La tarde amenaza lluvia y Chema Caballero (Castuera, Badajoz, 1961) disfruta del cielo encapotado. Desde el año 2000, tras un encuentro con Mammy Wata en Sierra Leona, no se baña en mares, piscinas y ríos. “Pero bajo la lluvia sí puedo mojarme”, anuncia, sonriente. Dar más detalles sobre este episodio místico sería revelar uno de los capítulos más brillantes e íntimos de su libro El bebedor de cerveza (Libros de las Malas Compañías, 2025), que ha presentado esta semana en Madrid y en el que intenta condensar, “usando más el corazón que la cabeza”, tres décadas recorriendo los caminos del continente.
Caballero fue misionero y es escritor, activista por los derechos humanos, cooperante, pero sobre todo viajero empedernido. Aterrizó en Sierra Leona en 1992 “con una maleta llena de prejuicios” y la sigue arrastrando. “Hace 30 años yo también me había preparado para salvar a África”, admite, en una entrevista con este periódico.
En este momento de cambios, cuando en países de Sahel se reniega de la presencia francesa y las miradas se orientan hacia nuevos socios, como China o Rusia, y la cooperación se transforma brutalmente debido a los recortes de Estados Unidos y Europa, Caballero confía en que sea el momento de un cambio desde dentro, protagonizado sobre todo por los jóvenes y las mujeres.
El continente “necesita una revolución que sacuda sus cimientos y le otorgue el puesto que le corresponde en el mundo actual. No serán los políticos, ni las religiones, ni la ayuda al desarrollo, ni las ONG los que cambien África”, escribe en su libro.
Pregunta. ¿Por qué ha escrito El bebedor de cerveza?
Respuesta. Cuando vuelvo de mis viajes y quedo con amigos para contarles cómo me ha ido y qué he visto, a menudo me preguntan por qué no escribo sobre todo eso. El libro en sí nace cuando me quedo aislado en Benín durante la pandemia. Comencé a revisar y a ordenar textos, después le fui agregando un toque más personal. Creo que es el libro en que más me he permitido sacar sentimientos y contar ‘batallitas’ personales, pese a que yo soy una persona bastante fría.
P. Los hilos conductores de su libro son la cerveza y la música.
R. Ahora mismo, en África todo lo que se opone a Occidente es panafricano, es una palabra de moda que rememora los grandes imperios, los reyes, una África idílica que tampoco fue así. En África ha habido un choque con Occidente y eso es innegable: las exploraciones portuguesas, el colonialismo, la esclavitud… pero de ese choque han salido cosas positivas como la música o la cerveza. Son dos cosas que en el libro me sirven para decir, ‘oye, algo bueno ha surgido de este encuentro, no todo es negativo’. Y a mí, además, me gusta la cerveza.
P. Usted escribe: “Yo aterricé en Freetown, en un vuelo de la KLM procedente de Ámsterdam lleno de prejuicios”. ¿Qué ha pasado con ese treintañero?
R. Creía que iba preparado, pero no tenía ni idea de lo que era África, empezando por el idioma. Hablaba inglés, pero no podía comunicarme con la gente. Me he ido desprendido de estos prejuicios y clichés, pero sigo cargando esa mochila porque soy blanco y occidental. Creo que mi progreso ha sido no tener unas gafas occidentales que juzguen y decidan qué es mejor o peor para África.
Seguimos imaginando a África como una foto en blanco y negro, como aparece en Memorias de África o en Tintín en el Congo, con gente en taparrabos bailando al son de tambores
P. Usted escribe que África es un barrio sucio, una favela superpoblada y también un centro comercial impecable o un aeropuerto ultramoderno. Es la contradicción que no queremos ver.
R. Seguimos imaginando a África como una foto en blanco y negro, como aparece en Memorias de África o en Tintín en el Congo, con gente en taparrabos bailando al son de tambores. Nos cuesta la visión de África como una tierra con grandes ciudades y con una pujanza social y cultural. No logramos romper el cliché. Yo escribo sobre música y hay gente que me dice ‘eso no es música africana’. ¿Cómo se puede pensar que Jerusalema, que está cantada en zulú, o el afrobeats que tú bailas en Europa no son música africana?
P. Su libro está impregnado de una crítica al “salvador blanco”, a nuestra superioridad moral. ¿Hemos evolucionado algo en estos 30 años?
R. No mucho. Hace 30 años yo también me había preparado para salvar a África. Todos mis sueños de paz, justicia y de derechos humanos eran porque yo sabía cómo tenían que hacerse las cosas. Me caí de bruces. Pero ahora veo a gente joven que también llega como yo llegué y no quiere abrir los ojos.
