Poco más de una semana después, en abril de 1925, Francis Scott Fitzgerald se desayunaba cada mañana con reseñas entre dubitativas y condenatorias (algún elogio también había) de ‘El Gran Gatsby’. El entonces flamante y ahora centenario libro había comenzado vendiendo bien; pero pronto su autor (y su editor, el gran Maxwell Perkins ) comprendieron que no iba a ser el gran éxito que anticipaban. Y que –además, lo más triste y grave y poco agudo de la cuestión– esto se debía a que la novela no había sido bien comprendida. Los que la querían ligera y entretenida (lo que por entonces se entendía como fitzgeraldiana) la condenaron por lóbrega y pretenciosa. Los que la deseaban profunda y comprometida la tacharon de «tan superficial cuando se trata de explicar lo profundo» y «absurda». Hay, sí, elogios de parte de firmas como Edith Wharton y T. S. Eliot y Gertrude Stein y Thornton Wilder y Anthony Powell y Willa Cather ; pero Fitzgerald quería y necesitaba del clamor de las masas más que de las palmadas en la espalda de colegas. De pronto, para él (quien, en cartas recientes a Maxwell Perkins, su genial y decisivo editor, afirmaba haber logrado «algo nuevo: algo extraordinario y hermoso y sencillo + intrincadamente modelado» y pensar «que mi novela es casi la mejor novela norteamericana jamás escrita») todo se oscurece y se apaga para iluminar lo que será el largo e injusto crepúsculo de su vida y obra hasta la encandiladora resurrección póstuma. Y claro y oscuro: la inminencia del Crash y la Gran Depresión convierten a ‘El Gran Gatsby’ en algo instantáneamente vintage y, para muchos, hasta irresponsable en su, no por crítica, menos admirada mirada ante el fulgor y «diferencia» de los ricos de diferente modelos ya sean old o noveaux. Y su mensaje acerca de la imposibilidad de repetir el pasado se hace entonces extensivo, como una maldición, a su propio autor quien ya nunca recuperará su éxito del ayer, de autor de moda y generacional, y al que súbitamente se lo degrada a degenerado y sin recursos para ofrecer lo que ahora se necesitaba: adiós a la celebración del individuo singular en primer plano y bienvenido el panorámico plano secuencia que contendrá multitudes (y ese mismo año John Dos Passos publicaba la también panorámica y casi multimediática y muy social ‘Manhattan Transfer’). Así, de pronto y sin aviso, el Mondo Fitzgerald –que demorará tanto en descubrir la patológica y estremecida y estremecedora ‘Suave es la noche’ y la inconclusa ‘El último magnate’ entre relatos «alimenticios», guiones de cine infilmables y exitosos ensayos sobre su propio crack-up de una honestidad autoflagelante– se vuelve forzadamente melancólico y nostálgico y como en tonos de sepia acompañado por canciones lánguidas en fiestas desenfrenadas y ahora redefinidas como histórica e histéricamente inconscientes e insensatas.Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘El pequeño Gatsby’, de Rodrigo Fresán: en tallas y en colores Carolina Ontivero El autor argentino afincado en España celebra en este sugerente trabajo el centenario de la obra maestra de uno de sus escritores fundamentales: Francis Scott FitzgeraldApenas cinco años después de su muerte, en 1940, Fitzgerald es crítica y académica y popularmente reconsiderado de mal alumno a gran maestro. Y ‘El Gran Gatsby’ (tan colorida, con sus camisas estampadas en el aire, su automóvil amarillo, su traje rosado y, sobre todo, su luz esmeralda al otro lado de la bahía) se recataloga como indiscutible obra maestra y capital. Y (como había sucedido también con la blanca y multisimbólica e inicialmente despreciada ‘Moby-Dick’ de Herman Melville) se la festeja con policromos y festivos fuegos artificiales. Sí: ‘El Gran Gatsby’ es rosada novela romántica; ‘noir’ novela gangsteril; verde billete novela de clases; y, sobre todo, roja y blanca y azul (‘Under the Red White and Blue’ fue el título con el que Fitzgerald quiso rebautizarla a último momento pero ya casi había entrado a imprenta) novela patria y soñadora del Sueño Americano y del Soñador Americano. Materialista material y materializado con los que se redactan las pompas y circunstancias del empírico Imperio Made in USA en el que lo que se sueña y quien lo sueña son a menudo las razones y las sinrazones del desvelo y del insomnio y, sí, de la Pesadilla Americana. Y ahí están esas magistrales últimas páginas en las que se deja de contar la historia de un puñado de personajes para que el poco confiable