Fue el actor más guapo, que es lo mismo que decir que fue el más magnético, el más encantador, el más bellamente viril, un hombre capaz de atravesar con su mirada un siglo entero: Paul Newman (1925-2008) habría cumplido cien años hoy, y aún el mundo suspira por sus ojos azules, símbolo de un intérprete que fue un mito en un tiempo en que Hollywood era una fábrica, tal vez la única, sin duda la mejor, de sueños y dioses. Él fue un Apolo que bebía como un Dioniso –cuentan que iba por ahí con una cadena al cuello en la que llevaba un abrebotellas–, pero que nunca dejó de refinar su arte, al contrario que Marlon Brando, su compañero de olimpo. Elia Kazan dijo que Brando fue el más grande, pero que Newman le ganó por currante. Joanne Woodward, su segunda mujer, el amor de su vida, aseguraba lo mismo, aunque de otra forma: «Cuando lo vi actuar por primera vez, me pareció muy malo. No era más que una cara bonita». También podía sacarse la camiseta con orgullo. No se le notaba la cerveza.Como ocurre con toda estrella, su vida pública, o mejor, publicada, tiene el aroma de las leyendas: la de un joven que llegó al teatro porque no quería vender guantes de béisbol (ese era el negocio familiar, una tienda de material deportivo) y que acabó teniendo una de las carreras más exitosas del cine, con ocho nominaciones al Oscar a mejor actor, aunque solo se llevó la estatuilla una vez, en 1987, por ‘El color del dinero’ (el año anterior le habían dado el Oscar honorífico). Entre medias, fue artillero en la Segunda Guerra Mundial, celebró la bomba de Hiroshima («tenía 20 años y no sabía nada»), fue un mal estudiante universitario, quemó un coche para divertir a sus amigos, montó una lavandería en la que servían cerveza para amenizar la espera, le fue bien, se casó, fue infeliz, entró casi por casualidad en el Actors Studio, conoció a Joanne Woodward, se divorció, se casó con ella, empezó a tener éxito, siguió teniendo éxito, se equivocó, acertó, sufrió, disfrutó… En fin, una vida ancha y larga y contradictoria en la que quiso ser muchas cosas (jugador de fútbol americano, piloto de avión, piloto de coches), pero solo fue una, aunque mucho más importante: Paul Newman. Su debut en el cine le llegó en 1954 con ‘El cáliz de plata’, una película de romanos en la que hacía de esclavo. «Cuando la vi, me horroricé. Estaba seguro de que mi carrera había empezado y acabado ahí», contó él. Dos años después, en cambio, ya había cosechado su primer éxito internacional por su interpretación del boxeador Rocky Graziano en ‘Marcado por el odio’. Y en 1958 rodó con Elizabeth Taylor ‘La gata sobre el tejado de zinc’, que es un monumento a la sensualidad, una sublimación de la especie humana. Aunque quizá su gran pareja de baile fue Robert Redford, con el que hizo dos películas para la eternidad: ‘Dos hombres y un destino’ (1969) y ‘El golpe’ (1973). No volvieron a juntarse para una tercera obra maestra. Ellos lo achacaban a que no les llegó un guion lo suficientemente bueno.La retirada más eleganteOtro de sus papeles míticos fue el de Eddie Felson en ‘El buscavidas’ (1961), un jugador de billar que descubre el lado amargo de la victoria, y que el crítico Roger Ebert calificó como uno de los personajes más reales de la historia del cine. Veinticinco años después, Scorsese pudo rescatarlo en ‘ El color del dinero ‘, por la que le dieron su único Oscar. Pero su carrera está llena de títulos imborrables que lo sitúan por encima de cualquier galardón: ‘Cortina rasgada’ (1966), ‘La leyenda del indomable’ (1967), ‘El juez de la horca’ (1972), ‘El coloso en llamas’ (1974), ‘Veredicto