Chimamanda Ngozi Adichie (Enugu, Nigeria, 1977) mira fuera de plano –los ojos enormes, el pañuelo rojo, el gesto grave– y dice: «Si uno de mis alumnos escribiera lo que me ha ocurrido le diría que es inverosímil». Habla de la muerte de sus padres. Él primero, de forma repentina, y ella unos meses después, en el día del cumpleaños de este: a veces las cosas suceden así, como si el dolor llamara a la desgracia para una última cena. La escritora cierra en este punto su intimidad, aunque añade: «Durante mucho tiempo pensé que no volvería a escribir una novela. El impulso se había ido, tenía una sensación de bloqueo horrorosa: lo intentaba una y otra vez, perseveraba, pero no podía. Después de la pérdida de mi madre, sin embargo, volví a sentir el impulso, como si de algún modo ella me estuviera ayudando. Suena raro, pero fue así». El resultado es ‘Unos cuantos sueños’ (Random House), su regreso a la ficción tras más de una década. —No es la primera vez que pasa varios años en blanco. Entre su segunda novela, ‘Medio sol amarillo’ (2006), y su tercera, ‘Americanah’ (2013), pasó más de un lustro.—El miedo a perder la capacidad de escribir es recurrente en mi vida. Después de perder a mis seres queridos, es mi gran miedo. Y no creo que sea un miedo infundado, hay algo misterioso en la creación, nunca sabes de dónde viene. Así que ese miedo… ese miedo tal vez sea inherente al acto de escribir. ‘Unos cuantos sueños’ es una novela de historias entrecruzadas. ¿Y qué es una historia? Una mujer con un deseo, por ejemplo. O mejor: cuatro mujeres con sus respectivos deseos. Aquí hay una escritora que busca el amor, una madre primeriza («esto es lo primero que he escrito como madre»), una empresaria que lo deja todo para dedicarse a luchar contra las injusticias y una víctima de violación. Y están sus obsesiones de siempre, como la condición de extranjería. La primera protagonista, Chiamaka, una nigeriana de familia acomodada con aspiraciones literarias, conoce a un coreano en la universidad y dice: «No era estadounidense, teníamos esa similitud, y por tanto sus días, como los míos, debían de estar dominados por la soledad». «Hay una soledad que tiene que ver con la inmigración, con la extranjería, con estar lejos de tu hogar. No sé si siempre es negativa, pero es algo que está ahí. Yo pertenezco a dos mundos, Nigeria y Estados Unidos, pero en cierto modo no pertenezco. En ambos mundos siento, y esto es también por mi condición de ser escritora, como que estoy siempre un paso atrás, observando la realidad en la distancia», explica. En un momento de la novela, Chiamaka le dice a una editora de Nueva York que quiere escribir un libro sobre anécdotas en restaurantes africanos. Ella le responde que debería ocuparse de algo más interesante, como las violaciones en el Congo. Al recordar la escena, la autora sonríe. ¿Le ha ocurrido? «Una vez dije que quería escribir una novela sobre Hitler y me dijeron algo parecido… Pero a las escritoras africanas también nos interesa la Segunda Guerra Mundial. A mí me interesa muchísimo [deja un silencio]. El mundo editorial es muy conservador», remata, con idéntica sonrisa. Luego dirá que los sellos solo le dan a los lectores lo que presuponen que les interesará: historias de violencia de Latinoamérica, historias del racismo de los africanos… «Ahora tengo éxito y no tengo esa presión, o la resisto mejor, pero pienso en los jóvenes y…» ¿Cree que arriesgan cada vez menos? «En efecto, vivimos de una manera demasiado cautelosa, y no creo que sea bueno para nosotros. Me siento prácticamente en estado de duelo por las historias que no se están contando y que no se contarán, por ese conocimiento que no tendremos porque la gente va con demasiado cautela: es muy triste. Cuando leo novelas publicadas en los 70 o los 80 encuentro más complejidad, más cosas que te pueden molestar o que te pueden inquietar. Porque la vida, la vida es un lío: es contradictoria, incoherente, ambigua, imperfecta. Y tenemos que ser lo suficientemente adultos para aceptar esa complejidad». —El éxito da libertad, ¿pero la fama no da presión?