y apostólico médium-narrador Nick Carraway se concentre en la Historia mayúscula de toda una América The Beautiful. Tierra Prometida pero en muchas ocasiones incumplida y baldía a la que sus alucinantes sucesivos regentes desean hasta casi la alucinación engrandecer más y más con ilusiones de ilusionistas. Allí, sobre el final, Carraway evoca la llegada de los primeros marinos holandeses atracando, deslumbrados, en ese nuevo continente ajeno que pronto harían suyo y a ser refundado como «los oscuros campos de la república» fundiéndolos con el orgásmico futuro de botes contra la corriente que los reclama y los empuja hacia un ayer exclusivo pero, a su vez, inolvidable por más que se lo intente corregir o enmendar. Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘No guardar nada’, de James Salter: fondo de cajón Rodrigo FresánDías atrás, caminando por Manhattan, descubrí en Broadway una versión musical de ‘Gatsby’ en la que el actor y la actriz que interpretan y cantan y bailan a Daisy Buchanan y Nick Carraway eran, inexplicablemente, afroamericanos y así distorsionando hasta lo ridículo su trama y fondo y forma. Pero esta también es una de las pecadoras virtudes de todo gran clásico: servir a sus ocasionales y pasajeros y a menudo insensatos patronos e intrusos. Jay Gatsby –como el Trimalción en el Satiricón de Petronio; y Trimalchio fue el título de una primera versión de la novela de Fitzgerald– es aquel anfitrión que no participa mucho de sus fiestas con puertas abiertas y barra libre y, por lo tanto, muchos excesos e impertinencias. De ahí también, de esa hospitalidad esquiva (y que en la novela ayuda a que al casi gótico y vampírico y vampirizado y batmánico y sin necesidad de máscara Citizen Gatsby se le atribuyan orígenes diversos y míticos y mitómanos) el que también se le pueda estudiar desde múltiples ángulos y angulosidades. Gatsby es muchas cosas yendo del ideal a lo ideológico, de la teoría idealista a la práctica pragmática; y como Tom Buchanan –el «malo» del asunto pero, también, el más honesto y frontal en su dogma– uno y otro han sido comparados por sucesivos comentaristas políticos con Kennedy, con Clinton, con Obama, con Trump. Todos ellos, sí, quiméricos y perseguidores de quimeras y, finalmente, superados por el trance de sus promesas imposibles de cumplir y, por lo tanto, tan fáciles de enunciar repetidamente y trayendo el pasado de los demás a su propio y en más de una ocasión impresentable presente.Francis Scott FitgeraldEsta condición política de la novela fue analizada en detalle por el gran maníaco referencial y conectador de conceptos diversos y aparentemente irreconciliables crítico policultural Greil Marcus en su ensayo de 2020 ‘Under the Red White and Blue: Patriotism, Disenchantment and the Stubborn Myth of The Great Gatsby’. Allí –danzando sobre el patriotismo y el desencanto y la obstinada tenacidad del héroe y de su creador– Marcus imagina a Fitzgerald, por los días de la escritura de la novela, como a alguien «viendo, o intentando ver, el arco completo de la historia norteamericana, trazándola en el ojo de su mente como si fuese un mapa clavado en la pared frente a su escritorio». Algo que pudiera «leerse como a una historia secreta de América absorbiendo el fermento de su tiempo» y, por su «influjo gravitacional», «asimilando las acciones de los últimos cinco años de los ’20s –la especulación, el pánico, las canciones– y, con un muy agudo sentido de lo que los tiempos requerían y temían ser capaces de recrear, una atmósfera en la que las acciones de los siguientes cinco años ya hubiesen tenido tiempo y lugar en esa era que no fue otra cosa que una bacanal en la que todas las preguntas que valían la pena de ser preguntadas estaban en el aire» y así «reescribir no sólo la historia de 1922 o 1925 sino toda la historia que vino después». Lo dije en mi ‘El pequeño Gatsby’ y lo vuelvo a decir aquí: es una tan bonita como emocionante imagen/idea esta de Marcus. Fitzgerald como cartógrafo y, a la vez, historiador y futurólogo. Y, claro, de nuevo: uno de los deberes obligatorios de todo clásico es el de ser de su época primero para luego convertirse en una época en sí mismo. Sí: lo que quería escribir Fitzgerald era un clásico de Fitzgerald. Y este domingo no resucita porque –aunque, spoiler, personaje y persona mueran al final, tristes y solitarios– nació queriéndose y creyéndose inmortal y con el mejor y más justo y justiciero de los colores. Poco