Lo normal, en la estética, es el conservadurismo, por eso en este mundo en guerra los sevillanos protestan por la restauración de la Macarena, y han convertido la longitud de sus pestañas en un debate nacional: con la imagen no se juega. El suceso, muy andaluz y recurrente, recuerda al del año pasado, cuando un pintor estuvo a punto de ser crucificado por representar en el cartel de la Semana Santa a un Cristo menos masculino de lo que dictaba la supuesta tradición (no aclararon cuál, no lo sabían). El artista, al final, tuvo que confesar que había usado a su hijo como modelo, lo que contuvo algunas iras y acrecentó otras. Estas anécdotas vienen a subrayar hasta qué punto vivimos atados no tanto al canon como a lo que se espera de él: queremos que nada cambie, a ser posible, y lo queremos ya. Lo más triste cuando se quemó Notre Dame no fue el incendio, sino la restauración, el empeño por reconstruir la catedral tal y como estaba antes del fuego, como si nada hubiera sucedido. Es un retroceso para la humanidad, que siempre ha reinventado sus templos, y lo que es peor: es una muestra de cobardía. En nombre de la conservación hemos echado el freno en la historia del arte, que es una forma de echar el freno en la historia, de emborracharse en la nostalgia. Yo veo Notre Dame y veo un tiempo sin esperanza y sin valor. Y con miedo a morir. Noticia Relacionada Televidente opinion Si Colas virtuales y otras colas Bruno Pardo Porto Ser clase media es hoy tener agenda de ministro, o sea, vivir con el ocio planificado por legislaturasTal vez haya algo instintivo en este conservadurismo estético, algo atávico que los algoritmos han adivinado muy rápido para luego sublimarlo hasta el empacho. En Netflix todas las series se parecen, hasta en la paleta de color, y en Disney ya solo quieren hacer remakes de sus clásicos, o sea, restauraciones. Son negocios rentabilísimos que confirman que vivimos en la era de la repetición, del bucle. Nuestro signo es el del hombre que lleva dos horas mirando ‘reels’ en su móvil y no puede recordar ninguno, porque en el fondo siempre está viendo el mismo. Nos parecemos tanto a Sísifo.La democratización de la creación de contenidos («no eres un espectador, eres un creador») no nos ha llevado al paraíso de la creatividad, sino al infierno de lo igual, que es un lugar donde la gente ha dejado de rezar, pero se niega a que cambien su templo. Lo normal, en la estética, es el conservadurismo, por eso en este mundo en guerra los sevillanos protestan por la restauración de la Macarena, y han convertido la longitud de sus pestañas en un debate nacional: con la imagen no se juega. El suceso, muy andaluz y recurrente, recuerda al del año pasado, cuando un pintor estuvo a punto de ser crucificado por representar en el cartel de la Semana Santa a un Cristo menos masculino de lo que dictaba la supuesta tradición (no aclararon cuál, no lo sabían). El artista, al final, tuvo que confesar que había usado a su hijo como modelo, lo que contuvo algunas iras y acrecentó otras. Estas anécdotas vienen a subrayar hasta qué punto vivimos atados no tanto al canon como a lo que se espera de él: queremos que nada cambie, a ser posible, y lo queremos ya. Lo más triste cuando se quemó Notre Dame no fue el incendio, sino la restauración, el empeño por reconstruir la catedral tal y como estaba antes del fuego, como si nada hubiera sucedido. Es un retroceso para la humanidad, que siempre ha reinventado sus templos, y lo que es peor: es una muestra de cobardía. En nombre de la conservación hemos echado el freno en la historia del arte, que es una forma de echar el freno en la historia, de emborracharse en la nostalgia. Yo veo Notre Dame y veo un tiempo sin esperanza y sin valor. Y con miedo a morir. Noticia Relacionada Televidente opinion Si Colas virtuales y otras colas Bruno Pardo Porto Ser clase media es hoy tener agenda de ministro, o sea, vivir con el ocio planificado por legislaturasTal vez haya algo instintivo en este conservadurismo estético, algo atávico que los algoritmos han adivinado muy rápido para luego sublimarlo hasta el empacho. En Netflix todas las series se parecen, hasta en la paleta de color, y en Disney ya solo quieren hacer remakes de sus clásicos, o sea, restauraciones. Son negocios rentabilísimos que confirman que vivimos en la era de la repetición, del bucle. Nuestro signo es el del hombre que lleva dos horas mirando ‘reels’ en su móvil y no puede recordar ninguno, porque en el fondo siempre está viendo el mismo. Nos parecemos tanto a Sísifo.La democratización de la creación de contenidos («no eres un espectador, eres un creador») no nos ha llevado al paraíso de la creatividad, sino al infierno de lo igual, que es un lugar donde la gente ha dejado de rezar, pero se niega a que cambien su templo.
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«Lo más triste cuando se quemó Notre Dame no fue el incendio, sino la restauración, el empeño por reconstruir la catedral tal y como estaba antes del fuego»
Lo normal, en la estética, es el conservadurismo, por eso en este mundo en guerra los sevillanos protestan por la restauración de la Macarena, y han convertido la longitud de sus pestañas en un debate nacional: con la imagen no se juega. El suceso, muy … andaluz y recurrente, recuerda al del año pasado, cuando un pintor estuvo a punto de ser crucificado por representar en el cartel de la Semana Santa a un Cristo menos masculino de lo que dictaba la supuesta tradición (no aclararon cuál, no lo sabían). El artista, al final, tuvo que confesar que había usado a su hijo como modelo, lo que contuvo algunas iras y acrecentó otras.
Estas anécdotas vienen a subrayar hasta qué punto vivimos atados no tanto al canon como a lo que se espera de él: queremos que nada cambie, a ser posible, y lo queremos ya. Lo más triste cuando se quemó Notre Dame no fue el incendio, sino la restauración, el empeño por reconstruir la catedral tal y como estaba antes del fuego, como si nada hubiera sucedido. Es un retroceso para la humanidad, que siempre ha reinventado sus templos, y lo que es peor: es una muestra de cobardía. En nombre de la conservación hemos echado el freno en la historia del arte, que es una forma de echar el freno en la historia, de emborracharse en la nostalgia. Yo veo Notre Dame y veo un tiempo sin esperanza y sin valor. Y con miedo a morir.
Tal vez haya algo instintivo en este conservadurismo estético, algo atávico que los algoritmos han adivinado muy rápido para luego sublimarlo hasta el empacho. En Netflix todas las series se parecen, hasta en la paleta de color, y en Disney ya solo quieren hacer remakes de sus clásicos, o sea, restauraciones. Son negocios rentabilísimos que confirman que vivimos en la era de la repetición, del bucle. Nuestro signo es el del hombre que lleva dos horas mirando ‘reels’ en su móvil y no puede recordar ninguno, porque en el fondo siempre está viendo el mismo. Nos parecemos tanto a Sísifo.
La democratización de la creación de contenidos («no eres un espectador, eres un creador») no nos ha llevado al paraíso de la creatividad, sino al infierno de lo igual, que es un lugar donde la gente ha dejado de rezar, pero se niega a que cambien su templo.
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