Si el canon literario fuese una cena de alto copete, Walter Tevis (1928-1984) sería el tipo a quien han colocado en una esquina de la mesa, en un taburete bajo, alejado de la conversación central; mientras Virginia Woolf se resiste a pasarle el vino. Ajeno al modernismo y al “juego con el lenguaje”, Tevis escribía novelas realizadas con acción, situación y personajes; hablaba de los marginados, solitarios y born losers (él acuñó el término, de hecho); escribió varias obras de ciencia ficción, en un momento en que —según la crítica culoprieta— el género era basura bolsilibrera; para colmo, era razonablemente popular.
Su éxito fue también condena fáustica. Tevis vio cómo no solo una, sino dos, de sus novelas se adaptaban a filmes célebres —El buscavidas, protagonizada por Paul Newman, y El hombre que cayó a la Tierra, con David Bowie en el papel de alien linfático—, pero cobrar de Hollywood le alejó más aún del podio artístico. Incluso el mundillo de la ciencia ficción opinaba que se había subido al carro (el repelente Isaac Asimov le acusó de haber “violado” la “segunda ley termodinámica”, o algo así). Parecía destinado a ser siempre un outsider, el raro de cualquier club.
Por desagradable que fuese la alienación, el autor llevaba una vida preparándose para ella. Nació en San Francisco, y a los 11 años le ingresaron en el hospital por un reuma del corazón. Sus padres aprovecharon la postración del niño para mudarse a una granja en Kentucky (le dejaron atrás, por si no ha quedado claro). A los 12, una vez “curado” (seguía hecho una piltrafa), Tevis realizó en solitario el viaje a los Apalaches. Al llegar a su destino, a modo de bienvenida, le metieron en una escuela rural llena de bigardos, donde fue apaleado “regularmente”.
Como diría Flannery O’Connor, si uno sobrevive a la infancia tiene material para una carrera literaria entera. Y eso es lo que le sucedió a nuestro hombre. Para colmo, por si le faltaran trabas, durante media vida fue un alcohólico común (la experiencia de otredad le sirvió, decía, para escribir sobre extraterrestres desarraigados y robots abatidos); decidió quedarse en Kentucky, alejado de la élite letraherida; y, quizás peor que todo ello, tras publicar sus dos primeras novelas, optó por dedicarse a la docencia a jornada completa (“La enseñanza se interpuso en mi camino”, declaró, “dejaba todo mi entusiasmo en el aula”). Su siguiente obra (Sinsonte, 1980) tardaría 17 años en aparecer.
El buscavidas, su debut largo, es una de las grandes novelas de los años cincuenta, muy por encima de éxitos hipsters del mismo periodo (la endeble En la carretera, sin ir más lejos), y suele ser arrinconada por las mismas razones por las que la celebramos sus fans: porque es tirante, comprensible y rabiosa; habla de billar (Tevis trabajó en un salón durante su juventud, y adquirió cierta destreza en el deporte); y sus personajes hacen cosas, en lugar de monólogo-interiorizarlas.
Todos ustedes han visto, sin querer o queriendo, el filme homónimo, así que no considero necesario realizar la sinopsis. Solo subrayaré que la historia de Fast Eddie Felson, el buscavidas que titula el libro, es (como no podría ser de otro modo) mucho mejor que su versión cinematográfica, y que naturalmente no va solo de billar, sino de oficio, y de conocerse a uno mismo, y luchar contra los propios miedos. Y también de que te guste mucho hacer algo; que te guste más que cualquier otra cosa del mundo, vamos.
El escritor superó su alcoholismo en 1980, se mudó a Nueva York, y el ocaso de su vida tomó forma de frenesí literario con tres novelas en dos años: Las huellas del sol, 1983; Gambito de dama, 1983, adaptada en exitosa serie de Netflix, y El color del dinero (secuela de El buscavidas), en 1984. Las tres son sobresalientes.
