Hubo una época, dice Carlos Granés (Bogotá 1975), en la que la política era aburrida y el salvajismo se desfogaba en la cultura: hoy vivimos en la nostalgia de aquellos días. Las noticias nos muestran a políticos subiéndose borrachos a un escenario, y a artistas preocupados por salvar el mundo: Milei saca la motosierra, y en los museos enseñan conciencia climática. ¿Pero esto no funcionaba al revés? El escritor y columnista de ABC alertó de esta contradicción en 2019 en ‘Salvajes de una nueva época’, y ahora retoma y expande esa idea en ‘ El rugido de nuestro tiempo ‘ (Taurus), que viene a ser la crónica de la guerra cultural de los últimos años. —Últimamente la actualidad no hace más que darle la razón. —Ocurre en España, pero también en Colombia y otros lugares: a los políticos se les toleran comportamientos que antes solamente eran legítimos en estrellas del rock. Por ejemplo, destruir habitaciones de hotel en paradores acompañados por señoritas de compañía. Si eso lo hiciera alguien de la cultura se metería en grandes problemas. —Así que tenemos a las estrellas del rock escribiendo canciones sobre salud mental, y mientras tanto hay ministros hablando de si una mujer está recién o no está recién. —Antes no había ningún problema si un cantante de rock subía borracho al escenario a cantar. Ahora lo que vemos es a un presidente como Gustavo Petro subiendo borracho a los escenarios a dar mítines políticos. Lo curioso es que no haya una sanción del electorado a este tipo de comportamientos cuando se manifiestan en quienes más bien deberían ser ejemplo de responsabilidad pública. En cambio, los artistas, que sí tienen todo el derecho a tener vidas más disolutas, que tienen un campo de libertad más amplio para expresarse, para investigar temas polémicos, incluso para desafiar las convenciones y la moral de la época, ven cómo sobre ellos cae una mirada más punitiva. A los artistas se les examina con más celo que a los políticos. Y eso es muy extraño. —A cambio tenemos una política que cada vez es más divertida y más trepidante y una cultura quizás más plana, menos sorprendente. —La política hoy en día se ha vuelto muy entretenida y adictiva. Cuando yo llegué a España, en el año 99, en las noches había late shows: eran espacios gamberros en donde había elementos sexuales, casi porno, un porno light. Bueno, después de la crisis económica, después del 11-M, esos espacios se empezaron a llenar con tertulias políticas: fue una transformación muy significativa, muy interesante. Lo que empezó a recaudar audiencias fue la política, que se convirtió en una actividad muy emocional que apelaba a sentimientos tribales, a bajas pasiones, a odios, filias y fobias que enganchó fervorosamente al público. Fue una gran novedad. A principios del 2000, antes de la crisis, la queja de los intelectuales era la despolitización de los jóvenes. Los programas de televisión amarillistas iban a los polígonos a ver a los ninis o a los jóvenes que trabajaban y que después se metían pastillas y hacían juergas con techno en coches tuneados. Ese era el gran problema del momento. Hoy en día, en cambio, estamos hiperpolitizados, pero no porque nos hayamos vuelto responsables o porque hayamos ganado conciencia política, sino porque la política se ha convertido en un entretenimiento bastante más adictivo que el porno.«A los artistas se les examina con más celo que a los políticos»—¿Echa de menos el mundo aburrido de los 2000? —Por supuesto [y ríe]. Gobernar un país es una labor que en realidad debería estar libre de épica. En mi país, y en general en la región de donde yo vengo, la política se encara de esa forma. Los políticos no llegan a gobernar sus países, sino a cambiar la historia. Y en Estados Unidos y en Europa está pasando lo mismo también. De pronto llegan al poder personajes que están lejos de encarnar esta figura del hombre gris, responsable, que atiende problemas públicos con discreción, con apoyo de estudios técnicos, y más bien se convierten en histriones escandalosos preocupados únicamente por fidelizar a un electorado que pierde la razón y les autoriza a hacer cualquier cosa. Es otra consecuencia de las batallas culturales. —¿En qué sentido?