Piénselo bien. En estos momentos, mientras lee estas líneas, en algún lugar de España alguien está publicando un libro. Y ahora otro. Y otro. Ocurrirá doscientas cuarenta y cinco veces hoy, y volverá a suceder todos y cada uno de los días del año hasta llegar a los casi noventa mil libros nuevos, una cifra mareante que es, ya, la velocidad de crucero de nuestra industria editorial, tal y como nos contaba hace unos días Karina Sainz Borgo . La conclusión lógica es que se publican demasiados libros en España, la no tan lógica es que los libros siempre han sido demasiados: los que nunca son suficientes son los lectores… Hace un siglo, Aldous Huxley escribió un artículo mostrando su temor ante la incontrolable proliferación de novelas, que imponía un ritmo frenético a los lectores y les hurtaba la posibilidad del reposo: «La cultura corre peligro de ser enterrada bajo una avalancha de libros». ¿De qué nos quejamos realmente cuando decimos que se publican demasiados libros? Sospecho que detrás de ese lamento no hay una preocupación medioambiental, y puede que ni siquiera filosófica, sino un vértigo, que es el de saber que jamás llegaremos a leer lo que se publica en un solo año en este país. No hay demasiados libros: hay poco tiempo, muy poca energía para llegar al final. La historia de la lectura es la historia de un fracaso.Hay, sin embargo, un consuelo al que agarrarse: puede que en lo que ha llegado a este párrafo, en algún lugar de la Península, alguien haya puesto el punto final a una obra maestra. Quizás no lleguemos a leerla nunca, tal vez su autor muera sin que nadie más que sus amigos y familiares lean o finjan leer su libro, y no sea hasta mucho tiempo después que un domingo de primavera un profesor de universidad aburrido encuentre el manuscrito en un mercado de pulgas y en la primera frase de la primera página note el latido de la gran literatura, que es el latido de la trascendencia, una sensación que nos encoge y nos eleva al mismo tiempo, para volver a ser por un rato enanos a hombros de gigantes. No es mucho, pero es un consuelo: cuantos más libros se escriban más posibilidades hay de que esto suceda. Y nadie dice: hay demasiadas obras maestras. O sí, pero ese es otro tema. Piénselo bien. En estos momentos, mientras lee estas líneas, en algún lugar de España alguien está publicando un libro. Y ahora otro. Y otro. Ocurrirá doscientas cuarenta y cinco veces hoy, y volverá a suceder todos y cada uno de los días del año hasta llegar a los casi noventa mil libros nuevos, una cifra mareante que es, ya, la velocidad de crucero de nuestra industria editorial, tal y como nos contaba hace unos días Karina Sainz Borgo . La conclusión lógica es que se publican demasiados libros en España, la no tan lógica es que los libros siempre han sido demasiados: los que nunca son suficientes son los lectores… Hace un siglo, Aldous Huxley escribió un artículo mostrando su temor ante la incontrolable proliferación de novelas, que imponía un ritmo frenético a los lectores y les hurtaba la posibilidad del reposo: «La cultura corre peligro de ser enterrada bajo una avalancha de libros». ¿De qué nos quejamos realmente cuando decimos que se publican demasiados libros? Sospecho que detrás de ese lamento no hay una preocupación medioambiental, y puede que ni siquiera filosófica, sino un vértigo, que es el de saber que jamás llegaremos a leer lo que se publica en un solo año en este país. No hay demasiados libros: hay poco tiempo, muy poca energía para llegar al final. La historia de la lectura es la historia de un fracaso.Hay, sin embargo, un consuelo al que agarrarse: puede que en lo que ha llegado a este párrafo, en algún lugar de la Península, alguien haya puesto el punto final a una obra maestra. Quizás no lleguemos a leerla nunca, tal vez su autor muera sin que nadie más que sus amigos y familiares lean o finjan leer su libro, y no sea hasta mucho tiempo después que un domingo de primavera un profesor de universidad aburrido encuentre el manuscrito en un mercado de pulgas y en la primera frase de la primera página note el latido de la gran literatura, que es el latido de la trascendencia, una sensación que nos encoge y nos eleva al mismo tiempo, para volver a ser por un rato enanos a hombros de gigantes. No es mucho, pero es un consuelo: cuantos más libros se escriban más posibilidades hay de que esto suceda. Y nadie dice: hay demasiadas obras maestras. O sí, pero ese es otro tema.
Desde la orilla
¿De qué nos quejamos realmente cuando decimos que se publican demasiados libros?
Piénselo bien. En estos momentos, mientras lee estas líneas, en algún lugar de España alguien está publicando un libro. Y ahora otro. Y otro. Ocurrirá doscientas cuarenta y cinco veces hoy, y volverá a suceder todos y cada uno de los días del año hasta … llegar a los casi noventa mil libros nuevos, una cifra mareante que es, ya, la velocidad de crucero de nuestra industria editorial, tal y como nos contaba hace unos días Karina Sainz Borgo.
La conclusión lógica es que se publican demasiados libros en España, la no tan lógica es que los libros siempre han sido demasiados: los que nunca son suficientes son los lectores… Hace un siglo, Aldous Huxley escribió un artículo mostrando su temor ante la incontrolable proliferación de novelas, que imponía un ritmo frenético a los lectores y les hurtaba la posibilidad del reposo: «La cultura corre peligro de ser enterrada bajo una avalancha de libros».
¿De qué nos quejamos realmente cuando decimos que se publican demasiados libros? Sospecho que detrás de ese lamento no hay una preocupación medioambiental, y puede que ni siquiera filosófica, sino un vértigo, que es el de saber que jamás llegaremos a leer lo que se publica en un solo año en este país. No hay demasiados libros: hay poco tiempo, muy poca energía para llegar al final. La historia de la lectura es la historia de un fracaso.
Hay, sin embargo, un consuelo al que agarrarse: puede que en lo que ha llegado a este párrafo, en algún lugar de la Península, alguien haya puesto el punto final a una obra maestra. Quizás no lleguemos a leerla nunca, tal vez su autor muera sin que nadie más que sus amigos y familiares lean o finjan leer su libro, y no sea hasta mucho tiempo después que un domingo de primavera un profesor de universidad aburrido encuentre el manuscrito en un mercado de pulgas y en la primera frase de la primera página note el latido de la gran literatura, que es el latido de la trascendencia, una sensación que nos encoge y nos eleva al mismo tiempo, para volver a ser por un rato enanos a hombros de gigantes.
No es mucho, pero es un consuelo: cuantos más libros se escriban más posibilidades hay de que esto suceda. Y nadie dice: hay demasiadas obras maestras. O sí, pero ese es otro tema.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Volver a intentar
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Sigue navegando
Artículo solo para suscriptores
RSS de noticias de cultura