final’ (1982)… Lo último que hizo en la gran pantalla fue ‘Camino a la perdición’ (2002), una película negra y redonda de Sam Mendes en la que encarnaba al patriarca irlandés de un clan mafioso. Lo nominaron al Oscar a mejor secundario. No se lo dieron, pero él se retiró con una elegancia a la altura de su leyenda. El 20 de noviembre de 1978, su hijo Scott desayunó ron y cocaína. Después se tomó nueve valiums para dormir la siesta: nunca se despertó. «En cierto sentido, llevaba diez años esperando que sucediera», dijo Paul, que luego creó una fundación para luchar contra la drogadicción. Su humor se agrió, al menos públicamente: evitaba los estrenos, las galas, conducía un escarabajo con motor de Porsche para no llamar la atención… También escondió sus ojos tras unas gafas de sol. Dicen que fue el primer famoso en hacerlo. La gente le pedía constantemente que se las quitara, para ver sus ojos: «No hay cosa que me haga sentir más como un objeto. Es como si uno se acerca a una mujer y le dice: ‘Desabróchese la blusa, que quiero mirarle las tetas», repetía él. En 2008 le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Murió en septiembre de ese año en su casa de Connecticut, rodeado de su mujer, Joanne Woodward , y de sus cinco hijas. Fue su último deseo, cerrar los ojos así. Fue el actor más guapo, que es lo mismo que decir que fue el más magnético, el más encantador, el más bellamente viril, un hombre capaz de atravesar con su mirada un siglo entero: Paul Newman (1925-2008) habría cumplido cien años hoy, y aún el mundo suspira por sus ojos azules, símbolo de un intérprete que fue un mito en un tiempo en que Hollywood era una fábrica, tal vez la única, sin duda la mejor, de sueños y dioses. Él fue un Apolo que bebía como un Dioniso –cuentan que iba por ahí con una cadena al cuello en la que llevaba un abrebotellas–, pero que nunca dejó de refinar su arte, al contrario que Marlon Brando, su compañero de olimpo. Elia Kazan dijo que Brando fue el más grande, pero que Newman le ganó por currante. Joanne Woodward, su segunda mujer, el amor de su vida, aseguraba lo mismo, aunque de otra forma: «Cuando lo vi actuar por primera vez, me pareció muy malo. No era más que una cara bonita». También podía sacarse la camiseta con orgullo. No se le notaba la cerveza.Como ocurre con toda estrella, su vida pública, o mejor, publicada, tiene el aroma de las leyendas: la de un joven que llegó al teatro porque no quería vender guantes de béisbol (ese era el negocio familiar, una tienda de material deportivo) y que acabó teniendo una de las carreras más exitosas del cine, con ocho nominaciones al Oscar a mejor actor, aunque solo se llevó la estatuilla una vez, en 1987, por ‘El color del dinero’ (el año anterior le habían dado el Oscar honorífico). Entre medias, fue artillero en la Segunda Guerra Mundial, celebró la bomba de Hiroshima («tenía 20 años y no sabía nada»), fue un mal estudiante universitario, quemó un coche para divertir a sus amigos, montó una lavandería en la que servían cerveza para amenizar la espera, le fue bien, se casó, fue infeliz, entró casi por casualidad en el Actors Studio, conoció a Joanne Woodward, se divorció, se casó con ella, empezó a tener éxito, siguió teniendo éxito, se equivocó, acertó, sufrió, disfrutó… En fin, una vida ancha y larga y contradictoria en la que quiso ser muchas cosas (jugador de fútbol americano, piloto de avión, piloto de coches), pero solo fue una, aunque mucho más importante: Paul Newman. Su debut en el cine le llegó en 1954 con ‘El cáliz de plata’, una película de romanos en la que hacía de