A Isidre B., profesor de Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales en un instituto de la periferia de Barcelona, se le acaban de amotinar los alumnos. Este año, Isidre pretendía que todos los que cursan su asignatura leyesen un libro, Breve historia del mundo, de Ernst H. Gombrich, un manual que él considera “idóneo” para que niños y adolescentes empiecen a interesarse por la evolución histórica de las sociedades humanas. Se negaron.
En la segunda sesión del curso, según explica el docente, “uno de los alumnos más revoltosos” dijo que había comprobado que aquello era un tostón de más de 300 páginas. Lo había comentado con sus compañeros y todos, sin excepción, estaban de acuerdo en que no pensaban leérselo. De poco sirvió que el profesor argumentase que se trataba, además de un clásico, de “un libro lleno de ilustraciones y escrito en un estilo sencillo y ameno”. Incluso trajo a colación una de sus frases recurrentes: “La Historia es una gran maestra, pero se está quedando sin alumnos”.
La delegada de clase intervino para sugerirle, en nombre de sus compañeros, que la lectura pasase a ser opcional: “Me dijo que ellos no estaban acostumbrados a lecturas tan largas y exigentes, que mi asignatura no era la única y que seguro que podía hacerles un breve resumen con los conceptos principales”. Todos aplaudieron. Estaban dispuestos a convertir la negativa a leer a Gombrich en un acto de objeción de conciencia.
El motín llegó a oídos de la dirección, que, tras consultar con la asociación de madres y padres, acabó terciando en favor de los alumnos. Nada de Gombrich, no traumaticemos a los muchachos, vinieron a decir. A Isidre le dijeron que sentían desautorizarle, pero que no tenía sentido convertir la lectura de un libro concreto “en una línea roja”, que si su intención era fomentar entre el alumnado el espíritu crítico y la comprensión lectora buscase una manera “más flexible y no tan impopular” de hacerlo.
El profesor ya se ha resignado a condensar las 300 páginas del manual de Gombrich en un telegráfico resumen de menos de 300 palabras, el único contacto que sus jóvenes pupilos van a tener con el venerable historiador vienés fallecido en 2001: “Lo peor es que el pulso lo habré perdido yo, pero son mis alumnos los verdaderos perjudicados. Tienen 17 años, son estudiantes de humanidades y están a punto de entrar en la universidad, pero entre todos permitimos que se tomen la lectura obligatoria de un libro completo por asignatura y año como una especie de intolerable imposición fascista”.
Al parecer, no están solos. Es más, la resistencia a las lecturas impuestas que ha detectado Isidre puede ser un fenómeno incluso más acuciante en otras latitudes. Hace unas semanas, la periodista estadounidense Rose Horowitz afirmaba en un artículo en The Atlantic que un porcentaje cada vez más alto de alumnos de primer curso de Yale, Columbia o Harvard están aterrizando en la universidad sin haber estrenado apenas su currículum como lectores. Así lo certifican los 33 profesores de centros de élite con los que ha hablado la periodista. Horowitz concluye que muchos de los integrantes de esta nueva hornada han leído “decenas de miles de tuits, cientos de artículos de prensa y puede que algunos fragmentos de poemas, pero ninguna novela completa, y no digamos ensayos o manuales”.
“Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece absurdo que se insista en que leamos ‘La vida es sueño’ antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”, defiende Nerea, estudiante de Derecho
Los universitarios zeta, concluye Horowitz, empiezan a ser una generación perdida para la lectura. Sobre todo —y aquí vendría el matiz— para lecturas que ponen a prueba su constancia y nivel de autoexigencia intelectual. La periodista cita a Nicholas Dames, profesor de Teoría e Historia de la Novela en la Universidad de Harvard, uno de los educadores que alarman del ocaso de la lectura. Dames considera que el problema es estructural. No se trata de que sus alumnos sean perezosos o hayan crecido con algún tipo de carencia cognitiva que les impida leer con solvencia. Pueden hacerlo. Pero no los han acostumbrado a ello. Los jóvenes adultos que estudian una carrera de humanidades deberían estar habituados a “leer sin traumas un libro largo, denso y complejo cada par de semanas”. Pero ese hábito, una gimnasia mental que requiere algo de entrenamiento y disciplina, tendrían que haberlo adquirido en sus años de instituto, un periodo en el que, según constata Horowitz, ya apenas se les exige que lean libros. Entre otras cosas, remata la cronista, “porque está dejando de considerarse necesario: el prestigio social de la lectura ha caído en picado”. Es decir, se ha abierto paso, incluso entre algunos docentes, la idea de que “leer libros es una pérdida de tiempo”, que existen maneras mucho más eficientes de adquirir conocimientos y habilidades.
En septiembre de 2023, el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) organizó en Madrid una mesa redonda con un título sugerente: ¿Cómo leen los jóvenes? La mayoría de los ponentes (la escritora Gemma Lienas, el poeta David Galán, los editores Marta Álvarez y Daniel Fernández) coincidieron en que leen cada vez peor, y que es fácilmente constatable un retroceso en los niveles de comprensión lectora de los jóvenes. Fernández lo atribuía a que las redes sociales y los constantes estímulos de todo tipo afectan a su capacidad de atención y los convierten en lectores impacientes, inconstantes y dispersos. Lienas añadía que “en la adolescencia, los libros compiten con la vida”. Exigen un tiempo y un espacio que cada vez vamos a estar menos dispuestos a darles. Y Galán apuntaba a que, en un mundo de pantallas múltiples y omnipresentes móviles, los libros pueden acabar convertidos en “juguetes con los que no nos han enseñado a jugar”. Marta Álvarez argumentaba, pese a todo, que los jóvenes leen mucho, puede que incluso más que en el pasado, y que tal vez el problema es que a los adultos no nos gusta “qué leen y cómo leen”.
