Espero que estés bien. Te escribo desde la Costa de los Esqueletos , ochenta kilómetros al sur del río Kunene, frontera entre Namibia y Angola. Los San dicen que, cuando Dios hizo esta tierra, estaba muy enfadado. Lo llaman la Costa de los Esqueletos por algo: el mar arroja a la arena huesos blanqueados de ballenas antiguas, focas a medio comer por los tiburones, maderas gastadas y, sobre todo, barcos descuadernados y comidos por el óxido. A veces llegan cuerpos . Una vez encontraron doce enterrados junto a un cartel que dejó el que los sepultó: «Parto hacia el río, al norte. Si alguien me sigue y me encuentra, Dios se lo agradecerá». Nunca más se supo. Escribo esta postal junto a la tumba de Mathías Koraseb y Angus McIntyre . Murieron en 1942 cuando naufragó el carguero frigorífico inglés ‘Dunedin Star’, ahí a 500 metros de la costa y se lanzó una expedición de rescate con aviones y otros barcos. Los 63 pasajeros sobrevivieron, pero murieron estos dos rescatadores. He tomado una foto de la lápida que la gente ha cubierto de guijarros, de mandíbulas de ballenas, cráneos de focas y todo lo que han ido encontrando en los últimos ochenta años de desolación y reconocimiento a los héroes. Los portugueses llamaban a este mar ‘Las Puertas del Infierno’ . La resaca, blanca de una espuma como de leche, arrastra rocas del tamaño de un balón como si fueran canicas. He intentado pescar y la mar de fondo me ha arrancado tres veces el aparejo. Si no hay nubes, el sol te abrasa, pero, una vez al día, se entra a galope una niebla y, entonces, te hielas. Elena se ha resfriado y Khalie, nuestro guía, pretende curárselo a tragos de whisky , así que va todo el día moqueando y algo achispada. Desde Walvis Bay, al sur, hasta Angola, el Gobierno no deja que entre nadie salvo esta extraña expedición en la que me he enrolado. No hay nadie en cientos de kilómetros, solamente leones marinos, chacales y las extrañas criaturas del desierto como el pálido león que vimos junto al río seco y los elefantes, blancos y arrugados como higos secos, cavan en busca de agua. Los Xhosa , la tribu que vive en la frontera de la zona vacía, habla un idioma graciosísimo lleno de consonantes oclusivas que suenan como cuando abres un bote de salsa de tomate. Los Himba , cuyas mujeres se embadurnan el cuerpo con ocre, me han invitado a participar en una danza que he correspondido, torpemente, con una especie de bulería. ¡Cómo se reían de mí! Por las noches, nuestros compañeros hacen fuego bajo unas estrellas tan cercanas que parece que puedes cogerlas con la mano. La luna sale de golpe y se aparecen la Cruz del Sur y la Vía Láctea con su brochazo leve y blanco. Bebemos juntos, cantan canciones que hablan de leyendas del mar y marcan el ritmo dando con los pies sobre el suelo. Después, nos vamos a dormir, tambaleantes por efecto de la cerveza, perfectamente borrachos en la idea fascinante de que estamos en el lugar más solitario del Planeta, abstraídos geográfica y emocionalmente del mundo y sus asuntillos. Ayer soñé que el fantasma de Khoraseb caminaba sobre la duna grande, empapado, muerto de frío, buscando a los suyos sin entender toda esta soledad que a mí también me cuesta abarcar. En un par de días saldremos hacia Ciudad del Cabo : comeremos langosta, mandaré esta postal y visitaré al barbero. Te echo de menos. Espero que estés bien. Te escribo desde la Costa de los Esqueletos , ochenta kilómetros al sur del río Kunene, frontera entre Namibia y Angola. Los San dicen que, cuando Dios hizo esta tierra, estaba muy enfadado. Lo llaman la Costa de los Esqueletos por algo: el mar arroja a la arena huesos blanqueados de ballenas antiguas, focas a medio comer por los tiburones, maderas gastadas y, sobre todo, barcos descuadernados y comidos por el óxido. A veces llegan cuerpos . Una vez encontraron doce enterrados junto a un cartel que dejó el que los sepultó: «Parto hacia el río, al norte. Si alguien me sigue y me encuentra, Dios se lo agradecerá». Nunca más se supo. Escribo esta postal junto a la tumba de Mathías Koraseb y Angus McIntyre . Murieron en 1942 cuando naufragó el carguero frigorífico inglés ‘Dunedin Star’, ahí a 500 metros de la costa y se lanzó una expedición de rescate con aviones y otros barcos. Los 63 pasajeros sobrevivieron, pero murieron estos dos rescatadores. He tomado una foto de la lápida que la gente ha cubierto de guijarros, de mandíbulas de ballenas, cráneos de focas y todo lo que han ido encontrando en los últimos ochenta años de desolación y reconocimiento a los héroes. Los portugueses llamaban a este mar ‘Las Puertas del Infierno’ . La resaca, blanca de una espuma como de leche, arrastra rocas del tamaño de un balón como si fueran canicas. He intentado pescar y la mar de fondo me ha arrancado tres veces el aparejo. Si no hay nubes, el sol te abrasa, pero, una vez al día, se entra a galope una niebla y, entonces, te hielas. Elena se ha resfriado y Khalie, nuestro guía, pretende curárselo a tragos de whisky , así que va todo el día moqueando y algo achispada. Desde Walvis Bay, al sur, hasta Angola, el Gobierno no deja que entre nadie salvo esta extraña expedición