esclavo. «Cuando la vi, me horroricé. Estaba seguro de que mi carrera había empezado y acabado ahí», contó él. Dos años después, en cambio, ya había cosechado su primer éxito internacional por su interpretación del boxeador Rocky Graziano en ‘Marcado por el odio’. Y en 1958 rodó con Elizabeth Taylor ‘La gata sobre el tejado de zinc’, que es un monumento a la sensualidad, una sublimación de la especie humana. Aunque quizá su gran pareja de baile fue Robert Redford, con el que hizo dos películas para la eternidad: ‘Dos hombres y un destino’ (1969) y ‘El golpe’ (1973). No volvieron a juntarse para una tercera obra maestra. Ellos lo achacaban a que no les llegó un guion lo suficientemente bueno.La retirada más eleganteOtro de sus papeles míticos fue el de Eddie Felson en ‘El buscavidas’ (1961), un jugador de billar que descubre el lado amargo de la victoria, y que el crítico Roger Ebert calificó como uno de los personajes más reales de la historia del cine. Veinticinco años después, Scorsese pudo rescatarlo en ‘ El color del dinero ‘, por la que le dieron su único Oscar. Pero su carrera está llena de títulos imborrables que lo sitúan por encima de cualquier galardón: ‘Cortina rasgada’ (1966), ‘La leyenda del indomable’ (1967), ‘El juez de la horca’ (1972), ‘El coloso en llamas’ (1974), ‘Veredicto final’ (1982)… Lo último que hizo en la gran pantalla fue ‘Camino a la perdición’ (2002), una película negra y redonda de Sam Mendes en la que encarnaba al patriarca irlandés de un clan mafioso. Lo nominaron al Oscar a mejor secundario. No se lo dieron, pero él se retiró con una elegancia a la altura de su leyenda. El 20 de noviembre de 1978, su hijo Scott desayunó ron y cocaína. Después se tomó nueve valiums para dormir la siesta: nunca se despertó. «En cierto sentido, llevaba diez años esperando que sucediera», dijo Paul, que luego creó una fundación para luchar contra la drogadicción. Su humor se agrió, al menos públicamente: evitaba los estrenos, las galas, conducía un escarabajo con motor de Porsche para no llamar la atención… También escondió sus ojos tras unas gafas de sol. Dicen que fue el primer famoso en hacerlo. La gente le pedía constantemente que se las quitara, para ver sus ojos: «No hay cosa que me haga sentir más como un objeto. Es como si uno se acerca a una mujer y le dice: ‘Desabróchese la blusa, que quiero mirarle las tetas», repetía él. En 2008 le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Murió en septiembre de ese año en su casa de Connecticut, rodeado de su mujer, Joanne Woodward , y de sus cinco hijas. Fue su último deseo, cerrar los ojos así.
Fue el actor más guapo, que es lo mismo que decir que fue el más magnético, el más encantador, el más bellamente viril, un hombre capaz de atravesar con su mirada un siglo entero: Paul Newman (1925-2008) habría cumplido cien años hoy, y … aún el mundo suspira por sus ojos azules, símbolo de un intérprete que fue un mito en un tiempo en que Hollywood era una fábrica, tal vez la única, sin duda la mejor, de sueños y dioses. Él fue un Apolo que bebía como un Dioniso –cuentan que iba por ahí con una cadena al cuello en la que llevaba un abrebotellas–, pero que nunca dejó de refinar su arte, al contrario que Marlon Brando, su compañero de olimpo. Elia Kazan dijo que Brando fue el más grande, pero que Newman le ganó por currante. Joanne Woodward, su segunda mujer, el amor de su vida, aseguraba lo mismo, aunque de otra forma: «Cuando lo vi actuar por primera vez, me pareció muy malo. No era más que una cara bonita». También podía sacarse la camiseta con orgullo. No se le notaba la cerveza.