Los datos disponibles parecen secundar la tesis de Álvarez. El último Barómetro de Lectura y Compra de Libros en España, un documento elaborado por la FGEE (Federación de Gremios de Editores de España), afirma que los adolescentes y jóvenes entre los 14 y los 24 años siguen siendo el sector de la población española que más lee en su tiempo libre. Un 74% de los ciudadanos de esa edad se declaran lectores recreativos. La encuesta no precisa del todo qué leen, en qué formatos y con qué frecuencia, pero sí certifica sin ambages que el hábito y el placer de leer están mucho más extendidos entre ellos que entre los mayores de 65 años (apenas un 53,7% se consideran lectores) o el tramo entre los 25 y los 65 (65,8%).
Pese a todo, el Barómetro permite detectar también un gradual enfriamiento del hábito lector que se detecta en los últimos cursos de la ESO y se acelera durante el Bachillerato. En esa franja de edad, entre los 14 y los 17 años, el porcentaje de lectores habituales cae más de 12 puntos, del 77,5% al 64,9%. Se trata de un momento crucial, porque, tal y como asegura la educadora y experta en literatura juvenil Teresa Duran, “es la edad en que, si todo va bien, se produce la transición de las lecturas de infancia a la lectura seria”. Es decir, de Geronimo Stilton y Harry Potter a El Quijote. Muchos jóvenes no completan ese brusco tránsito y empiezan a desertar de los libros en cuanto aparecen las primeras curvas. Duran considera que, al incrementarse el nivel de exigencia académica al que se enfrentan, cada vez disponen de menos tiempo para leer por placer y las lecturas que les ofrecen en clase apenas les interesan. Otro dato que invita a la reflexión es el descenso en la comprensión lectora que se ha registrado en la última década entre los alumnos de esa edad, en torno a los 15 años: según el último informe PISA, uno de cada cuatro no supera el nivel de competencia 2. Es decir, técnicamente, no entiende lo que lee. La puntuación media en ese apartado es de 474 puntos, no muy alejada de la media de la OCDE (416), pero 22 puntos por debajo de la que registraba el informe PISA de 2015.
Cada vez más alumnos de universidades de élite “han leído miles de tuits y cientos de artículos, pero ninguna novela completa”, afirmaba la periodista Rose Horowitz en ‘The Atlantic’
Para Miguel Salas, doctor en Literatura Comparada y autor del libro (En) plan lector. Sobrevivir a la adolescencia sin dejar de leer, la lectura es un hábito que se mantiene con dificultad a partir de los 13 años, porque empieza a entrar en competencia con la vida social y con el asesino silencioso de esta historia, el teléfono móvil, que les ofrece “un ocio de baja calidad que exige muy poco esfuerzo”. No existen fórmulas mágicas para contrarrestar esta tendencia, aunque él recomienda a los padres que “lean para ellos, con ellos y delante de ellos”.
El antídoto eficaz a esa epidemia de creciente desinterés por la letra impresa consiste, en su opinión, en “rodearles de libros, llevarles a la librería, hacerles socios de la biblioteca”. Asegurarse, en definitiva, de que la lectura nunca deje de formar parte de su paisaje cotidiano. Solo así se puede contrarrestar la pérdida de peso social de un hábito que resulta imprescindible “para desarrollar sus competencias lingüísticas, fomentar su vida interior, desarrollar su empatía o el sentido de la evasión bien entendida”.
Los datos de la FGEE apuntan, en cualquier caso, a que la pandemia trajo un repunte de la lectura entre los jóvenes y que esta (suave) tendencia al alza se ha venido manteniendo desde entonces. Tal vez los menores de 18 años lean cada vez menos en el instituto e incluso en la universidad, pero no han renunciado a hacerlo en su tiempo libre. Puede que no estén dispuestos a leer a Gombrich por mucho que se les insista, pero sí devoran con fruición novelas que resultan invisibles para el radar de los adultos, como Alas de ónix, de Rebeca Yarros, Los chicos de Tommen, de Chloe Walsh, Cuando el cielo se vuelva amarillo, de Nerea Pascual o Redes, de Eloy Moreno. Son libros de entre 300 y 600 páginas, y si no ven ustedes a jóvenes acarreando semejantes mamotretos en el transporte público es porque muchos de ellos los leen en casa o en cómodos formatos digitales.
La literatura juvenil, según datos del ya citado Barómetro, es un nicho de mercado que ha crecido un 54,8% desde 2018 y que ahora mismo registra incrementos anuales por encima del 8%. La valenciana Laura Tárraga, autora de novelas infantiles y juveniles como Entre vidas o la saga Casi cracks, asegura que los jóvenes son ávidos lectores de romantsy, un cruce entre romance y fantasía que en estos momentos “está en auge y en boca de todo el mundo”. Aprecian lo prácticos que resultan los e-books, pero no son insensibles al fetichismo de la letra impresa, “aman toquetear, oler y llenar de post-its sus libros preferidos” y los valoran como objetos de colección “que quedan bien en sus estanterías”. Para Miguel Salas, gran parte de esta literatura que descubren en las redes sociales y se recomiendan unos a otros entraría, en cualquier caso, en la categoría de “lecturas ramplonas”, sin apenas calidad y que “no les aportan demasiado”. Pueden contribuir a que adquieran y conserven el hábito lector, pero no a guiarles al otro lado, ese Nirvana de la lectura “seria” del que habla Teresa Duran. Para alcanzarlo, sería conveniente que alternasen las lecturas de su elección con las que les recomiendan padres y educadores. Difícil equilibrio ya que, muy a menudo, “los adolescentes rechazan lo que les recomendamos los adultos”.
Siempre ha sido así, pero el foso parece haberse ampliado más aún en los últimos años. Isidre nos pone en contacto con Nerea, antigua alumna suya de 20 años, hoy estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona. Para esta lectora frecuente y tenaz (“suelo leer un mínimo de 50 libros anuales, novelas sobre todo, pero también poesía, manuales y ensayos”, dice), el problema es, sin duda, que la listas de lecturas recomendadas sigan siendo las mismas generación tras generación: “Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece un tanto absurdo que se insista en que leamos Luces de Bohemia, La vida es sueño o Bodas de sangre antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”.