P. También pone en tela de juicio la cooperación en África y se pregunta si algo ha cambiado después de 60 años.
R. Me lo sigo preguntando, pero creo que han cambiado pocas cosas. Gracias a la cooperación, que tiene proyectos maravillosos, se han salvado millones de vidas, mucha gente sale adelante y tiene una oportunidad. Por eso pienso que la ayuda humanitaria tiene que seguir y debe financiarse correctamente, pero nunca un país se ha desarrollado gracias a la cooperación. Lo que África necesita es justicia. Que los países del continente puedan competir con otros en igualdad de condiciones. Mientras eso no llegue, será la tierra de los pobres negritos a los que hay que salvar.
La diferencia ahora es que un país africano decide si quiere hacer una carretera con China, Rusia o Turquía. Es una libertad que antes no existía y es ya un paso, aunque no sé dónde nos llevará
P. En este momento, en países africanos se prescinde de actores tradicionalmente presentes, como Francia, y se mira hacia otros socios. ¿Es un cambio de paradigma?
R. Es un momento interesante y no sé muy bien adónde nos llevará. No estoy de acuerdo en que se deje a un amo para luego caer en manos de otro, sino que lo que hay aquí es una libertad de elección que antes no había. La realidad es que todo el mundo va a África por una razón muy concreta, principalmente por sus materias primas. En el caso de España, por ejemplo, puede haber proyectos movidos por un deseo de frenar la migración o por proteger la pesca en algunas costas, pero todos los países, Rusia, China, Turquía y los Estados del Golfo, tienen su agenda. Y esa es la gran desgracia de África. La diferencia ahora es que un país decide si quiere hacer una carretera con China, Rusia o Turquía. Es una libertad que antes no existía y es ya un paso, aunque no sé dónde nos llevará.
P. Vivimos también un momento de recortes en solidaridad. De parte de Estados Unidos, pero también de países europeos. No sé si en sus viajes ha visto ya algún efecto de este parón en la ayuda al desarrollo.
R. Acabo de estar en Gambia y me contaban que hay que encontrar fórmulas para seguir adelante con los proyectos sin esos fondos, pero es un palo muy grande, un corte totalmente abrupto, sin dar tiempo a los países para que se preparen. Aunque me doy cada vez más cuenta de que la gente joven en África no quiere depender de las ayudas externas y saben que en el país pueden encontrar los recursos necesarios y se están intentando organizar.
Creo que mi progreso ha sido no tener unas gafas occidentales que juzguen y decidan qué es mejor o peor para África
P. En su libro también habla de la revolución de las mujeres.
R. Estoy enamorado de los proyectos que me encuentro liderados por mujeres, que cada vez son más potentes. Por ejemplo, en un pueblo perdido de Gambia, hay mujeres que han logrado poner una lavadora gracias a la energía solar. Pagan 37 céntimos por lavar kilos de ropa. ¿Sabes el tiempo que ganan no yendo al río a lavar la ropa? Las mujeres aplauden, literalmente, a la lavadora, porque les da la posibilidad de dedicarse a ellas y a sus negocios. En una zona perdida de Camerún, conocí una aldea donde las mujeres han pedido ser alfabetizadas y no en francés, en su lengua autóctona, para ir al mercado y hacer las cuentas ellas solas. Estas cosas me dan mucha esperanza. No es que quiera dejar fuera a los hombres porque sería un tópico, pero las mujeres están protagonizando el cambio, junto a jóvenes que están cada vez más formados e informados.
P. Porque hasta en el último rincón de África hay un teléfono móvil conectado, ¿no?
R. Siempre. Una vez, hace unos años, yo estaba en el norte de Camerún, trabajando con víctimas de Boko Haram y unos chicos me hablaron de Rosalía, porque era española, como yo. Yo no tenía ni idea de quién era en ese momento.
P. ¿Tiene alguna asignatura pendiente en África?
R. Nunca he visitado Namibia, pero lo más importante es que África me sigue sorprendiendo siempre. El día que deje de hacerlo, dejaré de viajar porque ya no tendré nada que ofrecer.
P. ¿Y entonces llegará la jubilación en Cabo Delgado, en Mozambique?
R. Sí, pero voy a tener que esperar un poco, porque Pemba, donde quiero jubilarme, la capital de Cabo Delgado, es ahora una zona de guerra.
