En el mundo del teatro, nos hemos vuelto tan pesados cuestionando si los textos tienen o no tienen “vigencia” que estamos dejando arrinconados algunos que son verdaderas joyas. En otros géneros eso no ocurre: no creo que nadie se pregunte si ‘Crimen y castigo’ está “vigente” o si lo está la poesía de Quevedo. La única pregunta que se hacen quienes aman la literatura es si la que hay en esas obras les parece a ellos tan buena como presumiblemente es; es decir, si encontrarán en el verbo del autor ese camino hacia la belleza -intelectual o emocional- que ha intentado trazar o, por el contrario, solo advertirán una intransitable trocha tapada de maleza que no conduce a ningún sitio. Como consecuencia, la gente suele expresarse al respecto de los libros que lee atendiendo, llanamente, a la calidad que percibe en ellos: uno afirmará que no sé qué novela le encanta y otro que tal o cual poemario le parece malo y aburrido. Pero ningún lector que de verdad lo sea por pasión dirá jamás que no le interesa un libro porque ya “no está vigente” lo que hay en él. Desde luego que no está vigente La Mancha de Cervantes, ni el Londres de Dickens, ni La Coruña de Pardo Bazán, ni los ambientes fantásticos de Gómez de Avellaneda, ni los entornos pastoriles de Meléndez Valdés… Pero cualquier lector es suficientemente avispado para saber inferir de ahí, más allá del contexto histórico y social, lo que sí puede ser, o no, atemporal y universal: la imaginación en la construcción de la trama, la verosimilitud de su desarrollo, la hondura en el estudio de los personajes, la potencia de los conflictos en su nivel más profundo, la destreza para estimular los sentidos y la emoción, la precisión en la expresión de los sentimientos… Esto es lo único importante; y todo amante de la literatura lo sabe. La absurda preocupación por la vigencia -o el absurdo prejuicio de la vigencia, mejor dicho- solo se da en el teatro.
]]> No ha renunciado Helena Pimenta a la ambientación realista ni ha necesitado siquiera camuflarla o trasladarla en el tiempo para alcanzar su objetivo
Autoría: Antonio Buero Vallejo. Dirección: Helena Pimenta. Reparto: David Bueno, Juana Cordero, Gloria Muñoz / Puchi Lagarde, Gabriela Flores, Luisa Martínez Pazos, Mariano Llorente, Concha Delgado, Marta Poveda, David Luque, Agus Ruiz, Carmen del Valle, José Luis Alcobendas, Javier Lago, Alejandro Sigüenza, Darío Ibarra / Eneko Haren / Nicolás Camacho, Andrea M. Santos y Juan Carlos Mesonero. Teatro Español, Madrid. Hasta el 30 de marzo.
En el mundo del teatro, nos hemos vuelto tan pesados cuestionando si los textos tienen o no tienen “vigencia” que estamos dejando arrinconados algunos que son verdaderas joyas. En otros géneros eso no ocurre: no creo que nadie se pregunte si ‘Crimen y castigo’ está “vigente” o si lo está la poesía de Quevedo. La única pregunta que se hacen quienes aman la literatura es si la que hay en esas obras les parece a ellos tan buena como presumiblemente es; es decir, si encontrarán en el verbo del autor ese camino hacia la belleza -intelectual o emocional- que ha intentado trazar o, por el contrario, solo advertirán una intransitable trocha tapada de maleza que no conduce a ningún sitio. Como consecuencia, la gente suele expresarse al respecto de los libros que lee atendiendo, llanamente, a la calidad que percibe en ellos: uno afirmará que no sé qué novela le encanta y otro que tal o cual poemario le parece malo y aburrido. Pero ningún lector que de verdad lo sea por pasión dirá jamás que no le interesa un libro porque ya “no está vigente” lo que hay en él. Desde luego que no está vigente La Mancha de Cervantes, ni el Londres de Dickens, ni La Coruña de Pardo Bazán, ni los ambientes fantásticos de Gómez de Avellaneda, ni los entornos pastoriles de Meléndez Valdés… Pero cualquier lector es suficientemente avispado para saber inferir de ahí, más allá del contexto histórico y social, lo que sí puede ser, o no, atemporal y universal: la imaginación en la construcción de la trama, la verosimilitud de su desarrollo, la hondura en el estudio de los personajes, la potencia de los conflictos en su nivel más profundo, la destreza para estimular los sentidos y la emoción, la precisión en la expresión de los sentimientos… Esto es lo único importante; y todo amante de la literatura lo sabe. La absurda preocupación por la vigencia -o el absurdo prejuicio de la vigencia, mejor dicho- solo se da en el teatro.