más de una semana después, en abril de 1925, Francis Scott Fitzgerald se desayunaba cada mañana con reseñas entre dubitativas y condenatorias (algún elogio también había) de ‘El Gran Gatsby’. El entonces flamante y ahora centenario libro había comenzado vendiendo bien; pero pronto su autor (y su editor, el gran Maxwell Perkins ) comprendieron que no iba a ser el gran éxito que anticipaban. Y que –además, lo más triste y grave y poco agudo de la cuestión– esto se debía a que la novela no había sido bien comprendida. Los que la querían ligera y entretenida (lo que por entonces se entendía como fitzgeraldiana) la condenaron por lóbrega y pretenciosa. Los que la deseaban profunda y comprometida la tacharon de «tan superficial cuando se trata de explicar lo profundo» y «absurda». Hay, sí, elogios de parte de firmas como Edith Wharton y T. S. Eliot y Gertrude Stein y Thornton Wilder y Anthony Powell y Willa Cather ; pero Fitzgerald quería y necesitaba del clamor de las masas más que de las palmadas en la espalda de colegas. De pronto, para él (quien, en cartas recientes a Maxwell Perkins, su genial y decisivo editor, afirmaba haber logrado «algo nuevo: algo extraordinario y hermoso y sencillo + intrincadamente modelado» y pensar «que mi novela es casi la mejor novela norteamericana jamás escrita») todo se oscurece y se apaga para iluminar lo que será el largo e injusto crepúsculo de su vida y obra hasta la encandiladora resurrección póstuma. Y claro y oscuro: la inminencia del Crash y la Gran Depresión convierten a ‘El Gran Gatsby’ en algo instantáneamente vintage y, para muchos, hasta irresponsable en su, no por crítica, menos admirada mirada ante el fulgor y «diferencia» de los ricos de diferente modelos ya sean old o noveaux. Y su mensaje acerca de la imposibilidad de repetir el pasado se hace entonces extensivo, como una maldición, a su propio autor quien ya nunca recuperará su éxito del ayer, de autor de moda y generacional, y al que súbitamente se lo degrada a degenerado y sin recursos para ofrecer lo que ahora se necesitaba: adiós a la celebración del individuo singular en primer plano y bienvenido el panorámico plano secuencia que contendrá multitudes (y ese mismo año John Dos Passos publicaba la también panorámica y casi multimediática y muy social ‘Manhattan Transfer’). Así, de pronto y sin aviso, el Mondo Fitzgerald –que demorará tanto en descubrir la patológica y estremecida y estremecedora ‘Suave es la noche’ y la inconclusa ‘El último magnate’ entre relatos «alimenticios», guiones de cine infilmables y exitosos ensayos sobre su propio crack-up de una honestidad autoflagelante– se vuelve forzadamente melancólico y nostálgico y como en tonos de sepia acompañado por canciones lánguidas en fiestas desenfrenadas y ahora redefinidas como histórica e histéricamente inconscientes e insensatas.Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘El pequeño Gatsby’, de Rodrigo Fresán: en tallas y en colores Carolina Ontivero El autor argentino afincado en España celebra en este sugerente trabajo el centenario de la obra maestra de uno de sus escritores fundamentales: Francis Scott FitzgeraldApenas cinco años después de su muerte, en 1940, Fitzgerald es crítica y académica y popularmente reconsiderado de mal alumno a gran maestro. Y ‘El Gran Gatsby’ (tan colorida, con sus camisas estampadas en el aire, su automóvil amarillo, su traje rosado y, sobre todo, su luz esmeralda al otro lado de la bahía) se recataloga como indiscutible obra maestra y capital. Y (como había sucedido también con la blanca y multisimbólica e inicialmente despreciada ‘Moby-Dick’ de Herman Melville) se la festeja con policromos y festivos fuegos artificiales. Sí: ‘El Gran Gatsby’ es rosada novela romántica; ‘noir’ novela gangsteril; verde billete novela de clases; y, sobre todo, roja y blanca y azul (‘Under the Red White and Blue’ fue el título con el que Fitzgerald quiso rebautizarla a último momento pero ya casi había entrado a imprenta) novela patria y soñadora del Sueño Americano y del Soñador Americano. Materialista material y materializado con los que se redactan las pompas y circunstancias del empírico Imperio Made in USA en el que lo que se sueña y quien lo sueña son a menudo las razones y las sinrazones del desvelo y del insomnio y, sí, de la Pesadilla Americana. Y ahí están esas magistrales últimas páginas en las que se deja de contar la historia de un puñado de personajes para que el poco confiable