Este escritor, cooperante y activista acaba de publicar “El bebedor de cerveza”, un libro muy personal sobre sus más de 30 años recorriendo el continente
La tarde amenaza lluvia y Chema Caballero (Castuera, Badajoz, 1961) disfruta del cielo encapotado. Desde el año 2000, tras un encuentro con Mammy Wata en Sierra Leona, no se baña en mares, piscinas y ríos. “Pero bajo la lluvia sí puedo mojarme”, anuncia, sonriente. Dar más detalles sobre este episodio místico sería revelar uno de los capítulos más brillantes e íntimos de su libro El bebedor de cerveza (Libros de las Malas Compañías, 2025), que ha presentado esta semana en Madrid y en el que intenta condensar, “usando más el corazón que la cabeza”, tres décadas recorriendo los caminos del continente.
Caballero fue misionero y es escritor, activista por los derechos humanos, cooperante, pero sobre todo viajero empedernido. Aterrizó en Sierra Leona en 1992 “con una maleta llena de prejuicios” y la sigue arrastrando. “Hace 30 años yo también me había preparado para salvar a África”, admite, en una entrevista con este periódico.
En este momento de cambios, cuando en países de Sahel se reniega de la presencia francesa y las miradas se orientan hacia nuevos socios, como China o Rusia, y la cooperación se transforma brutalmente debido a los recortes de Estados Unidos y Europa, Caballero confía en que sea el momento de un cambio desde dentro, protagonizado sobre todo por los jóvenes y las mujeres.
El continente “necesita una revolución que sacuda sus cimientos y le otorgue el puesto que le corresponde en el mundo actual. No serán los políticos, ni las religiones, ni la ayuda al desarrollo, ni las ONG los que cambien África”, escribe en su libro.
Pregunta. ¿Por qué ha escrito El bebedor de cerveza?
Respuesta. Cuando vuelvo de mis viajes y quedo con amigos para contarles cómo me ha ido y qué he visto, a menudo me preguntan por qué no escribo sobre todo eso. El libro en sí nace cuando me quedo aislado en Benín durante la pandemia. Comencé a revisar y a ordenar textos, después le fui agregando un toque más personal. Creo que es el libro en que más me he permitido sacar sentimientos y contar ‘batallitas’ personales, pese a que yo soy una persona bastante fría.
P. Los hilos conductores de su libro son la cerveza y la música.
R. Ahora mismo, en África todo lo que se opone a Occidente es panafricano, es una palabra de moda que rememora los grandes imperios, los reyes, una África idílica que tampoco fue así. En África ha habido un choque con Occidente y eso es innegable: las exploraciones portuguesas, el colonialismo, la esclavitud… pero de ese choque han salido cosas positivas como la música o la cerveza. Son dos cosas que en el libro me sirven para decir, ‘oye, algo bueno ha surgido de este encuentro, no todo es negativo’. Y a mí, además, me gusta la cerveza.
P. Usted escribe: “Yo aterricé en Freetown, en un vuelo de la KLM procedente de Ámsterdam lleno de prejuicios”. ¿Qué ha pasado con ese treintañero?
R. Creía que iba preparado, pero no tenía ni idea de lo que era África, empezando por el idioma. Hablaba inglés, pero no podía comunicarme con la gente. Me he ido desprendido de estos prejuicios y clichés, pero sigo cargando esa mochila porque soy blanco y occidental. Creo que mi progreso ha sido no tener unas gafas occidentales que juzguen y decidan qué es mejor o peor para África.
Seguimos imaginando a África como una foto en blanco y negro, como aparece en Memorias de África o en Tintín en el Congo, con gente en taparrabos bailando al son de tambores
P. Usted escribe que África es un barrio sucio, una favela superpoblada y también un centro comercial impecable o un aeropuerto ultramoderno. Es la contradicción que no queremos ver.
R. Seguimos imaginando a África como una foto en blanco y negro, como aparece en Memorias de África o en Tintín en el Congo, con gente en taparrabos bailando al son de tambores. Nos cuesta la visión de África como una tierra con grandes ciudades y con una pujanza social y cultural. No logramos romper el cliché. Yo escribo sobre música y hay gente que me dice ‘eso no es música africana’. ¿Cómo se puede pensar que Jerusalema, que está cantada en zulú, o el afrobeats que tú bailas en Europa no son música africana?
P. Su libro está impregnado de una crítica al “salvador blanco”, a nuestra superioridad moral. ¿Hemos evolucionado algo en estos 30 años?