Su hermano menor, Iván, de 17 años, se reconoce un lector “perezoso”, pero también ha leído a Rooney. Considera, no sin cierta sorna, que la lectura es un “placer intelectual” que los adultos apenas fomentan, tal vez porque no saben muy bien cómo hacerlo: “Yo empecé a leer en serio por influencia de mi hermana, que compartía conmigo las novelas que le habían gustado, pero no he sido capaz de acabarme ninguna de las lecturas obligatorias del instituto, y la mayoría de mis compañeros tampoco lo hacen”. En su opinión, todo responde a un extraño pacto tácito: “Los profesores nos insisten en que leamos una serie de libros que en teoría son esenciales, pero en el fondo saben que no vamos a hacerlo, que buscaremos algún resumen en internet por si tenemos que hacer algún trabajo o acaba siendo pregunta de examen”. “Tampoco tienen tiempo”, tercia su hermana, “se pasan el día en clase o en actividades extraescolares. En realidad, una carrera universitaria es más exigente, pero también bastante más compatible con la vida que los últimos cursos del colegio”.
Víctor T., otro profesor de instituto barcelonés, esta vez del Bachillerato artístico, sí que ha constatado que algunos de sus alumnos son “lectores en la intimidad y poco menos que ágrafos en el aula”. Para Víctor, resulta incuestionable que “el abismo que separa sus lecturas recreativas de las que forman parte del currículum formativo es hoy más grande que nunca”. No se trata de Gombrich, sino de Cervantes, Shakespeare, Homero y tantos otros autores tan alejados de su esfera de intereses que “ni siquiera se plantean que leerlos les podría resultar gratificante”. Para ellos, pertenecen a otro ámbito, el de la obligaciones e imposiciones, no al de los estímulos directos y placeres simples que les proporcionan Yarros, Walsh o Moreno.
Para Víctor, lo que está fallando es el peldaño intermedio que lleva de “esas lecturas instrumentales de la infancia y adolescencia a la lectura seria”. En su opinión, muchos docentes renuncian a acompañarlos en ese tránsito porque “valoran su nivel de madurez intelectual desde una cierta condescendencia y concluyen que no están preparados, que ya aprenderán a leer mejor cuando sean más mayores y que, de momento, basta con que lean algo, lo que esa”.
El problema, añade el profesor, es que ese momento de transición no llegará nunca: “Los que no hayan adquirido hábitos de lectura sólida en los últimos años de instituto ya no lo harán en la universidad. Irán surfeando su itinerario formativo, se leerán algún que otro libro cuando no les quede más remedio y, una vez licenciados, muchos de ellos dejarán de leer por completo y ya nunca recuperarán el hábito”. Víctor considera que parte de su función “como educador y como intermediario entre el mundo de los jóvenes y el de la tradición cultural” es despertar su curiosidad, “que lean a Marcel Proust, vean Ciudadano Kane, escuchen a Gustav Mahler, aunque sea una sola vez”. No se trata de imponerles unas preferencias y valores que ellos sienten como ajenos, sino de “invitarlos a un festín que puede enriquecer sus vidas”. Renunciar a ello equivale, para este profesor entusiasta y apasionado, a “traicionarlos”.
Víctor acaba aceptando, con reticencias, que los preuniversitarios españoles leen más que nunca, pero cada vez peor: “Puede sonar paternalista o incluso reaccionario, pero creo que es cierto, por desgracia”. Isidre B. prefiere no secundar esta conclusión catastrofista: “Ellos hacen lo que pueden. Somos los adultos, padres y educadores, los que hemos renunciado a transmitirles el valor y la importancia de la lectura”. Después de todo, él solo pretendía que “se hiciesen un favor” y leyesen a Gombrich.
A Isidre B., profesor de Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales en un instituto de la periferia de Barcelona, se le acaban de amotinar los alumnos. Este año, Isidre pretendía que todos los que cursan su asignatura leyesen un libro, Breve historia del mundo, de Ernst H. Gombrich, un manual que él considera “idóneo” para que niños y adolescentes empiecen a interesarse por la evolución histórica de las sociedades humanas. Se negaron.En la segunda sesión del curso, según explica el docente, “uno de los alumnos más revoltosos” dijo que había comprobado que aquello era un tostón de más de 300 páginas. Lo había comentado con sus compañeros y todos, sin excepción, estaban de acuerdo en que no pensaban leérselo. De poco sirvió que el profesor argumentase que se trataba, además de un clásico, de “un libro lleno de ilustraciones y escrito en un estilo sencillo y ameno”. Incluso trajo a colación una de sus frases recurrentes: “La Historia es una gran maestra, pero se está quedando sin alumnos”.La delegada de clase intervino para sugerirle, en nombre de sus compañeros, que la lectura pasase a ser opcional: “Me dijo que ellos no estaban acostumbrados a lecturas tan largas y exigentes, que mi asignatura no era la única y que seguro que podía hacerles un breve resumen con los conceptos principales”. Todos aplaudieron. Estaban dispuestos a convertir la negativa a leer a Gombrich en un acto de objeción de conciencia.El motín llegó a oídos de la dirección, que, tras consultar con la asociación de madres y padres, acabó terciando en favor de los alumnos. Nada de Gombrich, no traumaticemos a los muchachos, vinieron a decir. A Isidre le dijeron que sentían desautorizarle, pero que no tenía sentido convertir la lectura de un libro concreto “en una línea roja”, que si su intención era fomentar entre el alumnado el espíritu crítico y la comprensión lectora buscase una manera “más flexible y no tan impopular” de hacerlo.El profesor ya se ha resignado a condensar las 300 páginas del manual de Gombrich en un telegráfico resumen de menos de 300 palabras, el único contacto que sus jóvenes pupilos van a tener con el venerable historiador vienés fallecido en 2001: “Lo peor es que el pulso lo habré perdido yo, pero son mis alumnos los verdaderos perjudicados. Tienen 17 años, son estudiantes de humanidades y están a punto de entrar en la universidad, pero entre todos permitimos que se tomen la lectura obligatoria de un libro completo por asignatura y año como una especie de intolerable imposición fascista”.Al parecer, no están solos. Es más, la resistencia a las lecturas impuestas que ha detectado Isidre puede ser un fenómeno incluso más acuciante en otras latitudes. Hace unas semanas, la periodista estadounidense Rose Horowitz afirmaba en un artículo en The Atlantic que un porcentaje cada vez más alto de alumnos de primer curso de Yale, Columbia o Harvard están aterrizando en la universidad sin haber estrenado apenas su currículum como lectores. Así lo certifican los 33 profesores de centros de élite con los que ha hablado la periodista. Horowitz concluye que muchos de los integrantes de esta nueva hornada han leído “decenas de miles de tuits, cientos de artículos de prensa y puede que algunos fragmentos de poemas, pero ninguna novela completa, y no digamos ensayos o manuales”.“Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece absurdo que se insista en que leamos ‘La vida es sueño’ antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”, defiende Nerea, estudiante de DerechoLos universitarios zeta, concluye Horowitz, empiezan a ser una generación perdida para la lectura. Sobre todo —y aquí vendría el matiz— para lecturas que ponen a prueba su constancia y nivel de autoexigencia intelectual. La periodista cita a Nicholas Dames, profesor de Teoría e Historia de la Novela en la Universidad de Harvard, uno de los educadores que alarman del ocaso de la lectura. Dames considera que el problema es estructural. No se trata de que sus alumnos sean perezosos o hayan crecido con algún tipo de carencia cognitiva que les impida leer con solvencia. Pueden hacerlo. Pero no los han acostumbrado a ello. Los jóvenes adultos que estudian una carrera de humanidades deberían estar habituados a “leer sin traumas un libro largo, denso y complejo cada par de semanas”. Pero ese hábito, una gimnasia mental que requiere algo de entrenamiento y disciplina, tendrían que haberlo adquirido en sus años de instituto, un periodo en el que, según constata Horowitz, ya apenas se les exige que lean libros. Entre otras cosas, remata la cronista, “porque está dejando de considerarse necesario: el prestigio social de la lectura ha caído en picado”. Es decir, se ha abierto paso, incluso entre algunos docentes, la idea de que “leer libros es una pérdida de tiempo”, que existen maneras mucho más eficientes de adquirir conocimientos y habilidades.En septiembre de 2023, el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) organizó en Madrid una mesa redonda con un título sugerente: ¿Cómo leen los jóvenes? La mayoría de los ponentes (la escritora Gemma Lienas, el poeta David Galán, los editores Marta Álvarez y Daniel Fernández) coincidieron en que leen cada vez peor, y que es fácilmente constatable un retroceso en los niveles de comprensión lectora de los jóvenes. Fernández lo atribuía a que las redes sociales y los constantes estímulos de todo tipo afectan a su capacidad de atención y los convierten en lectores impacientes, inconstantes y dispersos. Lienas añadía que “en la adolescencia, los libros compiten con la vida”. Exigen un tiempo y un espacio que cada vez vamos a estar menos dispuestos a darles. Y Galán apuntaba a que, en un mundo de pantallas múltiples y omnipresentes móviles, los libros pueden acabar convertidos en “juguetes con los que no nos han enseñado a jugar”. Marta Álvarez argumentaba, pese a todo, que los jóvenes leen mucho, puede que incluso más que en el pasado, y que tal vez el problema es que a los adultos no nos gusta “qué leen y cómo leen”.Los datos disponibles parecen secundar la tesis de Álvarez. El último Barómetro de Lectura y Compra de Libros en España, un documento elaborado por la FGEE (Federación de Gremios de Editores de España), afirma que los adolescentes y jóvenes entre los 14 y los 24 años siguen siendo el sector de la población española que más lee en su tiempo libre. Un 74% de los ciudadanos de esa edad se declaran lectores recreativos. La encuesta no precisa del todo qué leen, en qué formatos y con qué frecuencia, pero sí certifica sin ambages que el hábito y el placer de leer están mucho más extendidos entre ellos que entre los mayores de 65 años (apenas un 53,7% se consideran lectores) o el tramo entre los 25 y los 65 (65,8%).Pese a todo, el Barómetro permite detectar también un gradual enfriamiento del hábito lector que se detecta en los últimos cursos de la ESO y se acelera durante el Bachillerato. En esa franja de edad, entre los 14 y los 17 años, el porcentaje de lectores habituales cae más de 12 puntos, del 77,5% al 64,9%. Se trata de un momento crucial, porque, tal y como asegura la educadora y experta en literatura juvenil Teresa Duran, “es la edad en que, si todo va bien, se produce la transición de las lecturas de infancia a la lectura seria”. Es decir, de Geronimo Stilton y Harry Potter a El Quijote. Muchos jóvenes no completan ese brusco tránsito y empiezan a desertar de los libros en cuanto aparecen las primeras curvas. Duran considera que, al incrementarse el nivel de exigencia académica al que se enfrentan, cada vez disponen de menos tiempo para leer por placer y las lecturas que les ofrecen en clase apenas les interesan. Otro dato que invita a la reflexión es el descenso en la comprensión lectora que se ha registrado en la última década entre los alumnos de esa edad, en torno a los 15 años: según el último informe PISA, uno de cada cuatro no supera el nivel de competencia 2. Es decir, técnicamente, no entiende lo que lee. La puntuación media en ese apartado es de 474 puntos, no muy alejada de la media de la OCDE (416), pero 22 puntos por debajo de la que registraba el informe PISA de 2015.Cada vez más alumnos de universidades de élite “han leído miles de tuits y cientos de artículos, pero ninguna novela completa”, afirmaba la periodista Rose Horowitz en ‘The Atlantic’Para Miguel Salas, doctor en Literatura Comparada y autor del libro (En) plan lector. Sobrevivir a la adolescencia sin dejar de leer, la lectura es un hábito que se mantiene con dificultad a partir de los 13 años, porque empieza a entrar en competencia con la vida social y con