y apostólico médium-narrador Nick Carraway se concentre en la Historia mayúscula de toda una América The Beautiful. Tierra Prometida pero en muchas ocasiones incumplida y baldía a la que sus alucinantes sucesivos regentes desean hasta casi la alucinación engrandecer más y más con ilusiones de ilusionistas. Allí, sobre el final, Carraway evoca la llegada de los primeros marinos holandeses atracando, deslumbrados, en ese nuevo continente ajeno que pronto harían suyo y a ser refundado como «los oscuros campos de la república» fundiéndolos con el orgásmico futuro de botes contra la corriente que los reclama y los empuja hacia un ayer exclusivo pero, a su vez, inolvidable por más que se lo intente corregir o enmendar. Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘No guardar nada’, de James Salter: fondo de cajón Rodrigo FresánDías atrás, caminando por Manhattan, descubrí en Broadway una versión musical de ‘Gatsby’ en la que el actor y la actriz que interpretan y cantan y bailan a Daisy Buchanan y Nick Carraway eran, inexplicablemente, afroamericanos y así distorsionando hasta lo ridículo su trama y fondo y forma. Pero esta también es una de las pecadoras virtudes de todo gran clásico: servir a sus ocasionales y pasajeros y a menudo insensatos patronos e intrusos. Jay Gatsby –como el Trimalción en el Satiricón de Petronio; y Trimalchio fue el título de una primera versión de la novela de Fitzgerald– es aquel anfitrión que no participa mucho de sus fiestas con puertas abiertas y barra libre y, por lo tanto, muchos excesos e impertinencias. De ahí también, de esa hospitalidad esquiva (y que en la novela ayuda a que al casi gótico y vampírico y vampirizado y batmánico y sin necesidad de máscara Citizen Gatsby se le atribuyan orígenes diversos y míticos y mitómanos) el que también se le pueda estudiar desde múltiples ángulos y angulosidades. Gatsby es muchas cosas yendo del ideal a lo ideológico, de la teoría idealista a la práctica pragmática; y como Tom Buchanan –el «malo» del asunto pero, también, el más honesto y frontal en su dogma– uno y otro han sido comparados por sucesivos comentaristas políticos con Kennedy, con Clinton, con Obama, con Trump. Todos ellos, sí, quiméricos y perseguidores de quimeras y, finalmente, superados por el trance de sus promesas imposibles de cumplir y, por lo tanto, tan fáciles de enunciar repetidamente y trayendo el pasado de los demás a su propio y en más de una ocasión impresentable presente.Francis Scott FitgeraldEsta condición política de la novela fue analizada en detalle por el gran maníaco referencial y conectador de conceptos diversos y aparentemente irreconciliables crítico policultural Greil Marcus en su ensayo de 2020 ‘Under the Red White and Blue: Patriotism, Disenchantment and the Stubborn Myth of The Great Gatsby’. Allí –danzando sobre el patriotismo y el desencanto y la obstinada tenacidad del héroe y de su creador– Marcus imagina a Fitzgerald, por los días de la escritura de la novela, como a alguien «viendo, o intentando ver, el arco completo de la historia norteamericana, trazándola en el ojo de su mente como si fuese un mapa clavado en la pared frente a su escritorio». Algo que pudiera «leerse como a una historia secreta de América absorbiendo el fermento de su tiempo» y, por su «influjo gravitacional», «asimilando las acciones de los últimos cinco años de los ’20s –la especulación, el pánico, las canciones– y, con un muy agudo sentido de lo que los tiempos requerían y temían ser capaces de recrear, una atmósfera en la que las acciones de los siguientes cinco años ya hubiesen tenido tiempo y lugar en esa era que no fue otra cosa que una bacanal en la que todas las preguntas que valían la pena de ser preguntadas estaban en el aire» y así «reescribir no sólo la historia de 1922 o 1925 sino toda la historia que vino después». Lo dije en mi ‘El pequeño Gatsby’ y lo vuelvo a decir aquí: es una tan bonita como emocionante imagen/idea esta de Marcus. Fitzgerald como cartógrafo y, a la vez, historiador y futurólogo. Y, claro, de nuevo: uno de los deberes obligatorios de todo clásico es el de ser de su época primero para luego convertirse en una época en sí mismo. Sí: lo que quería escribir Fitzgerald era un clásico de Fitzgerald. Y este domingo no resucita porque –aunque, spoiler, personaje y persona mueran al final, tristes y solitarios– nació queriéndose y creyéndose inmortal y con el mejor y más justo y justiciero de los colores.