—Siempre me sorprenden estas preguntas, porque no considero que viva en la fama. Pero yo no leo noticias sobre mí. No voy a leer esta entrevista. Hace años que no me busco en Google. He creado una distancia entre mi yo íntimo y mi yo público. En el epílogo, recordando el caso de Nafissatou Diallo, que en 2011 denunció a Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, de agresión sexual, vuelve a defender la complejidad: «Ser humano día a día no es, ni debería ser, una interminable procesión de virtud. Una víctima no tiene por qué ser perfecta para merecer justicia». «En ese sentido hemos ido a peor, al menos en Estados Unidos. Pensar que el #MeToo tuvo lugar hace unos años y que ahora estamos en la situación en la que estamos… Era un movimiento muy prometedor e importante, pero que no consiguió hacer lo que podía haber hecho. En la actualidad vemos triunfar ideas retrógradas de lo que debería ser el lugar de una mujer, el lugar que debe ocupar una mujer en su casa o en la sociedad. Es un desenlace interesante, pero no en el sentido positivo, claro». Chimamanda Ngozi Adichie (Enugu, Nigeria, 1977) mira fuera de plano –los ojos enormes, el pañuelo rojo, el gesto grave– y dice: «Si uno de mis alumnos escribiera lo que me ha ocurrido le diría que es inverosímil». Habla de la muerte de sus padres. Él primero, de forma repentina, y ella unos meses después, en el día del cumpleaños de este: a veces las cosas suceden así, como si el dolor llamara a la desgracia para una última cena. La escritora cierra en este punto su intimidad, aunque añade: «Durante mucho tiempo pensé que no volvería a escribir una novela. El impulso se había ido, tenía una sensación de bloqueo horrorosa: lo intentaba una y otra vez, perseveraba, pero no podía. Después de la pérdida de mi madre, sin embargo, volví a sentir el impulso, como si de algún modo ella me estuviera ayudando. Suena raro, pero fue así». El resultado es ‘Unos cuantos sueños’ (Random House), su regreso a la ficción tras más de una década. —No es la primera vez que pasa varios años en blanco. Entre su segunda novela, ‘Medio sol amarillo’ (2006), y su tercera, ‘Americanah’ (2013), pasó más de un lustro.—El miedo a perder la capacidad de escribir es recurrente en mi vida. Después de perder a mis seres queridos, es mi gran miedo. Y no creo que sea un miedo infundado, hay algo misterioso en la creación, nunca sabes de dónde viene. Así que ese miedo… ese miedo tal vez sea inherente al acto de escribir. ‘Unos cuantos sueños’ es una novela de historias entrecruzadas. ¿Y qué es una historia? Una mujer con un deseo, por ejemplo. O mejor: cuatro mujeres con sus respectivos deseos. Aquí hay una escritora que busca el amor, una madre primeriza («esto es lo primero que he escrito como madre»), una empresaria que lo deja todo para dedicarse a luchar contra las injusticias y una víctima de violación. Y están sus obsesiones de siempre, como la condición de extranjería. La primera protagonista, Chiamaka, una nigeriana de familia acomodada con aspiraciones literarias, conoce a un coreano en la universidad y dice: «No era estadounidense, teníamos esa similitud, y por tanto sus días, como los míos, debían de estar dominados por la soledad». «Hay una soledad que tiene que ver con la inmigración, con la extranjería, con estar lejos de tu hogar. No sé si siempre es negativa, pero es algo que está ahí. Yo pertenezco a dos mundos, Nigeria y Estados Unidos, pero en cierto modo no pertenezco. En ambos mundos siento, y esto es también por mi condición de