Si el canon literario fuese una cena de alto copete, Walter Tevis (1928-1984) sería el tipo a quien han colocado en una esquina de la mesa, en un taburete bajo, alejado de la conversación central; mientras Virginia Woolf se resiste a pasarle el vino. Ajeno al modernismo y al “juego con el lenguaje”, Tevis escribía novelas realizadas con acción, situación y personajes; hablaba de los marginados, solitarios y born losers (él acuñó el término, de hecho); escribió varias obras de ciencia ficción, en un momento en que —según la crítica culoprieta— el género era basura bolsilibrera; para colmo, era razonablemente popular.Su éxito fue también condena fáustica. Tevis vio cómo no solo una, sino dos, de sus novelas se adaptaban a filmes célebres —El buscavidas, protagonizada por Paul Newman, y El hombre que cayó a la Tierra, con David Bowie en el papel de alien linfático—, pero cobrar de Hollywood le alejó más aún del podio artístico. Incluso el mundillo de la ciencia ficción opinaba que se había subido al carro (el repelente Isaac Asimov le acusó de haber “violado” la “segunda ley termodinámica”, o algo así). Parecía destinado a ser siempre un outsider, el raro de cualquier club.Por desagradable que fuese la alienación, el autor llevaba una vida preparándose para ella. Nació en San Francisco, y a los 11 años le ingresaron en el hospital por un reuma del corazón. Sus padres aprovecharon la postración del niño para mudarse a una granja en Kentucky (le dejaron atrás, por si no ha quedado claro). A los 12, una vez “curado” (seguía hecho una piltrafa), Tevis realizó en solitario el viaje a los Apalaches. Al llegar a su destino, a modo de bienvenida, le metieron en una escuela rural llena de bigardos, donde fue apaleado “regularmente”.Como diría Flannery O’Connor, si uno sobrevive a la infancia tiene material para una carrera literaria entera. Y eso es lo que le sucedió a nuestro hombre. Para colmo, por si le faltaran trabas, durante media vida fue un alcohólico común (la experiencia de otredad le sirvió, decía, para escribir sobre extraterrestres desarraigados y robots abatidos); decidió quedarse en Kentucky, alejado de la élite letraherida; y, quizás peor que todo ello, tras publicar sus dos primeras novelas, optó por dedicarse a la docencia a jornada completa (“La enseñanza se interpuso en mi camino”, declaró, “dejaba todo mi entusiasmo en el aula”). Su siguiente obra (Sinsonte, 1980) tardaría 17 años en aparecer.El buscavidas, su debut largo, es una de las grandes novelas de los años cincuenta, muy por encima de éxitos hipsters del mismo periodo (la endeble En la carretera, sin ir más lejos), y suele ser arrinconada por las mismas razones por las que la celebramos sus fans: porque es tirante, comprensible y rabiosa; habla de billar (Tevis trabajó en un salón durante su juventud, y adquirió cierta destreza en el deporte); y sus personajes hacen cosas, en lugar de monólogo-interiorizarlas.Todos ustedes han visto, sin querer o queriendo, el filme homónimo, así que no considero necesario realizar la sinopsis. Solo subrayaré que la historia de Fast Eddie Felson, el buscavidas que titula el libro, es (como no podría ser de otro modo) mucho mejor que su versión cinematográfica, y que naturalmente no va solo de billar, sino de oficio, y de conocerse a uno mismo, y luchar contra los propios miedos. Y también de que te guste mucho hacer algo; que te guste más que cualquier otra cosa del mundo, vamos.El escritor superó su alcoholismo en 1980, se mudó a Nueva York, y el ocaso de su vida tomó forma de frenesí literario con tres novelas en dos años: Las huellas del sol, 1983; Gambito de dama, 1983, adaptada en exitosa serie de Netflix, y El color del dinero (secuela de El buscavidas), en 1984. Las tres son sobresalientes. Seguir leyendo
Si el canon literario fuese una cena de alto copete, Walter Tevis (1928-1984) sería el tipo a quien han colocado en una esquina de la mesa, en un taburete bajo, alejado de la conversación central; mientras Virginia Woolf se resiste a pasarle el vino. Ajeno al modernismo y al “juego con el lenguaje”, Tevis escribía novelas realizadas con acción, situación y personajes; hablaba de los marginados, solitarios y born losers (él acuñó el término, de hecho); escribió varias obras de ciencia ficción, en un momento en que —según la crítica culoprieta— el género era basura bolsilibrera; para colmo, era razonablemente popular.
