Hoy comentaré la cuarta novela del escritor asturiano Fulgencio Arguelles (1955), El desván de las musas dormidas. Recuerdo que en la reseña de una novela anterior suya, El otoño de la casa de los sauces, escribía algo así como que la narrativa en castellano había atravesado, en los últimos veinte años, por lo que llamé entonces el “síndrome de Pedro Páramo”. Bajo ese síndrome estilístico aquella narrativa se impuso una lucha contra la acumulación verbal, apeló a la narración escueta, como si con ello se invitara al lector a entrar rápido en la materia relatada. El experimento funcionó hasta que un día se mostró paradójicamente cansino, e impostado. Durante el proceso de auto cuestionamiento formal, Fulgencio Argüelles siguió como si la cosa no fuera con él. Siguió apostando por la idea de que en la escritura debe estar todo lo que se quiere contar, dejando incluso espacio para ocultar lo que conviene no decir.
En El desván de las musas la voz narradora es en primera persona. Una voz, que desde un presente no definido ni geográfica ni cronológicamente, busca entender lo que ocurrió en su pasado, entre las paredes de su casa familiar, en los distintos internados en los que estudió, hasta llegar al momento que siempre rogó que no llegara nunca: la muerte de su padre. En esta novela los personajes protagonistas y los secundarios, no llevan nombre, como mucho apelativos. Y sin embargo las palabras juegan un papel crucial. No sólo porque nos relatan o nos revelan lo insospechado, sino porque nos ponen en un mundo desconocido. De hecho, el narrador, un niño que durante todo la historia no parece cambiar, tan vinculado está a las sustanciales palabras de su padre, a los malestares fisiológicos que éste de tanto en tanto padece, a los avatares cotidianos en los que pocas veces aparece su madre, pero que cuando lo hace es con luz y espíritus propios.
No hay esta vez en la novela de Fulgencio Arguelles territorio reconocible, ni siquiera nombrado, como en otras anteriores, donde todo transcurría en Peñafonte, un pueblo de Asturias. Este anonimato territorial choca con la profusión de descripciones humanas y de la naturaleza cercana, sitios que alcanzan en la memoria del narrador auténticos acontecimientos, estén vivos o muertos. “No sé en qué momento, ocurrieron dentro de mí algunas cosas por primera o por última vez”.
El narrador de esta novela habla de su padre, al que recuerda mientras estaba con él y ya tenía miedo de perderlo algún día. El padre había estudiado de niño y había sacado excelentes notas, de las que se vanagloriaba con justicia. No pudo seguir estudiando y pasó a trabajar en las minas, pero le quedó su profundo amor al conocimiento. Y sobre todo a las palabras. Cada palabra que pronunciaba en presencia de su hijo, era anotada por éste en un cuaderno, su cuaderno de las palabras importantes. Un día, sirva de ilustración, su padre le reprochó a su mujer que no fuera tan “lóbrega”. Mientras el narrador apuntaba rápidamente el nuevo término, su madre le pedía a su padre que no le hablara con palabras que ella no entendía. Y acto seguido estalló entre madre y padre un estallido de risas.
Fulgencio Arguelles sigue en la estela de la escritura que él mismo diseñó para que nada escapara de la vida y de los sueños. El tono de su nueva novela nunca resulta grave ni lastimero. Como mucho, hay la tristeza exacta Y nos enseña que uno crece siempre con una novela que algún día tendrá que escribir. Si no la escribe él, la alumbrará otro. Es la que leemos, una novela espléndida.
Hoy comentaré la cuarta novela del escritor asturiano Fulgencio Arguelles (1955), El desván de las musas dormidas. Recuerdo que en la reseña de una novela anterior suya, El otoño de la casa de los sauces, escribía algo así como que la narrativa en castellano había atravesado, en los últimos veinte años, por lo que llamé entonces el “síndrome de Pedro Páramo”. Bajo ese síndrome estilístico aquella narrativa se impuso una lucha contra la acumulación verbal, apeló a la narración escueta, como si con ello se invitara al lector a entrar rápido en la materia relatada. El experimento funcionó hasta que un día se mostró paradójicamente cansino, e impostado. Durante el proceso de auto cuestionamiento formal, Fulgencio Argüelles siguió como si la cosa no fuera con él. Siguió apostando por la idea de que en la escritura debe estar todo lo que se quiere contar, dejando incluso espacio para ocultar lo que conviene no decir.En El desván de las musas la voz narradora es en primera persona. Una voz, que desde un presente no definido ni geográfica ni cronológicamente, busca entender lo que ocurrió en su pasado, entre las paredes de su casa familiar, en los distintos internados en los que estudió, hasta llegar al momento que siempre rogó que no llegara nunca: la muerte de su padre. En esta novela los personajes protagonistas y los secundarios, no llevan nombre, como mucho apelativos. Y sin embargo las palabras juegan un papel crucial. No sólo porque nos relatan o nos revelan lo insospechado, sino porque nos ponen en un mundo desconocido. De hecho, el narrador, un niño que durante todo la historia no parece cambiar, tan vinculado está a las sustanciales palabras de su padre, a los malestares fisiológicos que éste de tanto en tanto padece, a los avatares cotidianos en los que pocas veces aparece su madre, pero que cuando lo hace es con luz y espíritus propios. No hay esta vez en la novela de