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  Literatura  Cómo las mujeres retratadas usaron la fotografía en el siglo XIX para empezar a liberarse
Literatura

Cómo las mujeres retratadas usaron la fotografía en el siglo XIX para empezar a liberarse

21 de abril de 2025
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Ataviadas como musas de la fotografía, con el dedo índice en la boca pidiendo silencio, en complicidad con el espectador; observada por su marido con arrobamiento, orinando a la vez que su pareja; dando el pecho a un bebé o en el lecho de muerte; cosiendo, jugando al ajedrez, o desnudas, acariciando sus genitales con las piernas abiertas… Desde la presentación de la fotografía en París, en 1839, las españolas fueron retratadas de casi todas las maneras imaginables. Sin embargo, su papel no era el de meras observadoras pasivas ante la cámara, sino que tenían sus propias ideas sobre cómo querían ser fotografiadas, y sus intereses o deseos desempeñaban un papel importante en el resultado final. Esa idea central transmite la historiadora del arte por la Universidad Complutense de Madrid Stéphany Onfray (Caen, Francia, 35 años) en su libro Retratadas (Cátedra).

La historiadora del arte Stéphany Onfray, en una azotea en el centro de Madrid, el 26 de marzo.

En este volumen resulta una delicia pasar sus páginas para contemplar las casi cuatrocientas imágenes sobre Fotografía, género y modernidad en el siglo XIX español, como señala el subtítulo. Yendo a la letra de este ensayo, concebido con “prisma de género” y nacido de su tesis doctoral, Onfray cuenta que siempre le había “atraído el proceso psicológico entre el fotógrafo o fotógrafa y las retratadas”. Lo habitual es pensar que quien hacía clic era el único responsable de lo que se plasmaba en el papel. “Yo lo que planteo es que la autoría era compartida. Al retratarse, estas mujeres tenían una intención, había una pose, un retoque y luego estaba el uso que se daba a la imagen”.

Buena parte de las fotos reproducidas en el libro proceden de la Colección Castellano, que está en la Biblioteca Nacional de España (BNE). “Son unas 21.000 imágenes en 22 álbumes, y además contiene manuscritos teatrales, dibujos… Todo esto pertenecía a un pintor de temas de historia, Manuel Castellano (1826-1880), coleccionista, aunque no fotógrafo, que donó su fondo a la BNE porque era amigo del entonces director, el dramaturgo Juan Eugenio Hartzenbusch”. Onfray también ha trabajado con el archivo del Museo del Romanticismo, en Madrid, y con su propia colección.

'Retrato de dos mujeres que llevan el mismo vestido', en el estudio del pintor y fotógrafo Pedro Martínez de Hebert, en torno a 1860.

¿Quiénes eran en las primeras décadas de la fotografía en España las “retratadas” que menciona el título? “Había de todo, pero muchas eran actrices; también estaban la aristocracia y la burguesía. Se piensa que era una práctica de la élite, pero igualmente se hacían retratos a amas de cría y personal doméstico. Sin embargo, de las personas de menos nivel económico se han conservado menos fotos”, añade.

Lo que buscaban aquellas mujeres cuando iban a un estudio fotográfico era, “sobre todo, presumir, por ellas y también de cara a su familia, a la que representaban”. La dicotomía de aquella práctica fotográfica primeriza era que, por un lado, “ellas promovían los ideales de la mujer de la clase dominante: religiosidad, belleza, feminidad, el papel de la señora del hogar, pero, a la vez, usaban la fotografía para de alguna manera liberarse, salirse de ese papel”. “Era como si dijesen: está bien, cumplo con los preceptos burgueses, pero también utilizo estas herramientas expresivas para definirme, como espacio de creación”, según Onfray. En cualquier caso, un mundo muy limitado para ellas, que en el caso de las solteras resultaba aún peor, como escribió Galdós: “Es una esclava; no puede ni menearse”.

Retrato de una mujer junto a las que son probablemente obras suyas, copias, como 'La Anunciación', de Murillo, en el estudio del fotógrafo José Martínez Sánchez, en torno a 1855.

Respecto a las diferencias con los retratos de los hombres, la historiadora apunta que “ellas tenían un abanico expresivo mayor, mientras que en ellos se da más una pose sistemática o bien aparecen con algo relacionado con su trabajo”. También subraya que había profesionales que se anunciaban en la prensa destacando “que disponían de una fotógrafa para retratar a señoras, quizás para que se sintiesen más cómodas”.