ser escritora, como que estoy siempre un paso atrás, observando la realidad en la distancia», explica. En un momento de la novela, Chiamaka le dice a una editora de Nueva York que quiere escribir un libro sobre anécdotas en restaurantes africanos. Ella le responde que debería ocuparse de algo más interesante, como las violaciones en el Congo. Al recordar la escena, la autora sonríe. ¿Le ha ocurrido? «Una vez dije que quería escribir una novela sobre Hitler y me dijeron algo parecido… Pero a las escritoras africanas también nos interesa la Segunda Guerra Mundial. A mí me interesa muchísimo [deja un silencio]. El mundo editorial es muy conservador», remata, con idéntica sonrisa. Luego dirá que los sellos solo le dan a los lectores lo que presuponen que les interesará: historias de violencia de Latinoamérica, historias del racismo de los africanos… «Ahora tengo éxito y no tengo esa presión, o la resisto mejor, pero pienso en los jóvenes y…» ¿Cree que arriesgan cada vez menos? «En efecto, vivimos de una manera demasiado cautelosa, y no creo que sea bueno para nosotros. Me siento prácticamente en estado de duelo por las historias que no se están contando y que no se contarán, por ese conocimiento que no tendremos porque la gente va con demasiado cautela: es muy triste. Cuando leo novelas publicadas en los 70 o los 80 encuentro más complejidad, más cosas que te pueden molestar o que te pueden inquietar. Porque la vida, la vida es un lío: es contradictoria, incoherente, ambigua, imperfecta. Y tenemos que ser lo suficientemente adultos para aceptar esa complejidad». —El éxito da libertad, ¿pero la fama no da presión?—Siempre me sorprenden estas preguntas, porque no considero que viva en la fama. Pero yo no leo noticias sobre mí. No voy a leer esta entrevista. Hace años que no me busco en Google. He creado una distancia entre mi yo íntimo y mi yo público. En el epílogo, recordando el caso de Nafissatou Diallo, que en 2011 denunció a Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, de agresión sexual, vuelve a defender la complejidad: «Ser humano día a día no es, ni debería ser, una interminable procesión de virtud. Una víctima no tiene por qué ser perfecta para merecer justicia». «En ese sentido hemos ido a peor, al menos en Estados Unidos. Pensar que el #MeToo tuvo lugar hace unos años y que ahora estamos en la situación en la que estamos… Era un movimiento muy prometedor e importante, pero que no consiguió hacer lo que podía haber hecho. En la actualidad vemos triunfar ideas retrógradas de lo que debería ser el lugar de una mujer, el lugar que debe ocupar una mujer en su casa o en la sociedad. Es un desenlace interesante, pero no en el sentido positivo, claro».
Chimamanda Ngozi Adichie (Enugu, Nigeria, 1977) mira fuera de plano –los ojos enormes, el pañuelo rojo, el gesto grave– y dice: «Si uno de mis alumnos escribiera lo que me ha ocurrido le diría que es inverosímil». Habla de la muerte de sus padres. Él primero, de forma repentina, y ella unos meses después, en el día del cumpleaños de este: a veces las cosas suceden así, como si el dolor llamara a la desgracia para una última cena.
La escritora cierra en este punto su intimidad, aunque añade: «Durante mucho tiempo pensé que no volvería a escribir una novela. El impulso se había ido, tenía una sensación de bloqueo horrorosa: lo intentaba una y otra vez, perseveraba, pero no podía. Después de la pérdida de mi madre, sin embargo, volví a sentir el impulso, como si de algún modo ella me estuviera ayudando. Suena raro, pero fue así». El resultado es ‘Unos cuantos sueños’ (Random House), su regreso a la ficción tras más de una década.
—No es la primera vez que pasa varios años en blanco. Entre su segunda novela, ‘Medio sol amarillo’ (2006), y su tercera, ‘Americanah’ (2013), pasó más de un lustro.