—En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo. Esto está sumiendo a las sociedades en un desgobierno muy divertido, pero caótico y empobrecedor. Deberíamos votar a gente aburrida, gente que nos ofrezca soluciones técnicas a problemas concretos, no a alguien que nos prometa una aventura, una épica. Ese tipo de filiaciones emotivas con nuestros ídolos debe darse más bien en el campo de la cultura. —Una de las ideas que recorren sus ensayos es que hoy un político es un actor antes que un gestor: interpreta un drama, una obra de teatro con buenos y malos. ¿Entenderíamos mejor la política si la pensáramos en estos términos narrativos? —Sí, y no hace falta que lo diga yo. Los políticos hoy en día usan una palabra que se ha vuelto omnipresente en el discurso político, que es relato. No importan los hechos, importa cómo se cuentan los hechos, cómo se interpretan. Y esto es algo enervante, porque los hechos en muchas ocasiones hablan por sí solos, o deberían hacerlo. Hoy los políticos nos piden lo mismo que le pide un director de teatro a su audiencia: la suspensión de la incredulidad. Y el electorado empieza a creerse las cosas más disparatadas, y lo peor, empieza a actuar en consecuencia. De pronto, de la noche a la mañana, tenemos a un personaje que se va a una pizzería a matar a la gente porque cree que ahí opera una red de pederastia financiada por Hillary Clinton y el Partido Demócrata. Eso ocurrió.«En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo»—En ‘El rugido de nuestro tiempo’ asegura que hoy también hay un wokismo de derechas. —Todavía hay un wokismo de izquierda que defiende las identidades, que fomenta el victimismo, que cuida el lenguaje, que cree que las palabras son herramientas violentas. Pero hay ahora otra especie de wokismo de derechas que considera que, por ejemplo, los organismos internacionales como la ONU están llenos de burócratas desarraigados y cosmopolitas que intentan hacer una ingeniería humana destinada a disolver las tradiciones y las esencias nacionales. Y están combatiendo fervorosamente a estas instituciones, a este globalismo, con unas retóricas muy similares a las del wokismo de izquierda. Quieren cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización para defender unas conductas morales muy estrechas, muy ligadas a la nación, a la idea de pueblo, de tradición. —Y usan las mismas herramientas que en el otro lado del frente. —Los teóricos de la batalla cultural contemporáneos son de derechas. En el mundo hispano el más conocido es Agustín Laje, un intelectual que ha estudiado con mucha profundidad toda la tradición del pensamiento populista de izquierda. Laclau, sin ir más lejos. Y él se considera un discípulo de todo esto: ha llegado a la conclusión de que esos pensadores tenían razón. Que la realidad se ha difuminado, que importa más la imagen que la realidad, que lo que importa es conquistar los espacios institucionales donde se negocian significados (de las palabras, de los símbolos) y que hay que dar esa batalla cultural. —Cuando alguien rompe las reglas institucionales, ¿quién las repara? —Ese es el peor daño que hace el populismo. Cambia las reglas de juego, relaja las costumbres políticas, deja averiadas las instituciones. Y esto, por supuesto, da una gran cantidad de ventajas políticas. Es como si el poder se dopara a sí mismo: pierde contrapesos, vigilancia, y empieza a ganar territorio institucional. Y si el gobierno que lo ha hecho se desbanca del poder, el siguiente gobierno tiene la responsabilidad de remendar eso. Pero claro, eso significa perder toda una serie de ventajas que el que el rival le dejó puestas ahí. Se necesita mucha responsabilidad política, mucha seriedad, para realmente asumir el compromiso de volver a reponer el tejido institucional de un país. Pero esa es la tarea de nuestra época. Porque en todas partes estamos viendo un choque institucional fuertísimo y una arremetida desde el poder ejecutivo hacia los otros poderes. España es un triste ejemplo de esto: estamos sufriendo un ataque sistemático a la prensa, a los jueces y a todas las instituciones que intentan vigilar a Pedro Sánchez, a sus familiares, a sus funcionarios y a todo su entorno. Lo que vemos hoy es que los políticos han ganado calle, conocen mejor que nunca el juego sucio. «Ahora una especie de wokismo de derechas que quiere cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización» —A lo mejor la solución es exigirles más transgresión a los artostas, para que vayan comiéndole escenario a los políticos…—No vendría mal. Hay que ponerse en el lugar de los jóvenes, que son quienes más apetito transgresor tienen, quienes más se dejan seducir por la idea revolucionaria, por la idea de cambio, de transformación. Imaginemos a un joven entrando a un museo donde le dicen que tiene que descolonizar su mente, porque todos sus conceptos, categorías y jerarquías morales están viciadas de origen, porque él lleva dentro un pecado colonial que hace que sea un machista, un misógino, un racista, alguien que desprecia la diferencia, las identidades minoritarias, etcétera. Eso, para decirlo en una palabra clara, es un coñazo. Es absolutamente aburridor. Eso no seduce a ningún joven. Es mucho más atractivo ver a Milei con una motosierra diciendo barbaridades. ¿Cómo no va a serlo? —¿Entonces?—Yo creo que la cultura debería volver a ganar ese espíritu rebelde. Creo que el mundo se ordenaría un poco si los artistas volvieran a recuperar la libertad que han ido perdiendo. Si se convierten nuevamente en los niños malos, en los transgresores. Si se les da campo libre para que ofendan, para que transgredan, para que exploren, para que experimenten. Tal vez así los políticos renuncien a este tipo de prerrogativas que no les corresponden y recuperen un poco la razón, la sensatez, la seriedad y la responsabilidad pública. Solamente con eso creo que empezaría a irnos bastante mejor. Hubo una época, dice Carlos Granés (Bogotá 1975), en la que la política era aburrida y el salvajismo se desfogaba en la cultura: hoy vivimos en la nostalgia de aquellos días. Las noticias nos muestran a políticos subiéndose borrachos a un escenario, y a artistas preocupados por salvar el mundo: Milei saca la motosierra, y en los museos enseñan conciencia climática. ¿Pero esto no funcionaba al revés? El escritor y columnista de ABC alertó de esta contradicción en 2019 en ‘Salvajes de una nueva época’, y ahora retoma y expande esa idea en ‘ El rugido de nuestro tiempo ‘ (Taurus), que viene a ser la crónica de la guerra cultural de los últimos años. —Últimamente la actualidad no hace más que darle la razón. —Ocurre en España, pero también en Colombia y otros lugares: a los políticos se les toleran comportamientos que antes solamente eran legítimos en estrellas del rock. Por ejemplo, destruir habitaciones de hotel en paradores acompañados por señoritas de compañía. Si eso lo hiciera alguien de la cultura se metería en grandes problemas. —Así que tenemos a las estrellas del rock escribiendo canciones sobre salud mental, y mientras tanto hay ministros hablando de si una mujer está recién o no está recién. —Antes no había ningún problema si un cantante de rock subía borracho al escenario a cantar. Ahora lo que vemos es a un presidente como Gustavo Petro subiendo borracho a los escenarios a dar mítines políticos. Lo curioso es que no haya una sanción del electorado a este tipo de comportamientos cuando se manifiestan en quienes más bien deberían ser ejemplo de responsabilidad pública. En cambio, los artistas, que sí tienen todo el derecho a tener vidas más disolutas, que tienen un campo de libertad más amplio para expresarse, para investigar temas polémicos, incluso para desafiar las convenciones y la moral de la época, ven cómo sobre ellos cae una mirada más punitiva. A los artistas se les examina con más celo que a los políticos. Y eso es muy extraño. —A cambio tenemos una política que cada vez es más divertida y más trepidante y una cultura quizás más plana, menos sorprendente. —La política hoy en día se ha vuelto muy entretenida y adictiva. Cuando yo llegué a España, en el año 99, en las noches había late shows: eran espacios gamberros en donde había elementos sexuales, casi porno, un porno light. Bueno, después de la crisis económica, después del 11-M, esos espacios se empezaron a llenar con tertulias políticas: fue una transformación muy significativa, muy interesante. Lo que empezó a recaudar audiencias fue la política, que se convirtió en una actividad muy emocional que apelaba a sentimientos tribales, a bajas pasiones, a odios, filias y fobias que enganchó fervorosamente al público. Fue una gran novedad. A principios del 2000, antes de la crisis, la queja de los intelectuales era la despolitización de los jóvenes. Los programas de televisión amarillistas iban a los polígonos a ver a los ninis o a los jóvenes que trabajaban y que después se metían pastillas y hacían juergas con techno en coches tuneados. Ese era el gran problema del momento. Hoy en día, en cambio, estamos hiperpolitizados, pero no porque nos hayamos vuelto responsables o porque hayamos ganado conciencia política, sino porque la política se ha convertido en un entretenimiento bastante más adictivo que el porno.