Un formato que rápidamente proliferó, aunque existía desde décadas atrás, fue el de las tarjetas de visita: una pequeña cartulina con el nombre y, ahora, la fotografía de quien la portaba, y que se intercambiaban en los salones de la burguesía y otros espacios; era un signo de distinción. Los fotógrafos colocaban estas tarjetas en los escaparates de sus estudios para atraer clientes y conseguían que la imagen de una persona pudiera ser vista por todo aquel que pasaba por delante. “Las tarjetas de visita fueron una democratización de la fotografía, también era fruto de una moda. Y del ego, porque tras la Revolución Francesa hubo un desarrollo de la individualidad que llevaba a las personas a decir: este soy yo”.

'Retrato de la reina Isabel II con disfraz de la reina Esther', personaje de la Biblia, en el estudio de Alonso Martínez y Hermano, en 1863.

Más complejos eran los álbumes fotográficos, que también se desarrollaron con profusión en España. “Eran para mujeres de la élite, tanto la cultural como la económica. Los había en muchos países, pero en España se dio una diferencia: unos álbumes prefotográficos, que se les llamaba álbumes de señoritas, aunque quienes los hacían eran hombres, con dibujos o escritos, por ejemplo”.

Más adelante, con los álbumes ya fotográficos, “ellas se hacen las dueñas” de ese producto, en el que pueden expresar sus sentimientos, como el Álbum de Emilia Pullés dedicado a sus hijos, de 1876, que se conserva en el Museo del Romanticismo. “Es una pieza excepcional, con cerca de ochenta páginas, organizado por temas, que incluye fotografías y cromos recortados”. Otra perspectiva sobre este asunto tenía, por ejemplo, Mariano José de Larra, que comparó estos objetos con las mujeres vírgenes: “¡Dichoso el que encuentra en esta especie de álbum todas las hojas en blanco!”.

Página del 'Álbum de Emilia Pullés dedicado a sus hijos', de 1876.

Y, cómo no, el nuevo medio también sirvió para satisfacer los placeres privados, en este caso de los hombres. La fotografía erótica, con desnudos de mujeres, se desarrolló antes en otras naciones que en España. Sin embargo, Onfray apunta que hay testimonios en la prensa nacional de los años setenta del siglo XIX “en los que se pedía a las autoridades que controlasen este fenómeno” porque se distribuía e intercambiaba el material con regularidad en los cafés. Como escribió escandalizado un periódico: “Se presenta a las mujeres completamente desnudas y en las más indecentes posiciones”.

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 La historiadora del arte Stéphany Onfray publica un ensayo sobre los diferentes tipos de imágenes que se tomaban a las féminas en los comienzos de este medio y el desconocido papel que ellas desempeñaron para controlar su propia representación  

Ataviadas como musas de la fotografía, con el dedo índice en la boca pidiendo silencio, en complicidad con el espectador; observada por su marido con arrobamiento, orinando a la vez que su pareja; dando el pecho a un bebé o en el lecho de muerte; cosiendo, jugando al ajedrez, o desnudas, acariciando sus genitales con las piernas abiertas… Desde la presentación de la fotografía en París, en 1839, las españolas fueron retratadas de casi todas las maneras imaginables. Sin embargo, su papel no era el de meras observadoras pasivas ante la cámara, sino que tenían sus propias ideas sobre cómo querían ser fotografiadas, y sus intereses o deseos desempeñaban un papel importante en el resultado final. Esa idea central transmite la historiadora del arte por la Universidad Complutense de Madrid Stéphany Onfray (Caen, Francia, 35 años) en su libro Retratadas (Cátedra).

La historiadora del arte Stéphany Onfray, en una azotea en el centro de Madrid, el 26 de marzo.

En este volumen resulta una delicia pasar sus páginas para contemplar las casi cuatrocientas imágenes sobre Fotografía, género y modernidad en el siglo XIX español, como señala el subtítulo. Yendo a la letra de este ensayo, concebido con “prisma de género” y nacido de su tesis doctoral, Onfray cuenta que siempre le había “atraído el proceso psicológico entre el fotógrafo o fotógrafa y las retratadas”. Lo habitual es pensar que quien hacía clic era el único responsable de lo que se plasmaba en el papel. “Yo lo que planteo es que la autoría era compartida. Al retratarse, estas mujeres tenían una intención, había una pose, un retoque y luego estaba el uso que se daba a la imagen”.

Buena parte de las fotos reproducidas en el libro proceden de la Colección Castellano, que está en la Biblioteca Nacional de España (BNE). “Son unas 21.000 imágenes en 22 álbumes, y además contiene manuscritos teatrales, dibujos… Todo esto pertenecía a un pintor de temas de historia, Manuel Castellano (1826-1880), coleccionista, aunque no fotógrafo, que donó su fondo a la BNE porque era amigo del entonces director, el dramaturgo Juan Eugenio Hartzenbusch”. Onfray también ha trabajado con el archivo del Museo del Romanticismo, en Madrid, y con su propia colección.

