De la primera temporada de ‘Juego de tronos’ recuerdo dos muertes, solo dos. La primera es la de Ned Stark, aquel personaje ejemplar y lleno de honor ejecutado por un rey loco ante los ojos de sus dos hijas, que apartan la mirada con el espectador: apenas vemos sangre en esa escena, que tiene que ver más con el frío, aunque sucede al calor de una muchedumbre que jalea al verdugo. La segunda muerte es otra ejecución. Esta sucede de noche, y se la practica el propio Ned Stark al lobo de su hija Sansa, obligado por otro rey, este no loco pero sí alcohólico. Ahí no vemos nada, solo el rostro del padre que sufre mientras cumple su deber, y el sonido del cuchillo, una convención que llevamos muy adentro. En su día muchos subrayaron lo paradójico de que una serie escrita con sangre solo ahorrara al espectador la muerte de un animal, como si tuviera más piedad con el lobo que con nuestra especie. Pero lo cierto es que así la subrayaba: el horror crece en la imaginación, en los ojos cerrados, no en la pantalla. Lo contrario, la acumulación de violencia visual, termina por insensibilizar o convertirse en juego, como en Tarantino.En ‘Un fantasma en la batalla’ (ya en Netflix) los etarras asesinan a sus víctimas fuera de plano: escuchamos los disparos, vemos las salpicaduras de sangre y los rostros desolados de los familiares, también la indignación social que acaba por despertar; es lo que no llegamos a ver pero sabemos que ha sucedido lo que nos aterra. Al principio de la película, la protagonista, una infiltrada en la banda terrorista, se entera de una muerte en la que ha tenido algo que ver, muy lejanamente. Entonces, cuando la dejan sola, sale corriendo del colegio en el que está y vomita en plena calle. En su ensayo ‘Reflexiones sobre la guillotina’ (Taurus), Camus cuenta una historia similar. Una vez, su padre decidió asistir a una ejecución pública. Estaba convencido de que el hombre, que había cometido un crimen terrible, se lo merecía: hasta la pena de muerte se le quedaba corta, opinaba. Aquel día, después de todo, su padre volvió a casa corriendo, se acostó, vomitó y no quiso nunca más hablar del tema. Esa es la reacción más humana a la violencia, o al menos la más civilizada. Lo terrible no es que puedas llegar a ejecutar a alguien, sino que puedas comer después. O que haya banquetes en tu honor. De la primera temporada de ‘Juego de tronos’ recuerdo dos muertes, solo dos. La primera es la de Ned Stark, aquel personaje ejemplar y lleno de honor ejecutado por un rey loco ante los ojos de sus dos hijas, que apartan la mirada con el espectador: apenas vemos sangre en esa escena, que tiene que ver más con el frío, aunque sucede al calor de una muchedumbre que jalea al verdugo. La segunda muerte es otra ejecución. Esta sucede de noche, y se la practica el propio Ned Stark al lobo de su hija Sansa, obligado por otro rey, este no loco pero sí alcohólico. Ahí no vemos nada, solo el rostro del padre que sufre mientras cumple su deber, y el sonido del cuchillo, una convención que llevamos muy adentro. En su día muchos subrayaron lo paradójico de que una serie escrita con sangre solo ahorrara al espectador la muerte de un animal, como si tuviera más piedad con el lobo que con nuestra especie. Pero lo cierto es que así la subrayaba: el horror crece en la imaginación, en los ojos cerrados, no en la pantalla. Lo contrario, la acumulación de violencia visual, termina por insensibilizar o convertirse en juego, como en Tarantino.En ‘Un fantasma en la batalla’ (ya en Netflix) los etarras asesinan a sus víctimas fuera de plano: escuchamos los disparos, vemos las salpicaduras de sangre y los rostros desolados de los familiares, también la indignación social que acaba por despertar; es lo que no llegamos a ver pero sabemos que ha sucedido lo que nos aterra. Al principio de la película, la protagonista, una infiltrada en la banda terrorista, se entera de una muerte en la que ha tenido algo que ver, muy lejanamente. Entonces, cuando la dejan sola, sale corriendo del colegio en el que está y vomita en plena calle. En su ensayo ‘Reflexiones sobre la guillotina’ (Taurus), Camus cuenta una historia similar. Una vez, su padre decidió asistir a una ejecución pública. Estaba convencido de que el hombre, que había cometido un crimen terrible, se lo merecía: hasta la pena de muerte se le quedaba corta, opinaba. Aquel día, después de todo, su padre volvió a casa corriendo, se acostó, vomitó y no quiso nunca más hablar del tema. Esa es la reacción más humana a la violencia, o al menos la más civilizada. Lo terrible no es que puedas llegar a ejecutar a alguien, sino que puedas comer después. O que haya banquetes en tu honor. De la primera temporada de ‘Juego de tronos’ recuerdo dos muertes, solo dos. La primera es la de Ned Stark, aquel personaje ejemplar y lleno de honor ejecutado por un rey loco ante los ojos de sus dos hijas, que apartan la mirada con el espectador: apenas vemos sangre en esa escena, que tiene que ver más con el frío, aunque sucede al calor de una muchedumbre que jalea al verdugo. La segunda muerte es otra ejecución. Esta sucede de noche, y se la practica el propio Ned Stark al lobo de su hija Sansa, obligado por otro rey, este no loco pero sí alcohólico. Ahí no vemos nada, solo el rostro del padre que sufre mientras cumple su deber, y el sonido del cuchillo, una convención que llevamos muy adentro. En su día muchos subrayaron lo paradójico de que una serie escrita con sangre solo ahorrara al espectador la muerte de un animal, como si tuviera más piedad con el lobo que con nuestra especie. Pero lo cierto es que así la subrayaba: el horror crece en la imaginación, en los ojos cerrados, no en la pantalla. Lo contrario, la acumulación de violencia visual, termina por insensibilizar o convertirse en juego, como en Tarantino.En ‘Un fantasma en la batalla’ (ya en Netflix) los etarras asesinan a sus víctimas fuera de plano: escuchamos los disparos, vemos las salpicaduras de sangre y los rostros desolados de los familiares, también la indignación social que acaba por despertar; es lo que no llegamos a ver pero sabemos que ha sucedido lo que nos aterra. Al principio de la película, la protagonista, una infiltrada en la banda terrorista, se entera de una muerte en la que ha tenido algo que ver, muy lejanamente. Entonces, cuando la dejan sola, sale corriendo del colegio en el que está y vomita en plena calle. En su ensayo ‘Reflexiones sobre la guillotina’ (Taurus), Camus cuenta una historia similar. Una vez, su padre decidió asistir a una ejecución pública. Estaba convencido de que el hombre, que había cometido un crimen terrible, se lo merecía: hasta la pena de muerte se le quedaba corta, opinaba. Aquel día, después de todo, su padre volvió a casa corriendo, se acostó, vomitó y no quiso nunca más hablar del tema. Esa es la reacción más humana a la violencia, o al menos la más civilizada. Lo terrible no es que puedas llegar a ejecutar a alguien, sino que puedas comer después. O que haya banquetes en tu honor. RSS de noticias de play