«A los artistas se les examina con más celo que a los políticos»—¿Echa de menos el mundo aburrido de los 2000? —Por supuesto [y ríe]. Gobernar un país es una labor que en realidad debería estar libre de épica. En mi país, y en general en la región de donde yo vengo, la política se encara de esa forma. Los políticos no llegan a gobernar sus países, sino a cambiar la historia. Y en Estados Unidos y en Europa está pasando lo mismo también. De pronto llegan al poder personajes que están lejos de encarnar esta figura del hombre gris, responsable, que atiende problemas públicos con discreción, con apoyo de estudios técnicos, y más bien se convierten en histriones escandalosos preocupados únicamente por fidelizar a un electorado que pierde la razón y les autoriza a hacer cualquier cosa. Es otra consecuencia de las batallas culturales. —¿En qué sentido?—En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo. Esto está sumiendo a las sociedades en un desgobierno muy divertido, pero caótico y empobrecedor. Deberíamos votar a gente aburrida, gente que nos ofrezca soluciones técnicas a problemas concretos, no a alguien que nos prometa una aventura, una épica. Ese tipo de filiaciones emotivas con nuestros ídolos debe darse más bien en el campo de la cultura. —Una de las ideas que recorren sus ensayos es que hoy un político es un actor antes que un gestor: interpreta un drama, una obra de teatro con buenos y malos. ¿Entenderíamos mejor la política si la pensáramos en estos términos narrativos? —Sí, y no hace falta que lo diga yo. Los políticos hoy en día usan una palabra que se ha vuelto omnipresente en el discurso político, que es relato. No importan los hechos, importa cómo se cuentan los hechos, cómo se interpretan. Y esto es algo enervante, porque los hechos en muchas ocasiones hablan por sí solos, o deberían hacerlo. Hoy los políticos nos piden lo mismo que le pide un director de teatro a su audiencia: la suspensión de la incredulidad. Y el electorado empieza a creerse las cosas más disparatadas, y lo peor, empieza a actuar en consecuencia. De pronto, de la noche a la mañana, tenemos a un personaje que se va a una pizzería a matar a la gente porque cree que ahí opera una red de pederastia financiada por Hillary Clinton y el Partido Demócrata. Eso ocurrió.«En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo»—En ‘El rugido de nuestro tiempo’ asegura que hoy también hay un wokismo de derechas. —Todavía hay un wokismo de izquierda que defiende las identidades, que fomenta el victimismo, que cuida el lenguaje, que cree que las palabras son herramientas violentas. Pero hay ahora otra especie de wokismo de derechas que considera que, por ejemplo, los organismos internacionales como la ONU están llenos de burócratas desarraigados y cosmopolitas que intentan hacer una ingeniería humana destinada a disolver las tradiciones y las esencias nacionales. Y están combatiendo fervorosamente a estas instituciones, a este globalismo, con unas retóricas muy similares a las del wokismo de izquierda. Quieren cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización para defender unas conductas morales muy estrechas, muy ligadas a la nación, a la idea de pueblo, de tradición. —Y usan las mismas herramientas que en el otro lado del frente. —Los teóricos de la batalla cultural contemporáneos son de derechas. En el mundo hispano el más conocido es Agustín Laje, un intelectual que ha estudiado con mucha profundidad toda la tradición del pensamiento populista de izquierda. Laclau, sin ir más lejos. Y él se considera un discípulo de todo esto: ha llegado a la conclusión de que esos pensadores tenían razón. Que la realidad se ha difuminado, que importa más la imagen