Poco más de una semana después, en abril de 1925, Francis Scott Fitzgerald se desayunaba cada mañana con reseñas entre dubitativas y condenatorias (algún elogio también había) de ‘El Gran Gatsby’. El entonces flamante y ahora centenario libro había comenzado vendiendo bien; pero pronto … su autor (y su editor, el gran Maxwell Perkins) comprendieron que no iba a ser el gran éxito que anticipaban. Y que –además, lo más triste y grave y poco agudo de la cuestión– esto se debía a que la novela no había sido bien comprendida. Los que la querían ligera y entretenida (lo que por entonces se entendía como fitzgeraldiana) la condenaron por lóbrega y pretenciosa. Los que la deseaban profunda y comprometida la tacharon de «tan superficial cuando se trata de explicar lo profundo» y «absurda». Hay, sí, elogios de parte de firmas como Edith Wharton y T. S. Eliot y Gertrude Stein y Thornton Wilder y Anthony Powell y Willa Cather; pero Fitzgerald quería y necesitaba del clamor de las masas más que de las palmadas en la espalda de colegas. De pronto, para él (quien, en cartas recientes a Maxwell Perkins, su genial y decisivo editor, afirmaba haber logrado «algo nuevo: algo extraordinario y hermoso y sencillo + intrincadamente modelado» y pensar «que mi novela es casi la mejor novela norteamericana jamás escrita») todo se oscurece y se apaga para iluminar lo que será el largo e injusto crepúsculo de su vida y obra hasta la encandiladora resurrección póstuma.
Y claro y oscuro: la inminencia del Crash y la Gran Depresión convierten a ‘El Gran Gatsby’ en algo instantáneamente vintage y, para muchos, hasta irresponsable en su, no por crítica, menos admirada mirada ante el fulgor y «diferencia» de los ricos de diferente modelos ya sean old o noveaux. Y su mensaje acerca de la imposibilidad de repetir el pasado se hace entonces extensivo, como una maldición, a su propio autor quien ya nunca recuperará su éxito del ayer, de autor de moda y generacional, y al que súbitamente se lo degrada a degenerado y sin recursos para ofrecer lo que ahora se necesitaba: adiós a la celebración del individuo singular en primer plano y bienvenido el panorámico plano secuencia que contendrá multitudes (y ese mismo año John Dos Passos publicaba la también panorámica y casi multimediática y muy social ‘Manhattan Transfer’). Así, de pronto y sin aviso, el Mondo Fitzgerald –que demorará tanto en descubrir la patológica y estremecida y estremecedora ‘Suave es la noche’ y la inconclusa ‘El último magnate’ entre relatos «alimenticios», guiones de cine infilmables y exitosos ensayos sobre su propio crack-up de una honestidad autoflagelante– se vuelve forzadamente melancólico y nostálgico y como en tonos de sepia acompañado por canciones lánguidas en fiestas desenfrenadas y ahora redefinidas como histórica e histéricamente inconscientes e insensatas.
Apenas cinco años después de su muerte, en 1940, Fitzgerald es crítica y académica y popularmente reconsiderado de mal alumno a gran maestro. Y ‘El Gran Gatsby’ (tan colorida, con sus camisas estampadas en el aire, su automóvil amarillo, su traje rosado y, sobre todo, su luz esmeralda al otro lado de la bahía) se recataloga como indiscutible obra maestra y capital. Y (como había sucedido también con la blanca y multisimbólica e inicialmente despreciada ‘Moby-Dick’ de Herman Melville) se la festeja con policromos y festivos fuegos artificiales.
Sí: ‘El Gran Gatsby’ es rosada novela romántica; ‘noir’ novela gangsteril; verde billete novela de clases; y, sobre todo, roja y blanca y azul (‘Under the Red White and Blue’ fue el título con el que Fitzgerald quiso rebautizarla a último momento pero ya casi había entrado a imprenta) novela patria y soñadora del Sueño Americano y del Soñador Americano. Materialista material y materializado con los que se redactan las pompas y circunstancias del empírico Imperio Made in USA en el que lo que se sueña y quien lo sueña son a menudo las razones y las sinrazones del desvelo y del insomnio y, sí, de la Pesadilla Americana.