el asesino silencioso de esta historia, el teléfono móvil, que les ofrece “un ocio de baja calidad que exige muy poco esfuerzo”. No existen fórmulas mágicas para contrarrestar esta tendencia, aunque él recomienda a los padres que “lean para ellos, con ellos y delante de ellos”.El antídoto eficaz a esa epidemia de creciente desinterés por la letra impresa consiste, en su opinión, en “rodearles de libros, llevarles a la librería, hacerles socios de la biblioteca”. Asegurarse, en definitiva, de que la lectura nunca deje de formar parte de su paisaje cotidiano. Solo así se puede contrarrestar la pérdida de peso social de un hábito que resulta imprescindible “para desarrollar sus competencias lingüísticas, fomentar su vida interior, desarrollar su empatía o el sentido de la evasión bien entendida”.Los datos de la FGEE apuntan, en cualquier caso, a que la pandemia trajo un repunte de la lectura entre los jóvenes y que esta (suave) tendencia al alza se ha venido manteniendo desde entonces. Tal vez los menores de 18 años lean cada vez menos en el instituto e incluso en la universidad, pero no han renunciado a hacerlo en su tiempo libre. Puede que no estén dispuestos a leer a Gombrich por mucho que se les insista, pero sí devoran con fruición novelas que resultan invisibles para el radar de los adultos, como Alas de ónix, de Rebeca Yarros, Los chicos de Tommen, de Chloe Walsh, Cuando el cielo se vuelva amarillo, de Nerea Pascual o Redes, de Eloy Moreno. Son libros de entre 300 y 600 páginas, y si no ven ustedes a jóvenes acarreando semejantes mamotretos en el transporte público es porque muchos de ellos los leen en casa o en cómodos formatos digitales.La literatura juvenil, según datos del ya citado Barómetro, es un nicho de mercado que ha crecido un 54,8% desde 2018 y que ahora mismo registra incrementos anuales por encima del 8%. La valenciana Laura Tárraga, autora de novelas infantiles y juveniles como Entre vidas o la saga Casi cracks, asegura que los jóvenes son ávidos lectores de romantsy, un cruce entre romance y fantasía que en estos momentos “está en auge y en boca de todo el mundo”. Aprecian lo prácticos que resultan los e-books, pero no son insensibles al fetichismo de la letra impresa, “aman toquetear, oler y llenar de post-its sus libros preferidos” y los valoran como objetos de colección “que quedan bien en sus estanterías”. Para Miguel Salas, gran parte de esta literatura que descubren en las redes sociales y se recomiendan unos a otros entraría, en cualquier caso, en la categoría de “lecturas ramplonas”, sin apenas calidad y que “no les aportan demasiado”. Pueden contribuir a que adquieran y conserven el hábito lector, pero no a guiarles al otro lado, ese Nirvana de la lectura “seria” del que habla Teresa Duran. Para alcanzarlo, sería conveniente que alternasen las lecturas de su elección con las que les recomiendan padres y educadores. Difícil equilibrio ya que, muy a menudo, “los adolescentes rechazan lo que les recomendamos los adultos”.Siempre ha sido así, pero el foso parece haberse ampliado más aún en los últimos años. Isidre nos pone en contacto con Nerea, antigua alumna suya de 20 años, hoy estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona. Para esta lectora frecuente y tenaz (“suelo leer un mínimo de 50 libros anuales, novelas sobre todo, pero también poesía, manuales y ensayos”, dice), el problema es, sin duda, que la listas de lecturas recomendadas sigan siendo las mismas generación tras generación: “Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece un tanto absurdo que se insista en que leamos Luces de Bohemia, La vida es sueño o Bodas de sangre antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”.Su hermano menor, Iván, de 17 años, se reconoce un lector “perezoso”, pero también ha leído a Rooney. Considera, no sin cierta sorna, que la lectura es un “placer intelectual” que los adultos apenas fomentan, tal vez porque no saben muy bien cómo hacerlo: “Yo empecé a leer en serio por influencia de mi hermana, que compartía conmigo las novelas que le habían gustado, pero no he sido capaz de acabarme ninguna de las lecturas obligatorias del instituto, y la mayoría de mis compañeros tampoco lo hacen”. En su opinión, todo responde a un extraño pacto tácito: “Los profesores nos insisten en que leamos una serie de libros que en teoría son esenciales, pero en el fondo saben que no vamos a hacerlo, que buscaremos algún resumen en internet por si tenemos que hacer algún trabajo o acaba siendo pregunta de examen”. “Tampoco tienen tiempo”, tercia su hermana, “se pasan el día en clase o en actividades extraescolares. En realidad, una carrera universitaria es más exigente, pero también bastante más compatible con la vida que los últimos cursos del colegio”.Víctor T., otro profesor de instituto barcelonés, esta vez del Bachillerato artístico, sí que ha constatado que algunos de sus alumnos son “lectores en la intimidad y poco menos que ágrafos en el aula”. Para Víctor, resulta incuestionable que “el abismo que separa sus lecturas recreativas de las que forman parte del currículum formativo es hoy más grande que nunca”. No se trata de Gombrich, sino de Cervantes, Shakespeare, Homero y tantos otros autores tan alejados de su esfera de intereses que “ni siquiera se plantean que leerlos les podría resultar gratificante”. Para ellos, pertenecen a otro ámbito, el de la obligaciones e imposiciones, no al de los estímulos directos y placeres simples que les proporcionan Yarros, Walsh o Moreno.Para Víctor, lo que está fallando es el peldaño intermedio que lleva de “esas lecturas instrumentales de la infancia y adolescencia a la lectura seria”. En su opinión, muchos docentes renuncian a acompañarlos en ese tránsito porque “valoran su nivel de madurez intelectual desde una cierta condescendencia y concluyen que no están preparados, que ya aprenderán a leer mejor cuando sean más mayores y que, de momento, basta con que lean algo, lo que esa”.El problema, añade el profesor, es que ese momento de transición no llegará nunca: “Los que no hayan adquirido hábitos de lectura sólida en los últimos años de instituto ya no lo harán