R. No mucho. Hace 30 años yo también me había preparado para salvar a África. Todos mis sueños de paz, justicia y de derechos humanos eran porque yo sabía cómo tenían que hacerse las cosas. Me caí de bruces. Pero ahora veo a gente joven que también llega como yo llegué y no quiere abrir los ojos.
P. También pone en tela de juicio la cooperación en África y se pregunta si algo ha cambiado después de 60 años.
R. Me lo sigo preguntando, pero creo que han cambiado pocas cosas. Gracias a la cooperación, que tiene proyectos maravillosos, se han salvado millones de vidas, mucha gente sale adelante y tiene una oportunidad. Por eso pienso que la ayuda humanitaria tiene que seguir y debe financiarse correctamente, pero nunca un país se ha desarrollado gracias a la cooperación. Lo que África necesita es justicia. Que los países del continente puedan competir con otros en igualdad de condiciones. Mientras eso no llegue, será la tierra de los pobres negritos a los que hay que salvar.
La diferencia ahora es que un país africano decide si quiere hacer una carretera con China, Rusia o Turquía. Es una libertad que antes no existía y es ya un paso, aunque no sé dónde nos llevará
P. En este momento, en países africanos se prescinde de actores tradicionalmente presentes, como Francia, y se mira hacia otros socios. ¿Es un cambio de paradigma?
R. Es un momento interesante y no sé muy bien adónde nos llevará. No estoy de acuerdo en que se deje a un amo para luego caer en manos de otro, sino que lo que hay aquí es una libertad de elección que antes no había. La realidad es que todo el mundo va a África por una razón muy concreta, principalmente por sus materias primas. En el caso de España, por ejemplo, puede haber proyectos movidos por un deseo de frenar la migración o por proteger la pesca en algunas costas, pero todos los países, Rusia, China, Turquía y los Estados del Golfo, tienen su agenda. Y esa es la gran desgracia de África. La diferencia ahora es que un país decide si quiere hacer una carretera con China, Rusia o Turquía. Es una libertad que antes no existía y es ya un paso, aunque no sé dónde nos llevará.
P. Vivimos también un momento de recortes en solidaridad. De parte de Estados Unidos, pero también de países europeos. No sé si en sus viajes ha visto ya algún efecto de este parón en la ayuda al desarrollo.
R. Acabo de estar en Gambia y me contaban que hay que encontrar fórmulas para seguir adelante con los proyectos sin esos fondos, pero es un palo muy grande, un corte totalmente abrupto, sin dar tiempo a los países para que se preparen. Aunque me doy cada vez más cuenta de que la gente joven en África no quiere depender de las ayudas externas y saben que en el país pueden encontrar los recursos necesarios y se están intentando organizar.
Creo que mi progreso ha sido no tener unas gafas occidentales que juzguen y decidan qué es mejor o peor para África
P. En su libro también habla de la revolución de las mujeres.
R. Estoy enamorado de los proyectos que me encuentro liderados por mujeres, que cada vez son más potentes. Por ejemplo, en un pueblo perdido de Gambia, hay mujeres que han logrado poner una lavadora gracias a la energía solar. Pagan 37 céntimos por lavar kilos de ropa. ¿Sabes el tiempo que ganan no yendo al río a lavar la ropa? Las mujeres aplauden, literalmente, a la lavadora, porque les da la posibilidad de dedicarse a ellas y a sus negocios. En una zona perdida de Camerún, conocí una aldea donde las mujeres han pedido ser alfabetizadas y no en francés, en su lengua autóctona, para ir al mercado y hacer las cuentas ellas solas. Estas cosas me dan mucha esperanza. No es que quiera dejar fuera a los hombres porque sería un tópico, pero las mujeres están protagonizando el cambio, junto a jóvenes que están cada vez más formados e informados.
P. Porque hasta en el último rincón de África hay un teléfono móvil conectado, ¿no?
R. Siempre. Una vez, hace unos años, yo estaba en el norte de Camerún, trabajando con víctimas de Boko Haram y unos chicos me hablaron de Rosalía, porque era española, como yo. Yo no tenía ni idea de quién era en ese momento.
P. ¿Tiene alguna asignatura pendiente en África?
R. Nunca he visitado Namibia, pero lo más importante es que África me sigue sorprendiendo siempre. El día que deje de hacerlo, dejaré de viajar porque ya no tendré nada que ofrecer.
P. ¿Y entonces llegará la jubilación en Cabo Delgado, en Mozambique?
R. Sí, pero voy a tener que esperar un poco, porque Pemba, donde quiero jubilarme, la capital de Cabo Delgado, es ahora una zona de guerra.
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