y la estética del toreo, y sin las cuales este ritual pierde todo su sentido. Está muy bien denunciar posibles abusos contra la integridad del espectáculo, pues esto debe llamar la atención al conjunto de la comunidad aficionada, pero mejor hacerlo al final de la actuación, sin provocar el aborto de la obra artística que está naciendo. Incluso para las protestas, como en la suerte de varas, existe una raya que no hay que pasar, mientras uno está en el ruedo jugándose la vida. Gracias a Dios, toda esta tensión se manifiesta en los momentos grises del espectáculo, cuando el aburrimiento y la decepción despiertan el mal humor. Pero el menor logro odestello de belleza están inmediatamente percibidos por ese público, y reimponen de golpe el consenso. El respetable vuelve a comulgar, ante la misma evidencia, en la emoción instantánea y estentórea, que sacude los cimientos de Las Ventas como en ninguna otra plaza, y nos levanta de los asientos. Por eso Madrid sigue siendo la catedral del toreo.
La participación del aficionado en el espectáculo, por la voz y el gesto, es una de las esencias de la corrida. Ya lo hemos dicho, él es como el coro de la tragedia griega, la tercera dimensión o sinfonía de cuanto acontece en el ruedo … , que, sin él, se reduciría a un cuarteto de cuerdas. Incluso el silencio, de expectación antes de una tanda, de la suerte suprema, o de decepción medida después de una actuación mediocre, tiene su densidad y su significado. Pero en Las Ventas hay algo más acentuado: la irrupción incesante de unas voces particulares, que pretenden elevarse sobre el conjunto del respetable y juzgar, desde lo alto y la verdad, a los actuantes inexpertos o ventajistas, pues, claro, son casi siempre voces de recriminación, con tinte de juicio final. A mi parecer la actitudde estos guardianes del templo y del dogma – un decálogo inamovible con mandamientos trascendentales: siempre torearás cruzado. Siempre cargarás la suerte. Nunca utilizarás el pico. Siempre picarás a contra querencia y sin pasar la raya…- obedece a un trasfondo.
El rasgo más evidente de estas expresiones malhumoradas, extraña en una fiesta a la que uno acude por afición y habiendo pagado su entrada, es la obsesión de algunos por convertirse a su vez, a pesar de quedar sentados en el tendido, en protagonistas de esta gran ópera taurina. Warhol habló de ese cuarto de hora de gloria al alcance de cualquier desconocido. Aquí, unos segundos son suficientes para compensar el anonimato, pues confieren al que eleva su voz la dimensión de un sabio al cual no escapa nada de lo reprobable. Puede que el orador de turno no tenga en el momento ningún mensaje concreto que justifique su intervención. Entonces, como recurso, viene el grito patriótico- ¡Viva España! -de obligado responso por un nutrido sector de la plaza, que vale todo un aplauso para el que lo ha lanzado.
Curiosamente, estas lecciones o recriminaciones van dirigidas más a menudo a las figuras que a los toreros aspirantes o que todavía no han llegado al primer rango. Por encontrarse en ese purgatorio estos últimos merecen ser apoyados y redimidos gracias a este afán justiciero, mientras aquellos, por estar en la cúspide, se enfrentan a la sospecha de ser unos aprovechados a los que hay que exigir para que no desvíen del toreo ortodoxo (hace años fue Luis Miguel Dominguín quien me desveló el secreto de tal actitud de algunos en Madrid). Se extiende además en algún rincón de la plaza un perfume de revancha o de envidia, suficientemente euforizante, sin embargo, para permitir a muchos, que nunca han tenido la oportunidad de ponerse delante de un toro, ni si quiera de una becerra, mirar de forma displicente al profesional que lo está haciendo ante un público, y aleccionarle desde su cátedra del graderío.
Existe también otra obsesión muy extendida en el coso madrileño, y de cierta manera paradójica. En el ruedo, a pesar de todos los recursos que se quiera dar, cualquier actuante se arriesga y puede morir «sin mentirijillas» en cualquier instante, pues ahí se entremezclan el arte y el valor, la vida y la muerte, el engaño sin trampa del toro y la verdad del peligro. Pero eso no impide que algunos espectadores teman de forma permanente ser víctimas de un fraude, y su crítica lanzada al torero, al ganadero o al empresario, conlleva esa advertencia amenazadora: «¡Ojo!, ¡no me vas a engañar!». Si la sospecha y la duda toman cuerpo, se inclinan a reventar el desarrollo de la función para que por lo menos las cosas queden claras.
A veces esa pauta justiciera rompe el consenso predominante de un público de toros y, cuando nacen de repente unos grupos de opinión, linda con una versión particular de la lucha de clases. Los unos, entendidos maximalistas pero aficionados de a pie, quieren contrarrestar la pasividad, por no decir la complicidad con el mundillo y sus arreglos, de los otros, espectadores acomodados – los del clavel, antaño, y ahora del gin tonic – que, supuestamente, acuden a la plaza sobre todo para pasarlo bien en un acontecimiento social. Desde luego, estos últimos no se van a dejar encasillar en esta calificación tan reductora. Unos y otros se enfrentan y se acallan al grito de «¡Ignorantes!» como en una palestra de doctores.
Dicho esto, sería injusto pensar que el papel de los censores es puramente negativo. Con sus reclamaciones, demasiadas veces a destiempo, recuerdan la necesidad de cumplir con las reglas básicas de la tauromaquia, en las que van unidas la ética y la estética del toreo, y sin las cuales este ritual pierde todo su sentido. Está muy bien denunciar posibles abusos contra la integridad del espectáculo, pues esto debe llamar la atención al conjunto de la comunidad aficionada, pero mejor hacerlo al final de la actuación, sin provocar el aborto de la obra artística que está naciendo. Incluso para las protestas, como en la suerte de varas, existe una raya que no hay que pasar, mientras uno está en el ruedo jugándose la vida.
Gracias a Dios, toda esta tensión se manifiesta en los momentos grises del espectáculo, cuando el aburrimiento y la decepción despiertan el mal humor. Pero el menor logro odestello de belleza están inmediatamente percibidos por ese público, y reimponen de golpe el consenso. El respetable vuelve a comulgar, ante la misma evidencia, en la emoción instantánea y estentórea, que sacude los cimientos de Las Ventas como en ninguna otra plaza, y nos levanta de los asientos. Por eso Madrid sigue siendo la catedral del toreo.
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