que la realidad, que lo que importa es conquistar los espacios institucionales donde se negocian significados (de las palabras, de los símbolos) y que hay que dar esa batalla cultural. —Cuando alguien rompe las reglas institucionales, ¿quién las repara? —Ese es el peor daño que hace el populismo. Cambia las reglas de juego, relaja las costumbres políticas, deja averiadas las instituciones. Y esto, por supuesto, da una gran cantidad de ventajas políticas. Es como si el poder se dopara a sí mismo: pierde contrapesos, vigilancia, y empieza a ganar territorio institucional. Y si el gobierno que lo ha hecho se desbanca del poder, el siguiente gobierno tiene la responsabilidad de remendar eso. Pero claro, eso significa perder toda una serie de ventajas que el que el rival le dejó puestas ahí. Se necesita mucha responsabilidad política, mucha seriedad, para realmente asumir el compromiso de volver a reponer el tejido institucional de un país. Pero esa es la tarea de nuestra época. Porque en todas partes estamos viendo un choque institucional fuertísimo y una arremetida desde el poder ejecutivo hacia los otros poderes. España es un triste ejemplo de esto: estamos sufriendo un ataque sistemático a la prensa, a los jueces y a todas las instituciones que intentan vigilar a Pedro Sánchez, a sus familiares, a sus funcionarios y a todo su entorno. Lo que vemos hoy es que los políticos han ganado calle, conocen mejor que nunca el juego sucio. «Ahora una especie de wokismo de derechas que quiere cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización» —A lo mejor la solución es exigirles más transgresión a los artostas, para que vayan comiéndole escenario a los políticos…—No vendría mal. Hay que ponerse en el lugar de los jóvenes, que son quienes más apetito transgresor tienen, quienes más se dejan seducir por la idea revolucionaria, por la idea de cambio, de transformación. Imaginemos a un joven entrando a un museo donde le dicen que tiene que descolonizar su mente, porque todos sus conceptos, categorías y jerarquías morales están viciadas de origen, porque él lleva dentro un pecado colonial que hace que sea un machista, un misógino, un racista, alguien que desprecia la diferencia, las identidades minoritarias, etcétera. Eso, para decirlo en una palabra clara, es un coñazo. Es absolutamente aburridor. Eso no seduce a ningún joven. Es mucho más atractivo ver a Milei con una motosierra diciendo barbaridades. ¿Cómo no va a serlo? —¿Entonces?—Yo creo que la cultura debería volver a ganar ese espíritu rebelde. Creo que el mundo se ordenaría un poco si los artistas volvieran a recuperar la libertad que han ido perdiendo. Si se convierten nuevamente en los niños malos, en los transgresores. Si se les da campo libre para que ofendan, para que transgredan, para que exploren, para que experimenten. Tal vez así los políticos renuncien a este tipo de prerrogativas que no les corresponden y recuperen un poco la razón, la sensatez, la seriedad y la responsabilidad pública. Solamente con eso creo que empezaría a irnos bastante mejor.
Hubo una época, dice Carlos Granés (Bogotá 1975), en la que la política era aburrida y el salvajismo se desfogaba en la cultura: hoy vivimos en la nostalgia de aquellos días. Las noticias nos muestran a políticos subiéndose borrachos a un escenario, y a … artistas preocupados por salvar el mundo: Milei saca la motosierra, y en los museos enseñan conciencia climática. ¿Pero esto no funcionaba al revés? El escritor y columnista de ABC alertó de esta contradicción en 2019 en ‘Salvajes de una nueva época’, y ahora retoma y expande esa idea en ‘El rugido de nuestro tiempo‘ (Taurus), que viene a ser la crónica de la guerra cultural de los últimos años.
—Últimamente la actualidad no hace más que darle la razón.
—Ocurre en España, pero también en Colombia y otros lugares: a los políticos se les toleran comportamientos que antes solamente eran legítimos en estrellas del rock. Por ejemplo, destruir habitaciones de hotel en paradores acompañados por señoritas de compañía. Si eso lo hiciera alguien de la cultura se metería en grandes problemas.
—Así que tenemos a las estrellas del rock escribiendo canciones sobre salud mental, y mientras tanto hay ministros hablando de si una mujer está recién o no está recién.