en la universidad. Irán surfeando su itinerario formativo, se leerán algún que otro libro cuando no les quede más remedio y, una vez licenciados, muchos de ellos dejarán de leer por completo y ya nunca recuperarán el hábito”. Víctor considera que parte de su función “como educador y como intermediario entre el mundo de los jóvenes y el de la tradición cultural” es despertar su curiosidad, “que lean a Marcel Proust, vean Ciudadano Kane, escuchen a Gustav Mahler, aunque sea una sola vez”. No se trata de imponerles unas preferencias y valores que ellos sienten como ajenos, sino de “invitarlos a un festín que puede enriquecer sus vidas”. Renunciar a ello equivale, para este profesor entusiasta y apasionado, a “traicionarlos”.Víctor acaba aceptando, con reticencias, que los preuniversitarios españoles leen más que nunca, pero cada vez peor: “Puede sonar paternalista o incluso reaccionario, pero creo que es cierto, por desgracia”. Isidre B. prefiere no secundar esta conclusión catastrofista: “Ellos hacen lo que pueden. Somos los adultos, padres y educadores, los que hemos renunciado a transmitirles el valor y la importancia de la lectura”. Después de todo, él solo pretendía que “se hiciesen un favor” y leyesen a Gombrich. Seguir leyendo

A Isidre B., profesor de Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales en un instituto de la periferia de Barcelona, se le acaban de amotinar los alumnos. Este año, Isidre pretendía que todos los que cursan su asignatura leyesen un libro, Breve historia del mundo, de Ernst H. Gombrich, un manual que él considera “idóneo” para que niños y adolescentes empiecen a interesarse por la evolución histórica de las sociedades humanas. Se negaron.
En la segunda sesión del curso, según explica el docente, “uno de los alumnos más revoltosos” dijo que había comprobado que aquello era un tostón de más de 300 páginas. Lo había comentado con sus compañeros y todos, sin excepción, estaban de acuerdo en que no pensaban leérselo. De poco sirvió que el profesor argumentase que se trataba, además de un clásico, de “un libro lleno de ilustraciones y escrito en un estilo sencillo y ameno”. Incluso trajo a colación una de sus frases recurrentes: “La Historia es una gran maestra, pero se está quedando sin alumnos”.
La delegada de clase intervino para sugerirle, en nombre de sus compañeros, que la lectura pasase a ser opcional: “Me dijo que ellos no estaban acostumbrados a lecturas tan largas y exigentes, que mi asignatura no era la única y que seguro que podía hacerles un breve resumen con los conceptos principales”. Todos aplaudieron. Estaban dispuestos a convertir la negativa a leer a Gombrich en un acto de objeción de conciencia.
El motín llegó a oídos de la dirección, que, tras consultar con la asociación de madres y padres, acabó terciando en favor de los alumnos. Nada de Gombrich, no traumaticemos a los muchachos, vinieron a decir. A Isidre le dijeron que sentían desautorizarle, pero que no tenía sentido convertir la lectura de un libro concreto “en una línea roja”, que si su intención era fomentar entre el alumnado el espíritu crítico y la comprensión lectora buscase una manera “más flexible y no tan impopular” de hacerlo.

El profesor ya se ha resignado a condensar las 300 páginas del manual de Gombrich en un telegráfico resumen de menos de 300 palabras, el único contacto que sus jóvenes pupilos van a tener con el venerable historiador vienés fallecido en 2001: “Lo peor es que el pulso lo habré perdido yo, pero son mis alumnos los verdaderos perjudicados. Tienen 17 años, son estudiantes de humanidades y están a punto de entrar en la universidad, pero entre todos permitimos que se tomen la lectura obligatoria de un libro completo por asignatura y año como una especie de intolerable imposición fascista”.
Al parecer, no están solos. Es más, la resistencia a las lecturas impuestas que ha detectado Isidre puede ser un fenómeno incluso más acuciante en otras latitudes. Hace unas semanas, la periodista estadounidense Rose Horowitz afirmaba en un artículo en The Atlantic que un porcentaje cada vez más alto de alumnos de primer curso de Yale, Columbia o Harvard están aterrizando en la universidad sin haber estrenado apenas su currículum como lectores. Así lo certifican los 33 profesores de centros de élite con los que ha hablado la periodista. Horowitz concluye que muchos de los integrantes de esta nueva hornada han leído “decenas de miles de tuits, cientos de artículos de prensa y puede que algunos fragmentos de poemas, pero ninguna novela completa, y no digamos ensayos o manuales”.
“Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece absurdo que se insista en que leamos ‘La vida es sueño’ antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”, defiende Nerea, estudiante de Derecho
Los universitarios zeta, concluye Horowitz, empiezan a ser una generación perdida para la lectura. Sobre todo —y aquí vendría el matiz— para lecturas que ponen a prueba su constancia y nivel de autoexigencia intelectual. La periodista cita a Nicholas Dames, profesor de Teoría e Historia de la Novela en la Universidad de Harvard, uno de los educadores que alarman del ocaso de la lectura. Dames considera que el problema es estructural. No se trata de que sus alumnos sean perezosos o hayan crecido con algún tipo de carencia cognitiva que les impida leer con solvencia. Pueden hacerlo. Pero no los han acostumbrado a ello. Los jóvenes adultos que estudian una carrera de humanidades deberían estar habituados a “leer sin traumas un libro largo, denso y complejo cada par de semanas”. Pero ese hábito, una gimnasia mental que requiere algo de entrenamiento y disciplina, tendrían que haberlo adquirido en sus años de instituto, un periodo en el que, según constata Horowitz, ya apenas se les exige que lean libros. Entre otras cosas, remata la cronista, “porque está dejando de considerarse necesario: el prestigio social de la lectura ha caído en picado”. Es decir, se ha abierto paso, incluso entre algunos docentes, la idea de que “leer libros es una pérdida de tiempo”, que existen maneras mucho más eficientes de adquirir conocimientos y habilidades.
