Paul Celan dio acuñación de lápida a su propia biografía, con remache de suicidio, en un verso acendrado: «un vuelo de heridas». Ahí está su propia vida, y en su propia vida está el dolor largo y en pie, incalculable, incluso metafísico, de tantos que padecieron hasta la muerte en Auschwitz, y en otros campos de concentración, como sus propios padres. En su vida, y, naturalmente, en su obra, que no es ámbito distinto, y bebe amarguras de la primera. Celan malvivió en un campo de trabajo en Moldavia. Ahí recibió la noticia de su orfandad completa. Tras la liberación, recaló en Bucarest, luego en Viena, y finalmente en París, donde se agregó al censo eterno de suicidas arrojándose al Sena, desde el puente Mirabeau. Era el cierre de una existencia de casi medio siglo de desarraigo, de un malestar de exilio interior, y el inicio de la consagración de un autor de culto, bajo el laurel enfático de primer lírico en alemán de la segunda posguerra. Firmó el poema más fieramente estremecido sobre el Holocausto, ‘Todesfuge’, con la madre de fondo, porque de la barbarie uno no se cura jamás, pero aún menos de la barbarie dentro de la barbarie que viene a cumplir el asesinato de la propia madre, ahí en uno de los muchos días letales del calendario de ajusticiados del campo de concentración de Janowska. Celan, por tanto, fue siempre un herido con causa, y desde esa herida fue levantando el vuelo de una obra de poeta oscuro, difícil, hermético y a menudo esteticista, porque la belleza es bálsamo ante la debacle, violín de luces en «el descenso total al corazón de la noche», por decirlo en palabras de un cofrade de Celan, el poeta español José Ángel Valente. Hay mucho en Celan de poeta para poetas. En agosto de 1948, escribe: «Quizá soy uno de los últimos que debe vivir hasta el fin el destino de los judíos en Europa». Las palabras son un credo poético, porque sólo la palabra puede combatir el desastre, porque seguir en el mundo de poeta es un modo de dejar en el aire, para todos, las preguntas esenciales que no se apagan. Celan, titán trágico, disparó contra el apocalipsis la lengua de la belleza. Paul Celan dio acuñación de lápida a su propia biografía, con remache de suicidio, en un verso acendrado: «un vuelo de heridas». Ahí está su propia vida, y en su propia vida está el dolor largo y en pie, incalculable, incluso metafísico, de tantos que padecieron hasta la muerte en Auschwitz, y en otros campos de concentración, como sus propios padres. En su vida, y, naturalmente, en su obra, que no es ámbito distinto, y bebe amarguras de la primera. Celan malvivió en un campo de trabajo en Moldavia. Ahí recibió la noticia de su orfandad completa. Tras la liberación, recaló en Bucarest, luego en Viena, y finalmente en París, donde se agregó al censo eterno de suicidas arrojándose al Sena, desde el puente Mirabeau. Era el cierre de una existencia de casi medio siglo de desarraigo, de un malestar de exilio interior, y el inicio de la consagración de un autor de culto, bajo el laurel enfático de primer lírico en alemán de la segunda posguerra. Firmó el poema más fieramente estremecido sobre el Holocausto, ‘Todesfuge’, con la madre de fondo, porque de la barbarie uno no se cura jamás, pero aún menos de la barbarie dentro de la barbarie que viene a cumplir el asesinato de la propia madre, ahí en uno de los muchos días letales del calendario de ajusticiados del campo de concentración de Janowska. Celan, por tanto, fue siempre un herido con causa, y desde esa herida fue levantando el vuelo de una obra de poeta oscuro, difícil, hermético y a menudo esteticista, porque la belleza es bálsamo ante la debacle, violín de luces en «el descenso total al corazón de la noche», por decirlo en palabras de un cofrade de Celan, el poeta español José Ángel Valente. Hay mucho en Celan de poeta para poetas. En agosto de 1948, escribe: «Quizá soy uno de los últimos que debe vivir hasta el fin el destino de los judíos en Europa». Las palabras son un credo poético, porque sólo la palabra puede combatir el desastre, porque seguir en el mundo de poeta es un modo de dejar en el aire, para todos, las preguntas esenciales que no se apagan. Celan, titán trágico, disparó contra el apocalipsis la lengua de la belleza.
LADRÓN DE FUEGO
Firmó el poema más fieramente estremecido sobre el Holocausto
Paul Celan dio acuñación de lápida a su propia biografía, con remache de suicidio, en un verso acendrado: «un vuelo de heridas». Ahí está su propia vida, y en su propia vida está el dolor largo y en pie, incalculable, incluso metafísico, de tantos … que padecieron hasta la muerte en Auschwitz, y en otros campos de concentración, como sus propios padres. En su vida, y, naturalmente, en su obra, que no es ámbito distinto, y bebe amarguras de la primera. Celan malvivió en un campo de trabajo en Moldavia. Ahí recibió la noticia de su orfandad completa. Tras la liberación, recaló en Bucarest, luego en Viena, y finalmente en París, donde se agregó al censo eterno de suicidas arrojándose al Sena, desde el puente Mirabeau.
Era el cierre de una existencia de casi medio siglo de desarraigo, de un malestar de exilio interior, y el inicio de la consagración de un autor de culto, bajo el laurel enfático de primer lírico en alemán de la segunda posguerra. Firmó el poema más fieramente estremecido sobre el Holocausto, ‘Todesfuge’, con la madre de fondo, porque de la barbarie uno no se cura jamás, pero aún menos de la barbarie dentro de la barbarie que viene a cumplir el asesinato de la propia madre, ahí en uno de los muchos días letales del calendario de ajusticiados del campo de concentración de Janowska. Celan, por tanto, fue siempre un herido con causa, y desde esa herida fue levantando el vuelo de una obra de poeta oscuro, difícil, hermético y a menudo esteticista, porque la belleza es bálsamo ante la debacle, violín de luces en «el descenso total al corazón de la noche», por decirlo en palabras de un cofrade de Celan, el poeta español José Ángel Valente.
Hay mucho en Celan de poeta para poetas. En agosto de 1948, escribe: «Quizá soy uno de los últimos que debe vivir hasta el fin el destino de los judíos en Europa». Las palabras son un credo poético, porque sólo la palabra puede combatir el desastre, porque seguir en el mundo de poeta es un modo de dejar en el aire, para todos, las preguntas esenciales que no se apagan. Celan, titán trágico, disparó contra el apocalipsis la lengua de la belleza.
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