Como ocurre con toda estrella, su vida pública, o mejor, publicada, tiene el aroma de las leyendas: la de un joven que llegó al teatro porque no quería vender guantes de béisbol (ese era el negocio familiar, una tienda de material deportivo) y que acabó teniendo una de las carreras más exitosas del cine, con ocho nominaciones al Oscar a mejor actor, aunque solo se llevó la estatuilla una vez, en 1987, por ‘El color del dinero’ (el año anterior le habían dado el Oscar honorífico). Entre medias, fue artillero en la Segunda Guerra Mundial, celebró la bomba de Hiroshima («tenía 20 años y no sabía nada»), fue un mal estudiante universitario, quemó un coche para divertir a sus amigos, montó una lavandería en la que servían cerveza para amenizar la espera, le fue bien, se casó, fue infeliz, entró casi por casualidad en el Actors Studio, conoció a Joanne Woodward, se divorció, se casó con ella, empezó a tener éxito, siguió teniendo éxito, se equivocó, acertó, sufrió, disfrutó… En fin, una vida ancha y larga y contradictoria en la que quiso ser muchas cosas (jugador de fútbol americano, piloto de avión, piloto de coches), pero solo fue una, aunque mucho más importante: Paul Newman.
Su debut en el cine le llegó en 1954 con ‘El cáliz de plata’, una película de romanos en la que hacía de esclavo. «Cuando la vi, me horroricé. Estaba seguro de que mi carrera había empezado y acabado ahí», contó él. Dos años después, en cambio, ya había cosechado su primer éxito internacional por su interpretación del boxeador Rocky Graziano en ‘Marcado por el odio’. Y en 1958 rodó con Elizabeth Taylor ‘La gata sobre el tejado de zinc’, que es un monumento a la sensualidad, una sublimación de la especie humana. Aunque quizá su gran pareja de baile fue Robert Redford, con el que hizo dos películas para la eternidad: ‘Dos hombres y un destino’ (1969) y ‘El golpe’ (1973). No volvieron a juntarse para una tercera obra maestra. Ellos lo achacaban a que no les llegó un guion lo suficientemente bueno.
La retirada más elegante
Otro de sus papeles míticos fue el de Eddie Felson en ‘El buscavidas’ (1961), un jugador de billar que descubre el lado amargo de la victoria, y que el crítico Roger Ebert calificó como uno de los personajes más reales de la historia del cine. Veinticinco años después, Scorsese pudo rescatarlo en ‘El color del dinero‘, por la que le dieron su único Oscar. Pero su carrera está llena de títulos imborrables que lo sitúan por encima de cualquier galardón: ‘Cortina rasgada’ (1966), ‘La leyenda del indomable’ (1967), ‘El juez de la horca’ (1972), ‘El coloso en llamas’ (1974), ‘Veredicto final’ (1982)… Lo último que hizo en la gran pantalla fue ‘Camino a la perdición’ (2002), una película negra y redonda de Sam Mendes en la que encarnaba al patriarca irlandés de un clan mafioso. Lo nominaron al Oscar a mejor secundario. No se lo dieron, pero él se retiró con una elegancia a la altura de su leyenda.
El 20 de noviembre de 1978, su hijo Scott desayunó ron y cocaína. Después se tomó nueve valiums para dormir la siesta: nunca se despertó. «En cierto sentido, llevaba diez años esperando que sucediera», dijo Paul, que luego creó una fundación para luchar contra la drogadicción. Su humor se agrió, al menos públicamente: evitaba los estrenos, las galas, conducía un escarabajo con motor de Porsche para no llamar la atención… También escondió sus ojos tras unas gafas de sol. Dicen que fue el primer famoso en hacerlo. La gente le pedía constantemente que se las quitara, para ver sus ojos: «No hay cosa que me haga sentir más como un objeto. Es como si uno se acerca a una mujer y le dice: ‘Desabróchese la blusa, que quiero mirarle las tetas», repetía él.
En 2008 le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Murió en septiembre de ese año en su casa de Connecticut, rodeado de su mujer, Joanne Woodward, y de sus cinco hijas. Fue su último deseo, cerrar los ojos así.
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