Su éxito fue también condena fáustica. Tevis vio cómo no solo una, sino dos, de sus novelas se adaptaban a filmes célebres —El buscavidas, protagonizada por Paul Newman, y El hombre que cayó a la Tierra, con David Bowie en el papel de alien linfático—, pero cobrar de Hollywood le alejó más aún del podio artístico. Incluso el mundillo de la ciencia ficción opinaba que se había subido al carro (el repelente Isaac Asimov le acusó de haber “violado” la “segunda ley termodinámica”, o algo así). Parecía destinado a ser siempre un outsider, el raro de cualquier club.

Por desagradable que fuese la alienación, el autor llevaba una vida preparándose para ella. Nació en San Francisco, y a los 11 años le ingresaron en el hospital por un reuma del corazón. Sus padres aprovecharon la postración del niño para mudarse a una granja en Kentucky (le dejaron atrás, por si no ha quedado claro). A los 12, una vez “curado” (seguía hecho una piltrafa), Tevis realizó en solitario el viaje a los Apalaches. Al llegar a su destino, a modo de bienvenida, le metieron en una escuela rural llena de bigardos, donde fue apaleado “regularmente”.
Como diría Flannery O’Connor, si uno sobrevive a la infancia tiene material para una carrera literaria entera. Y eso es lo que le sucedió a nuestro hombre. Para colmo, por si le faltaran trabas, durante media vida fue un alcohólico común (la experiencia de otredad le sirvió, decía, para escribir sobre extraterrestres desarraigados y robots abatidos); decidió quedarse en Kentucky, alejado de la élite letraherida; y, quizás peor que todo ello, tras publicar sus dos primeras novelas, optó por dedicarse a la docencia a jornada completa (“La enseñanza se interpuso en mi camino”, declaró, “dejaba todo mi entusiasmo en el aula”). Su siguiente obra (Sinsonte, 1980) tardaría 17 años en aparecer.
El buscavidas, su debut largo, es una de las grandes novelas de los años cincuenta, muy por encima de éxitos hipsters del mismo periodo (la endeble En la carretera, sin ir más lejos), y suele ser arrinconada por las mismas razones por las que la celebramos sus fans: porque es tirante, comprensible y rabiosa; habla de billar (Tevis trabajó en un salón durante su juventud, y adquirió cierta destreza en el deporte); y sus personajes hacen cosas, en lugar de monólogo-interiorizarlas.
Todos ustedes han visto, sin querer o queriendo, el filme homónimo, así que no considero necesario realizar la sinopsis. Solo subrayaré que la historia de Fast Eddie Felson, el buscavidas que titula el libro, es (como no podría ser de otro modo) mucho mejor que su versión cinematográfica, y que naturalmente no va solo de billar, sino de oficio, y de conocerse a uno mismo, y luchar contra los propios miedos. Y también de que te guste mucho hacer algo; que te guste más que cualquier otra cosa del mundo, vamos.
El escritor superó su alcoholismo en 1980, se mudó a Nueva York, y el ocaso de su vida tomó forma de frenesí literario con tres novelas en dos años: Las huellas del sol, 1983; Gambito de dama, 1983, adaptada en exitosa serie de Netflix, y El color del dinero (secuela de El buscavidas), en 1984. Las tres son sobresalientes.
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