'Retrato de dos mujeres que llevan el mismo vestido', en el estudio del pintor y fotógrafo Pedro Martínez de Hebert, en torno a 1860.

¿Quiénes eran en las primeras décadas de la fotografía en España las “retratadas” que menciona el título? “Había de todo, pero muchas eran actrices; también estaban la aristocracia y la burguesía. Se piensa que era una práctica de la élite, pero igualmente se hacían retratos a amas de cría y personal doméstico. Sin embargo, de las personas de menos nivel económico se han conservado menos fotos”, añade.

Lo que buscaban aquellas mujeres cuando iban a un estudio fotográfico era, “sobre todo, presumir, por ellas y también de cara a su familia, a la que representaban”. La dicotomía de aquella práctica fotográfica primeriza era que, por un lado, “ellas promovían los ideales de la mujer de la clase dominante: religiosidad, belleza, feminidad, el papel de la señora del hogar, pero, a la vez, usaban la fotografía para de alguna manera liberarse, salirse de ese papel”. “Era como si dijesen: está bien, cumplo con los preceptos burgueses, pero también utilizo estas herramientas expresivas para definirme, como espacio de creación”, según Onfray. En cualquier caso, un mundo muy limitado para ellas, que en el caso de las solteras resultaba aún peor, como escribió Galdós: “Es una esclava; no puede ni menearse”.

Retrato de una mujer junto a las que son probablemente obras suyas, copias, como 'La Anunciación', de Murillo, en el estudio del fotógrafo José Martínez Sánchez, en torno a 1855.

Respecto a las diferencias con los retratos de los hombres, la historiadora apunta que “ellas tenían un abanico expresivo mayor, mientras que en ellos se da más una pose sistemática o bien aparecen con algo relacionado con su trabajo”. También subraya que había profesionales que se anunciaban en la prensa destacando “que disponían de una fotógrafa para retratar a señoras, quizás para que se sintiesen más cómodas”.

Un formato que rápidamente proliferó, aunque existía desde décadas atrás, fue el de las tarjetas de visita: una pequeña cartulina con el nombre y, ahora, la fotografía de quien la portaba, y que se intercambiaban en los salones de la burguesía y otros espacios; era un signo de distinción. Los fotógrafos colocaban estas tarjetas en los escaparates de sus estudios para atraer clientes y conseguían que la imagen de una persona pudiera ser vista por todo aquel que pasaba por delante. “Las tarjetas de visita fueron una democratización de la fotografía, también era fruto de una moda. Y del ego, porque tras la Revolución Francesa hubo un desarrollo de la individualidad que llevaba a las personas a decir: este soy yo”.

'Retrato de la reina Isabel II con disfraz de la reina Esther', personaje de la Biblia, en el estudio de Alonso Martínez y Hermano, en 1863.

Más complejos eran los álbumes fotográficos, que también se desarrollaron con profusión en España. “Eran para mujeres de la élite, tanto la cultural como la económica. Los había en muchos países, pero en España se dio una diferencia: unos álbumes prefotográficos, que se les llamaba álbumes de señoritas, aunque quienes los hacían eran hombres, con dibujos o escritos, por ejemplo”.

Más adelante, con los álbumes ya fotográficos, “ellas se hacen las dueñas” de ese producto, en el que pueden expresar sus sentimientos, como el Álbum de Emilia Pullés dedicado a sus hijos, de 1876, que se conserva en el Museo del Romanticismo. “Es una pieza excepcional, con cerca de ochenta páginas, organizado por temas, que incluye fotografías y cromos recortados”. Otra perspectiva sobre este asunto tenía, por ejemplo, Mariano José de Larra, que comparó estos objetos con las mujeres vírgenes: “¡Dichoso el que encuentra en esta especie de álbum todas las hojas en blanco!”.

Página del 'Álbum de Emilia Pullés dedicado a sus hijos', de 1876.

Y, cómo no, el nuevo medio también sirvió para satisfacer los placeres privados, en este caso de los hombres. La fotografía erótica, con desnudos de mujeres, se desarrolló antes en otras naciones que en España. Sin embargo, Onfray apunta que hay testimonios en la prensa nacional de los años setenta del siglo XIX “en los que se pedía a las autoridades que controlasen este fenómeno” porque se distribuía e intercambiaba el material con regularidad en los cafés. Como escribió escandalizado un periódico: “Se presenta a las mujeres completamente desnudas y en las más indecentes posiciones”.

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