Fulgencio Arguelles territorio reconocible, ni siquiera nombrado, como en otras anteriores, donde todo transcurría en Peñafonte, un pueblo de Asturias. Este anonimato territorial choca con la profusión de descripciones humanas y de la naturaleza cercana, sitios que alcanzan en la memoria del narrador auténticos acontecimientos, estén vivos o muertos. “No sé en qué momento, ocurrieron dentro de mí algunas cosas por primera o por última vez”. El narrador de esta novela habla de su padre, al que recuerda mientras estaba con él y ya tenía miedo de perderlo algún día. El padre había estudiado de niño y había sacado excelentes notas, de las que se vanagloriaba con justicia. No pudo seguir estudiando y pasó a trabajar en las minas, pero le quedó su profundo amor al conocimiento. Y sobre todo a las palabras. Cada palabra que pronunciaba en presencia de su hijo, era anotada por éste en un cuaderno, su cuaderno de las palabras importantes. Un día, sirva de ilustración, su padre le reprochó a su mujer que no fuera tan “lóbrega”. Mientras el narrador apuntaba rápidamente el nuevo término, su madre le pedía a su padre que no le hablara con palabras que ella no entendía. Y acto seguido estalló entre madre y padre un estallido de risas. Fulgencio Arguelles sigue en la estela de la escritura que él mismo diseñó para que nada escapara de la vida y de los sueños. El tono de su nueva novela nunca resulta grave ni lastimero. Como mucho, hay la tristeza exacta Y nos enseña que uno crece siempre con una novela que algún día tendrá que escribir. Si no la escribe él, la alumbrará otro. Es la que leemos, una novela espléndida. Seguir leyendo
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia
El narrador de la cuarta y espléndida novela del escritor asturiano es un niño que pretende entender su pasado familiar hasta la muerte de su padre


Hoy comentaré la cuarta novela del escritor asturiano Fulgencio Arguelles (1955), El desván de las musas dormidas. Recuerdo que en la reseña de una novela anterior suya, El otoño de la casa de los sauces, escribía algo así como que la narrativa en castellano había atravesado, en los últimos veinte años, por lo que llamé entonces el “síndrome de Pedro Páramo”. Bajo ese síndrome estilístico aquella narrativa se impuso una lucha contra la acumulación verbal, apeló a la narración escueta, como si con ello se invitara al lector a entrar rápido en la materia relatada. El experimento funcionó hasta que un día se mostró paradójicamente cansino, e impostado. Durante el proceso de auto cuestionamiento formal, Fulgencio Argüelles siguió como si la cosa no fuera con él. Siguió apostando por la idea de que en la escritura debe estar todo lo que se quiere contar, dejando incluso espacio para ocultar lo que conviene no decir.
En El desván de las musas la voz narradora es en primera persona. Una voz, que desde un presente no definido ni geográfica ni cronológicamente, busca entender lo que ocurrió en su pasado, entre las paredes de su casa familiar, en los distintos internados en los que estudió, hasta llegar al momento que siempre rogó que no llegara nunca: la muerte de su padre. En esta novela los personajes protagonistas y los secundarios, no llevan nombre, como mucho apelativos. Y sin embargo las palabras juegan un papel crucial. No sólo porque nos relatan o nos revelan lo insospechado, sino porque nos ponen en un mundo desconocido. De hecho, el narrador, un niño que durante todo la historia no parece cambiar, tan vinculado está a las sustanciales palabras de su padre, a los malestares fisiológicos que éste de tanto en tanto padece, a los avatares cotidianos en los que pocas veces aparece su madre, pero que cuando lo hace es con luz y espíritus propios.
No hay esta vez en la novela de Fulgencio Arguelles territorio reconocible, ni siquiera nombrado, como en otras anteriores, donde todo transcurría en Peñafonte, un pueblo de Asturias. Este anonimato territorial choca con la profusión de descripciones humanas y de la naturaleza cercana, sitios que alcanzan en la memoria del narrador auténticos acontecimientos, estén vivos o muertos. “No sé en qué momento, ocurrieron dentro de mí algunas cosas por primera o por última vez”.
El narrador de esta novela habla de su padre, al que recuerda mientras estaba con él y ya tenía miedo de perderlo algún día. El padre había estudiado de niño y había sacado excelentes notas, de las que se vanagloriaba con justicia. No pudo seguir estudiando y pasó a trabajar en las minas, pero le quedó su profundo amor al conocimiento. Y sobre todo a las palabras. Cada palabra que pronunciaba en presencia de su hijo, era anotada por éste en un cuaderno, su cuaderno de las palabras importantes. Un día, sirva de ilustración, su padre le reprochó a su mujer que no fuera tan “lóbrega”. Mientras el narrador apuntaba rápidamente el nuevo término, su madre le pedía a su padre que no le hablara con palabras que ella no entendía. Y acto seguido estalló entre madre y padre un estallido de risas.
Fulgencio Arguelles sigue en la estela de la escritura que él mismo diseñó para que nada escapara de la vida y de los sueños. El tono de su nueva novela nunca resulta grave ni lastimero. Como mucho, hay la tristeza exacta Y nos enseña que uno crece siempre con una novela que algún día tendrá que escribir. Si no la escribe él, la alumbrará otro. Es la que leemos, una novela espléndida.
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