—Antes no había ningún problema si un cantante de rock subía borracho al escenario a cantar. Ahora lo que vemos es a un presidente como Gustavo Petro subiendo borracho a los escenarios a dar mítines políticos. Lo curioso es que no haya una sanción del electorado a este tipo de comportamientos cuando se manifiestan en quienes más bien deberían ser ejemplo de responsabilidad pública. En cambio, los artistas, que sí tienen todo el derecho a tener vidas más disolutas, que tienen un campo de libertad más amplio para expresarse, para investigar temas polémicos, incluso para desafiar las convenciones y la moral de la época, ven cómo sobre ellos cae una mirada más punitiva. A los artistas se les examina con más celo que a los políticos. Y eso es muy extraño.
—A cambio tenemos una política que cada vez es más divertida y más trepidante y una cultura quizás más plana, menos sorprendente.
—La política hoy en día se ha vuelto muy entretenida y adictiva. Cuando yo llegué a España, en el año 99, en las noches había late shows: eran espacios gamberros en donde había elementos sexuales, casi porno, un porno light. Bueno, después de la crisis económica, después del 11-M, esos espacios se empezaron a llenar con tertulias políticas: fue una transformación muy significativa, muy interesante. Lo que empezó a recaudar audiencias fue la política, que se convirtió en una actividad muy emocional que apelaba a sentimientos tribales, a bajas pasiones, a odios, filias y fobias que enganchó fervorosamente al público. Fue una gran novedad. A principios del 2000, antes de la crisis, la queja de los intelectuales era la despolitización de los jóvenes. Los programas de televisión amarillistas iban a los polígonos a ver a los ninis o a los jóvenes que trabajaban y que después se metían pastillas y hacían juergas con techno en coches tuneados. Ese era el gran problema del momento. Hoy en día, en cambio, estamos hiperpolitizados, pero no porque nos hayamos vuelto responsables o porque hayamos ganado conciencia política, sino porque la política se ha convertido en un entretenimiento bastante más adictivo que el porno.
«A los artistas se les examina con más celo que a los políticos»
—¿Echa de menos el mundo aburrido de los 2000?
—Por supuesto [y ríe]. Gobernar un país es una labor que en realidad debería estar libre de épica. En mi país, y en general en la región de donde yo vengo, la política se encara de esa forma. Los políticos no llegan a gobernar sus países, sino a cambiar la historia. Y en Estados Unidos y en Europa está pasando lo mismo también. De pronto llegan al poder personajes que están lejos de encarnar esta figura del hombre gris, responsable, que atiende problemas públicos con discreción, con apoyo de estudios técnicos, y más bien se convierten en histriones escandalosos preocupados únicamente por fidelizar a un electorado que pierde la razón y les autoriza a hacer cualquier cosa. Es otra consecuencia de las batallas culturales.
—¿En qué sentido?
—En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo. Esto está sumiendo a las sociedades en un desgobierno muy divertido, pero caótico y empobrecedor. Deberíamos votar a gente aburrida, gente que nos ofrezca soluciones técnicas a problemas concretos, no a alguien que nos prometa una aventura, una épica. Ese tipo de filiaciones emotivas con nuestros ídolos debe darse más bien en el campo de la cultura.
—Una de las ideas que recorren sus ensayos es que hoy un político es un actor antes que un gestor: interpreta un drama, una obra de teatro con buenos y malos. ¿Entenderíamos mejor la política si la pensáramos en estos términos narrativos?
—Sí, y no hace falta que lo diga yo. Los políticos hoy en día usan una palabra que se ha vuelto omnipresente en el discurso político, que es relato. No importan los hechos, importa cómo se cuentan los hechos, cómo se interpretan. Y esto es algo enervante, porque los hechos en muchas ocasiones hablan por sí solos, o deberían hacerlo. Hoy los políticos nos piden lo mismo que le pide un director de teatro a su audiencia: la suspensión de la incredulidad. Y el electorado empieza a creerse las cosas más disparatadas, y lo peor, empieza a actuar en consecuencia. De pronto, de la noche a la mañana, tenemos a un personaje que se va a una pizzería a matar a la gente porque cree que ahí opera una red de pederastia financiada por Hillary Clinton y el Partido Demócrata. Eso ocurrió.
«En las batallas culturales tú empiezas a tolerarle cualquier conducta a tu líder, por inapropiada que sea, porque no le puedes dar ningún tipo de victoria al enemigo»
—En ‘El rugido de nuestro tiempo’ asegura que hoy también hay un wokismo de derechas.