Y ahí están esas magistrales últimas páginas en las que se deja de contar la historia de un puñado de personajes para que el poco confiable y apostólico médium-narrador Nick Carraway se concentre en la Historia mayúscula de toda una América The Beautiful. Tierra Prometida pero en muchas ocasiones incumplida y baldía a la que sus alucinantes sucesivos regentes desean hasta casi la alucinación engrandecer más y más con ilusiones de ilusionistas. Allí, sobre el final, Carraway evoca la llegada de los primeros marinos holandeses atracando, deslumbrados, en ese nuevo continente ajeno que pronto harían suyo y a ser refundado como «los oscuros campos de la república» fundiéndolos con el orgásmico futuro de botes contra la corriente que los reclama y los empuja hacia un ayer exclusivo pero, a su vez, inolvidable por más que se lo intente corregir o enmendar.
Días atrás, caminando por Manhattan, descubrí en Broadway una versión musical de ‘Gatsby’ en la que el actor y la actriz que interpretan y cantan y bailan a Daisy Buchanan y Nick Carraway eran, inexplicablemente, afroamericanos y así distorsionando hasta lo ridículo su trama y fondo y forma. Pero esta también es una de las pecadoras virtudes de todo gran clásico: servir a sus ocasionales y pasajeros y a menudo insensatos patronos e intrusos. Jay Gatsby –como el Trimalción en el Satiricón de Petronio; y Trimalchio fue el título de una primera versión de la novela de Fitzgerald– es aquel anfitrión que no participa mucho de sus fiestas con puertas abiertas y barra libre y, por lo tanto, muchos excesos e impertinencias. De ahí también, de esa hospitalidad esquiva (y que en la novela ayuda a que al casi gótico y vampírico y vampirizado y batmánico y sin necesidad de máscara Citizen Gatsby se le atribuyan orígenes diversos y míticos y mitómanos) el que también se le pueda estudiar desde múltiples ángulos y angulosidades. Gatsby es muchas cosas yendo del ideal a lo ideológico, de la teoría idealista a la práctica pragmática; y como Tom Buchanan –el «malo» del asunto pero, también, el más honesto y frontal en su dogma– uno y otro han sido comparados por sucesivos comentaristas políticos con Kennedy, con Clinton, con Obama, con Trump. Todos ellos, sí, quiméricos y perseguidores de quimeras y, finalmente, superados por el trance de sus promesas imposibles de cumplir y, por lo tanto, tan fáciles de enunciar repetidamente y trayendo el pasado de los demás a su propio y en más de una ocasión impresentable presente.
Esta condición política de la novela fue analizada en detalle por el gran maníaco referencial y conectador de conceptos diversos y aparentemente irreconciliables crítico policultural Greil Marcus en su ensayo de 2020 ‘Under the Red White and Blue: Patriotism, Disenchantment and the Stubborn Myth of The Great Gatsby’. Allí –danzando sobre el patriotismo y el desencanto y la obstinada tenacidad del héroe y de su creador– Marcus imagina a Fitzgerald, por los días de la escritura de la novela, como a alguien «viendo, o intentando ver, el arco completo de la historia norteamericana, trazándola en el ojo de su mente como si fuese un mapa clavado en la pared frente a su escritorio». Algo que pudiera «leerse como a una historia secreta de América absorbiendo el fermento de su tiempo» y, por su «influjo gravitacional», «asimilando las acciones de los últimos cinco años de los ’20s –la especulación, el pánico, las canciones– y, con un muy agudo sentido de lo que los tiempos requerían y temían ser capaces de recrear, una atmósfera en la que las acciones de los siguientes cinco años ya hubiesen tenido tiempo y lugar en esa era que no fue otra cosa que una bacanal en la que todas las preguntas que valían la pena de ser preguntadas estaban en el aire» y así «reescribir no sólo la historia de 1922 o 1925 sino toda la historia que vino después». Lo dije en mi ‘El pequeño Gatsby’ y lo vuelvo a decir aquí: es una tan bonita como emocionante imagen/idea esta de Marcus. Fitzgerald como cartógrafo y, a la vez, historiador y futurólogo. Y, claro, de nuevo: uno de los deberes obligatorios de todo clásico es el de ser de su época primero para luego convertirse en una época en sí mismo.
Sí: lo que quería escribir Fitzgerald era un clásico de Fitzgerald.
Y este domingo no resucita porque –aunque, spoiler, personaje y persona mueran al final, tristes y solitarios– nació queriéndose y creyéndose inmortal y con el mejor y más justo y justiciero de los colores.
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