en la que me he enrolado. No hay nadie en cientos de kilómetros, solamente leones marinos, chacales y las extrañas criaturas del desierto como el pálido león que vimos junto al río seco y los elefantes, blancos y arrugados como higos secos, cavan en busca de agua. Los Xhosa , la tribu que vive en la frontera de la zona vacía, habla un idioma graciosísimo lleno de consonantes oclusivas que suenan como cuando abres un bote de salsa de tomate. Los Himba , cuyas mujeres se embadurnan el cuerpo con ocre, me han invitado a participar en una danza que he correspondido, torpemente, con una especie de bulería. ¡Cómo se reían de mí! Por las noches, nuestros compañeros hacen fuego bajo unas estrellas tan cercanas que parece que puedes cogerlas con la mano. La luna sale de golpe y se aparecen la Cruz del Sur y la Vía Láctea con su brochazo leve y blanco. Bebemos juntos, cantan canciones que hablan de leyendas del mar y marcan el ritmo dando con los pies sobre el suelo. Después, nos vamos a dormir, tambaleantes por efecto de la cerveza, perfectamente borrachos en la idea fascinante de que estamos en el lugar más solitario del Planeta, abstraídos geográfica y emocionalmente del mundo y sus asuntillos. Ayer soñé que el fantasma de Khoraseb caminaba sobre la duna grande, empapado, muerto de frío, buscando a los suyos sin entender toda esta soledad que a mí también me cuesta abarcar. En un par de días saldremos hacia Ciudad del Cabo : comeremos langosta, mandaré esta postal y visitaré al barbero. Te echo de menos.
postales perdidas…
«El mar arroja a la arena huesos blanqueados de ballenas antiguas, focas a medio comer por los tiburones, maderas gastadas y, sobre todo, barcos descuadernados y comidos por el óxido. A veces llegan cuerpos»
Espero que estés bien. Te escribo desde la Costa de los Esqueletos, ochenta kilómetros al sur del río Kunene, frontera entre Namibia y Angola. Los San dicen que, cuando Dios hizo esta tierra, estaba muy enfadado. Lo llaman la Costa de los Esqueletos … por algo: el mar arroja a la arena huesos blanqueados de ballenas antiguas, focas a medio comer por los tiburones, maderas gastadas y, sobre todo, barcos descuadernados y comidos por el óxido. A veces llegan cuerpos. Una vez encontraron doce enterrados junto a un cartel que dejó el que los sepultó: «Parto hacia el río, al norte. Si alguien me sigue y me encuentra, Dios se lo agradecerá». Nunca más se supo.
Escribo esta postal junto a la tumba de Mathías Koraseb y Angus McIntyre. Murieron en 1942 cuando naufragó el carguero frigorífico inglés ‘Dunedin Star’, ahí a 500 metros de la costa y se lanzó una expedición de rescate con aviones y otros barcos. Los 63 pasajeros sobrevivieron, pero murieron estos dos rescatadores. He tomado una foto de la lápida que la gente ha cubierto de guijarros, de mandíbulas de ballenas, cráneos de focas y todo lo que han ido encontrando en los últimos ochenta años de desolación y reconocimiento a los héroes.
Los portugueses llamaban a este mar ‘Las Puertas del Infierno’. La resaca, blanca de una espuma como de leche, arrastra rocas del tamaño de un balón como si fueran canicas. He intentado pescar y la mar de fondo me ha arrancado tres veces el aparejo. Si no hay nubes, el sol te abrasa, pero, una vez al día, se entra a galope una niebla y, entonces, te hielas. Elena se ha resfriado y Khalie, nuestro guía, pretende curárselo a tragos de whisky, así que va todo el día moqueando y algo achispada. Desde Walvis Bay, al sur, hasta Angola, el Gobierno no deja que entre nadie salvo esta extraña expedición en la que me he enrolado. No hay nadie en cientos de kilómetros, solamente leones marinos, chacales y las extrañas criaturas del desierto como el pálido león que vimos junto al río seco y los elefantes, blancos y arrugados como higos secos, cavan en busca de agua.
Los Xhosa, la tribu que vive en la frontera de la zona vacía, habla un idioma graciosísimo lleno de consonantes oclusivas que suenan como cuando abres un bote de salsa de tomate. Los Himba, cuyas mujeres se embadurnan el cuerpo con ocre, me han invitado a participar en una danza que he correspondido, torpemente, con una especie de bulería. ¡Cómo se reían de mí! Por las noches, nuestros compañeros hacen fuego bajo unas estrellas tan cercanas que parece que puedes cogerlas con la mano. La luna sale de golpe y se aparecen la Cruz del Sur y la Vía Láctea con su brochazo leve y blanco. Bebemos juntos, cantan canciones que hablan de leyendas del mar y marcan el ritmo dando con los pies sobre el suelo. Después, nos vamos a dormir, tambaleantes por efecto de la cerveza, perfectamente borrachos en la idea fascinante de que estamos en el lugar más solitario del Planeta, abstraídos geográfica y emocionalmente del mundo y sus asuntillos. Ayer soñé que el fantasma de Khoraseb caminaba sobre la duna grande, empapado, muerto de frío, buscando a los suyos sin entender toda esta soledad que a mí también me cuesta abarcar. En un par de días saldremos hacia Ciudad del Cabo: comeremos langosta, mandaré esta postal y visitaré al barbero. Te echo de menos.
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