En septiembre de 2023, el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) organizó en Madrid una mesa redonda con un título sugerente: ¿Cómo leen los jóvenes? La mayoría de los ponentes (la escritora Gemma Lienas, el poeta David Galán, los editores Marta Álvarez y Daniel Fernández) coincidieron en que leen cada vez peor, y que es fácilmente constatable un retroceso en los niveles de comprensión lectora de los jóvenes. Fernández lo atribuía a que las redes sociales y los constantes estímulos de todo tipo afectan a su capacidad de atención y los convierten en lectores impacientes, inconstantes y dispersos. Lienas añadía que “en la adolescencia, los libros compiten con la vida”. Exigen un tiempo y un espacio que cada vez vamos a estar menos dispuestos a darles. Y Galán apuntaba a que, en un mundo de pantallas múltiples y omnipresentes móviles, los libros pueden acabar convertidos en “juguetes con los que no nos han enseñado a jugar”. Marta Álvarez argumentaba, pese a todo, que los jóvenes leen mucho, puede que incluso más que en el pasado, y que tal vez el problema es que a los adultos no nos gusta “qué leen y cómo leen”.

Los datos disponibles parecen secundar la tesis de Álvarez. El último Barómetro de Lectura y Compra de Libros en España, un documento elaborado por la FGEE (Federación de Gremios de Editores de España), afirma que los adolescentes y jóvenes entre los 14 y los 24 años siguen siendo el sector de la población española que más lee en su tiempo libre. Un 74% de los ciudadanos de esa edad se declaran lectores recreativos. La encuesta no precisa del todo qué leen, en qué formatos y con qué frecuencia, pero sí certifica sin ambages que el hábito y el placer de leer están mucho más extendidos entre ellos que entre los mayores de 65 años (apenas un 53,7% se consideran lectores) o el tramo entre los 25 y los 65 (65,8%).
Pese a todo, el Barómetro permite detectar también un gradual enfriamiento del hábito lector que se detecta en los últimos cursos de la ESO y se acelera durante el Bachillerato. En esa franja de edad, entre los 14 y los 17 años, el porcentaje de lectores habituales cae más de 12 puntos, del 77,5% al 64,9%. Se trata de un momento crucial, porque, tal y como asegura la educadora y experta en literatura juvenil Teresa Duran, “es la edad en que, si todo va bien, se produce la transición de las lecturas de infancia a la lectura seria”. Es decir, de Geronimo Stilton y Harry Potter a El Quijote. Muchos jóvenes no completan ese brusco tránsito y empiezan a desertar de los libros en cuanto aparecen las primeras curvas. Duran considera que, al incrementarse el nivel de exigencia académica al que se enfrentan, cada vez disponen de menos tiempo para leer por placer y las lecturas que les ofrecen en clase apenas les interesan. Otro dato que invita a la reflexión es el descenso en la comprensión lectora que se ha registrado en la última década entre los alumnos de esa edad, en torno a los 15 años: según el último informe PISA, uno de cada cuatro no supera el nivel de competencia 2. Es decir, técnicamente, no entiende lo que lee. La puntuación media en ese apartado es de 474 puntos, no muy alejada de la media de la OCDE (416), pero 22 puntos por debajo de la que registraba el informe PISA de 2015.
Cada vez más alumnos de universidades de élite “han leído miles de tuits y cientos de artículos, pero ninguna novela completa”, afirmaba la periodista Rose Horowitz en ‘The Atlantic’
Para Miguel Salas, doctor en Literatura Comparada y autor del libro(En) plan lector. Sobrevivir a la adolescencia sin dejar de leer, la lectura es un hábito que se mantiene con dificultad a partir de los 13 años, porque empieza a entrar en competencia con la vida social y con el asesino silencioso de esta historia, el teléfono móvil, que les ofrece “un ocio de baja calidad que exige muy poco esfuerzo”. No existen fórmulas mágicas para contrarrestar esta tendencia, aunque él recomienda a los padres que “lean para ellos, con ellos y delante de ellos”.
El antídoto eficaz a esa epidemia de creciente desinterés por la letra impresa consiste, en su opinión, en “rodearles de libros, llevarles a la librería, hacerles socios de la biblioteca”. Asegurarse, en definitiva, de que la lectura nunca deje de formar parte de su paisaje cotidiano. Solo así se puede contrarrestar la pérdida de peso social de un hábito que resulta imprescindible “para desarrollar sus competencias lingüísticas, fomentar su vida interior, desarrollar su empatía o el sentido de la evasión bien entendida”.
Los datos de la FGEE apuntan, en cualquier caso, a que la pandemia trajo un repunte de la lectura entre los jóvenes y que esta (suave) tendencia al alza se ha venido manteniendo desde entonces. Tal vez los menores de 18 años lean cada vez menos en el instituto e incluso en la universidad, pero no han renunciado a hacerlo en su tiempo libre. Puede que no estén dispuestos a leer a Gombrich por mucho que se les insista, pero sí devoran con fruición novelas que resultan invisibles para el radar de los adultos, como Alas de ónix, de Rebeca Yarros, Los chicos de Tommen, de Chloe Walsh, Cuando el cielo se vuelva amarillo, de Nerea Pascual o Redes, de Eloy Moreno. Son libros de entre 300 y 600 páginas, y si no ven ustedes a jóvenes acarreando semejantes mamotretos en el transporte público es porque muchos de ellos los leen en casa o en cómodos formatos digitales.