—El miedo a perder la capacidad de escribir es recurrente en mi vida. Después de perder a mis seres queridos, es mi gran miedo. Y no creo que sea un miedo infundado, hay algo misterioso en la creación, nunca sabes de dónde viene. Así que ese miedo… ese miedo tal vez sea inherente al acto de escribir.
‘Unos cuantos sueños’ es una novela de historias entrecruzadas. ¿Y qué es una historia? Una mujer con un deseo, por ejemplo. O mejor: cuatro mujeres con sus respectivos deseos. Aquí hay una escritora que busca el amor, una madre primeriza («esto es lo primero que he escrito como madre»), una empresaria que lo deja todo para dedicarse a luchar contra las injusticias y una víctima de violación. Y están sus obsesiones de siempre, como la condición de extranjería. La primera protagonista, Chiamaka, una nigeriana de familia acomodada con aspiraciones literarias, conoce a un coreano en la universidad y dice: «No era estadounidense, teníamos esa similitud, y por tanto sus días, como los míos, debían de estar dominados por la soledad». «Hay una soledad que tiene que ver con la inmigración, con la extranjería, con estar lejos de tu hogar. No sé si siempre es negativa, pero es algo que está ahí. Yo pertenezco a dos mundos, Nigeria y Estados Unidos, pero en cierto modo no pertenezco. En ambos mundos siento, y esto es también por mi condición de ser escritora, como que estoy siempre un paso atrás, observando la realidad en la distancia», explica.
En un momento de la novela, Chiamaka le dice a una editora de Nueva York que quiere escribir un libro sobre anécdotas en restaurantes africanos. Ella le responde que debería ocuparse de algo más interesante, como las violaciones en el Congo. Al recordar la escena, la autora sonríe. ¿Le ha ocurrido? «Una vez dije que quería escribir una novela sobre Hitler y me dijeron algo parecido… Pero a las escritoras africanas también nos interesa la Segunda Guerra Mundial. A mí me interesa muchísimo [deja un silencio]. El mundo editorial es muy conservador», remata, con idéntica sonrisa. Luego dirá que los sellos solo le dan a los lectores lo que presuponen que les interesará: historias de violencia de Latinoamérica, historias del racismo de los africanos… «Ahora tengo éxito y no tengo esa presión, o la resisto mejor, pero pienso en los jóvenes y…»
¿Cree que arriesgan cada vez menos? «En efecto, vivimos de una manera demasiado cautelosa, y no creo que sea bueno para nosotros. Me siento prácticamente en estado de duelo por las historias que no se están contando y que no se contarán, por ese conocimiento que no tendremos porque la gente va con demasiado cautela: es muy triste. Cuando leo novelas publicadas en los 70 o los 80 encuentro más complejidad, más cosas que te pueden molestar o que te pueden inquietar. Porque la vida, la vida es un lío: es contradictoria, incoherente, ambigua, imperfecta. Y tenemos que ser lo suficientemente adultos para aceptar esa complejidad».
—El éxito da libertad, ¿pero la fama no da presión?
—Siempre me sorprenden estas preguntas, porque no considero que viva en la fama. Pero yo no leo noticias sobre mí. No voy a leer esta entrevista. Hace años que no me busco en Google. He creado una distancia entre mi yo íntimo y mi yo público.
En el epílogo, recordando el caso de Nafissatou Diallo, que en 2011 denunció a Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, de agresión sexual, vuelve a defender la complejidad: «Ser humano día a día no es, ni debería ser, una interminable procesión de virtud. Una víctima no tiene por qué ser perfecta para merecer justicia». «En ese sentido hemos ido a peor, al menos en Estados Unidos. Pensar que el #MeToo tuvo lugar hace unos años y que ahora estamos en la situación en la que estamos… Era un movimiento muy prometedor e importante, pero que no consiguió hacer lo que podía haber hecho. En la actualidad vemos triunfar ideas retrógradas de lo que debería ser el lugar de una mujer, el lugar que debe ocupar una mujer en su casa o en la sociedad. Es un desenlace interesante, pero no en el sentido positivo, claro».
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