—Todavía hay un wokismo de izquierda que defiende las identidades, que fomenta el victimismo, que cuida el lenguaje, que cree que las palabras son herramientas violentas. Pero hay ahora otra especie de wokismo de derechas que considera que, por ejemplo, los organismos internacionales como la ONU están llenos de burócratas desarraigados y cosmopolitas que intentan hacer una ingeniería humana destinada a disolver las tradiciones y las esencias nacionales. Y están combatiendo fervorosamente a estas instituciones, a este globalismo, con unas retóricas muy similares a las del wokismo de izquierda. Quieren cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización para defender unas conductas morales muy estrechas, muy ligadas a la nación, a la idea de pueblo, de tradición.
—Y usan las mismas herramientas que en el otro lado del frente.
—Los teóricos de la batalla cultural contemporáneos son de derechas. En el mundo hispano el más conocido es Agustín Laje, un intelectual que ha estudiado con mucha profundidad toda la tradición del pensamiento populista de izquierda. Laclau, sin ir más lejos. Y él se considera un discípulo de todo esto: ha llegado a la conclusión de que esos pensadores tenían razón. Que la realidad se ha difuminado, que importa más la imagen que la realidad, que lo que importa es conquistar los espacios institucionales donde se negocian significados (de las palabras, de los símbolos) y que hay que dar esa batalla cultural.
—Cuando alguien rompe las reglas institucionales, ¿quién las repara?
—Ese es el peor daño que hace el populismo. Cambia las reglas de juego, relaja las costumbres políticas, deja averiadas las instituciones. Y esto, por supuesto, da una gran cantidad de ventajas políticas. Es como si el poder se dopara a sí mismo: pierde contrapesos, vigilancia, y empieza a ganar territorio institucional. Y si el gobierno que lo ha hecho se desbanca del poder, el siguiente gobierno tiene la responsabilidad de remendar eso. Pero claro, eso significa perder toda una serie de ventajas que el que el rival le dejó puestas ahí. Se necesita mucha responsabilidad política, mucha seriedad, para realmente asumir el compromiso de volver a reponer el tejido institucional de un país. Pero esa es la tarea de nuestra época. Porque en todas partes estamos viendo un choque institucional fuertísimo y una arremetida desde el poder ejecutivo hacia los otros poderes. España es un triste ejemplo de esto: estamos sufriendo un ataque sistemático a la prensa, a los jueces y a todas las instituciones que intentan vigilar a Pedro Sánchez, a sus familiares, a sus funcionarios y a todo su entorno. Lo que vemos hoy es que los políticos han ganado calle, conocen mejor que nunca el juego sucio.
«Ahora una especie de wokismo de derechas que quiere cancelar todo lo que suene a cosmopolitismo o globalización»
—A lo mejor la solución es exigirles más transgresión a los artostas, para que vayan comiéndole escenario a los políticos…
—No vendría mal. Hay que ponerse en el lugar de los jóvenes, que son quienes más apetito transgresor tienen, quienes más se dejan seducir por la idea revolucionaria, por la idea de cambio, de transformación. Imaginemos a un joven entrando a un museo donde le dicen que tiene que descolonizar su mente, porque todos sus conceptos, categorías y jerarquías morales están viciadas de origen, porque él lleva dentro un pecado colonial que hace que sea un machista, un misógino, un racista, alguien que desprecia la diferencia, las identidades minoritarias, etcétera. Eso, para decirlo en una palabra clara, es un coñazo. Es absolutamente aburridor. Eso no seduce a ningún joven. Es mucho más atractivo ver a Milei con una motosierra diciendo barbaridades. ¿Cómo no va a serlo?
—¿Entonces?
—Yo creo que la cultura debería volver a ganar ese espíritu rebelde. Creo que el mundo se ordenaría un poco si los artistas volvieran a recuperar la libertad que han ido perdiendo. Si se convierten nuevamente en los niños malos, en los transgresores. Si se les da campo libre para que ofendan, para que transgredan, para que exploren, para que experimenten. Tal vez así los políticos renuncien a este tipo de prerrogativas que no les corresponden y recuperen un poco la razón, la sensatez, la seriedad y la responsabilidad pública. Solamente con eso creo que empezaría a irnos bastante mejor.
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