La literatura juvenil, según datos del ya citado Barómetro, es un nicho de mercado que ha crecido un 54,8% desde 2018 y que ahora mismo registra incrementos anuales por encima del 8%. La valenciana Laura Tárraga, autora de novelas infantiles y juveniles como Entre vidas o la saga Casi cracks, asegura que los jóvenes son ávidos lectores de romantsy, un cruce entre romance y fantasía que en estos momentos “está en auge y en boca de todo el mundo”. Aprecian lo prácticos que resultan los e-books, pero no son insensibles al fetichismo de la letra impresa, “aman toquetear, oler y llenar de post-its sus libros preferidos” y los valoran como objetos de colección “que quedan bien en sus estanterías”. Para Miguel Salas, gran parte de esta literatura que descubren en las redes sociales y se recomiendan unos a otros entraría, en cualquier caso, en la categoría de “lecturas ramplonas”, sin apenas calidad y que “no les aportan demasiado”. Pueden contribuir a que adquieran y conserven el hábito lector, pero no a guiarles al otro lado, ese Nirvana de la lectura “seria” del que habla Teresa Duran. Para alcanzarlo, sería conveniente que alternasen las lecturas de su elección con las que les recomiendan padres y educadores. Difícil equilibrio ya que, muy a menudo, “los adolescentes rechazan lo que les recomendamos los adultos”.
Siempre ha sido así, pero el foso parece haberse ampliado más aún en los últimos años. Isidre nos pone en contacto con Nerea, antigua alumna suya de 20 años, hoy estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona. Para esta lectora frecuente y tenaz (“suelo leer un mínimo de 50 libros anuales, novelas sobre todo, pero también poesía, manuales y ensayos”, dice), el problema es, sin duda, que la listas de lecturas recomendadas sigan siendo las mismas generación tras generación: “Entiendo la importancia de la tradición, pero me parece un tanto absurdo que se insista en que leamos Luces de Bohemia, La vida es sueño o Bodas de sangre antes que a autores mucho más contemporáneos y en los que podemos reconocernos, como Sara Mesa o Sally Rooney”.
Su hermano menor, Iván, de 17 años, se reconoce un lector “perezoso”, pero también ha leído a Rooney. Considera, no sin cierta sorna, que la lectura es un “placer intelectual” que los adultos apenas fomentan, tal vez porque no saben muy bien cómo hacerlo: “Yo empecé a leer en serio por influencia de mi hermana, que compartía conmigo las novelas que le habían gustado, pero no he sido capaz de acabarme ninguna de las lecturas obligatorias del instituto, y la mayoría de mis compañeros tampoco lo hacen”. En su opinión, todo responde a un extraño pacto tácito: “Los profesores nos insisten en que leamos una serie de libros que en teoría son esenciales, pero en el fondo saben que no vamos a hacerlo, que buscaremos algún resumen en internet por si tenemos que hacer algún trabajo o acaba siendo pregunta de examen”. “Tampoco tienen tiempo”, tercia su hermana, “se pasan el día en clase o en actividades extraescolares. En realidad, una carrera universitaria es más exigente, pero también bastante más compatible con la vida que los últimos cursos del colegio”.
Víctor T., otro profesor de instituto barcelonés, esta vez del Bachillerato artístico, sí que ha constatado que algunos de sus alumnos son “lectores en la intimidad y poco menos que ágrafos en el aula”. Para Víctor, resulta incuestionable que “el abismo que separa sus lecturas recreativas de las que forman parte del currículum formativo es hoy más grande que nunca”. No se trata de Gombrich, sino de Cervantes, Shakespeare, Homero y tantos otros autores tan alejados de su esfera de intereses que “ni siquiera se plantean que leerlos les podría resultar gratificante”. Para ellos, pertenecen a otro ámbito, el de la obligaciones e imposiciones, no al de los estímulos directos y placeres simples que les proporcionan Yarros, Walsh o Moreno.
Para Víctor, lo que está fallando es el peldaño intermedio que lleva de “esas lecturas instrumentales de la infancia y adolescencia a la lectura seria”. En su opinión, muchos docentes renuncian a acompañarlos en ese tránsito porque “valoran su nivel de madurez intelectual desde una cierta condescendencia y concluyen que no están preparados, que ya aprenderán a leer mejor cuando sean más mayores y que, de momento, basta con que lean algo, lo que esa”.
El problema, añade el profesor, es que ese momento de transición no llegará nunca: “Los que no hayan adquirido hábitos de lectura sólida en los últimos años de instituto ya no lo harán en la universidad. Irán surfeando su itinerario formativo, se leerán algún que otro libro cuando no les quede más remedio y, una vez licenciados, muchos de ellos dejarán de leer por completo y ya nunca recuperarán el hábito”. Víctor considera que parte de su función “como educador y como intermediario entre el mundo de los jóvenes y el de la tradición cultural” es despertar su curiosidad, “que lean a Marcel Proust, vean Ciudadano Kane, escuchen a Gustav Mahler, aunque sea una sola vez”. No se trata de imponerles unas preferencias y valores que ellos sienten como ajenos, sino de “invitarlos a un festín que puede enriquecer sus vidas”. Renunciar a ello equivale, para este profesor entusiasta y apasionado, a “traicionarlos”.
Víctor acaba aceptando, con reticencias, que los preuniversitarios españoles leen más que nunca, pero cada vez peor: “Puede sonar paternalista o incluso reaccionario, pero creo que es cierto, por desgracia”. Isidre B. prefiere no secundar esta conclusión catastrofista: “Ellos hacen lo que pueden. Somos los adultos, padres y educadores, los que hemos renunciado a transmitirles el valor y la importancia de la lectura”. Después de todo, él solo pretendía que “se hiciesen un favor” y leyesen a Gombrich.
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