Y así pasa, que hay autores tan buenos como Buero Vallejo que hoy apenas se representan porque algunas gentes del teatro muy influyentes y modernas -que suelen ser las más cerriles, gregarias e ignorantes- han decidido que no están vigentes. Y que tampoco está vigente el realismo. De hecho, no está vigente siquiera escribir bien; y nos encontramos no pocas obras estrenadas a bombo y platillo cuya técnica literaria es tan rudimentaria -si es que alcanza una mínima corrección gramatical- como la de un escolar de primaria. Afortunadamente, la tendencia última en algunos teatros públicos de Madrid es recuperar para el escenario la buena literatura dramática y dejar que los escritores se defiendan de espurias acusaciones con la única arma que tienen una vez muertos: sus textos. Y eso es lo que está pasando con Buero en el Teatro Español.
Cansados como están de tanta fruslería, los espectadores han agotado las localidades para todas las funciones de ‘Historia de una escalera’ hace ya muchos días. Y pocos habrá que salgan decepcionados cada noche; y menos que cuestionen la vigencia del texto, por más que la acción se enmarque en una particular realidad social y se sitúe en tres momentos temporales muy concretos y ya lejanos: 1919, 1929 y 1949. En efecto, si esta obra, de cuyo primer estreno se cumplen 75 años, merece tener más vida en los escenarios de la que hoy tiene no es porque su autor recrease de manera más o menos afinada un periodo histórico, ni porque hiciese siquiera un retrato más o menos fidedigno de una generación determinada. Lo que hace monumental -e inexorablemente vigente- al Buero de ‘Historia de una escalera’ es su capacidad para plasmar con extraordinario dramatismo y poética conmiseración, casi a modo de revelación catártica, una de sus grandes obsesiones temáticas: la incapacidad del ser humano para engranar la pureza de los sueños individuales en la maquinaria social y la consiguiente traición moral a sí mismo en el transcurso de su vida.
Y eso es lo que ha sabido leer a la perfección Helena Pimenta y lo que se ha querido mostrar en su propuesta por encima de cualquier otro aspecto, dando énfasis al carácter recurrente de nuestras flaquezas, pero también dejando entreabierta una ventana a nuestras potencialidades más estimables, las cuales, tal vez, puedan conducirnos algún día como especie por otros derroteros más felices. Y no ha renunciado la directora a la ambientación realista ni ha necesitado siquiera camuflarla o trasladarla en el tiempo para alcanzar su objetivo, como se aprecia en el vestuario de Gabriela Salaverri o en la eficaz escenografía -con la firma de José Tomé y Marcos Carazo- presidida por la gran escalera que articula la acción y que, ya en el título de la pieza, se erige en protagonista.
Desde luego, no ha debido de tenerlo demasiado difícil Pimenta para obtener este resultado si atendemos a las dimensiones de una producción con un equipo artístico que ya lo quisiera para sí cualquier compañía (el iluminador José Manuel Guerra, la coreógrafa Nuria Castejón…) y con un elenco de nada menos que 17 intérpretes, entre los cuales cabe destacar, algunos con más peso que otros en la trama, a David Luque, Marta Poveda, Agus Ruiz, José Luis Alcobendas, Puchi Lagarde y Mariano Llorente. Son especialmente bonitas y significativas, tanto por cómo han sido planteadas como por la exquisita manera en que las resuelven los actores, las escenas que van mostrando, a modo de remedo fallido, la evolución de la relación afectiva en el triángulo formado por Carmina, Fernando y Urbano; escenas en las que los personajes -interpretados por Poveda, Luque y Ruiz respectivamente- dejan ver de manera admirable el paso de la inocencia al desengaño, o al cinismo, incluso en su propia fisicidad.
· Lo mejor: La obra es magnífica y está bien leída y bien interpretada. Y la producción es colosal.
· Lo peor: La dificultad para conjugar el realismo con la representación del paso del tiempo en unos personajes interpretados por los mismos actores en las distintas etapas.
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