Reconforta que en una ciudad en la que todo cambia ajustándose a la mirada de los visitantes algo la reconecte con su pasado, cuando ellos no habían llegado en masa para comprarle el alma. Nada renace tal y como fue, pero en ocasiones el espíritu de las calles retrotrae a un pasado del que permanece su duende y un lejano recuerdo fijado en vetustas crónicas. Viendo la fachada del Molino iluminada, aspas rojas, promesas nocturnas, color de espectáculo, puertas abiertas al público, la ensoñación podía conducir a aquel Paralelo de la noche loca y del feliz desvarío. Bajo el impulso de las dos últimas administraciones municipales, esa avenida que desemboca en el mar mantiene teatros y ha recuperado salas para la música como Paral.lel 62 y ahora el no menos histórico local que se llamó Pajarera Catalana, luego Petit Mouline Rouge y que dado que Franco no fue nunca amante del rojo ni de los idiomas se quedó como Molino.
Y pensando en eso y en la prometida reapertura del Arnau, el jueves en la noche se entraba en el Molino pensando en otra Barcelona, en aquella no atestada de dragoncitos de Gaudí para recuerdo de quienes sólo los ven una vez en su vida. O ninguna.
El Molino abría para la música, de hecho ya funciona desde hace unos días con una programación estable, y ofrecía su coqueto interior de club a 200 personas para el concierto de unos artistas que no están en el radar de los extranjeros, para los que Murcia es territorio tan ignoto como para nosotros Whakatane. Así incluso en la oferta había un algo de complicidad con el público local, que llenó los dos pases (20:00h y 22:00h) pues el llamado lo hacía música cocida aquí, el folclore de la huerta de Murcia, algo que así, de primeras, no suena a sofisticación cosmopolita barcelonesa. Sin embargo los hermanos Hernández vinieron a ponerse en las manos de Raül Refree para dar forma contemporánea a una Murcia que como ellos mismos dijeron en escena, es una interpretación libre de una Murcia que ellos tienen en su memoria pero que ya no existe. Un pensamiento muy familiar también en nuestra ciudad.
De esta manera, el folclore de la huerta se viste en su primer disco homónimo con el ropaje de jóvenes que sin ser folcloristas, quizás precisamente por ello, manosean esa memoria a su antojo en pos de una reinvención que mute su piel pero no su alma. “Murcia”, dijeron, “un lugar del que quieres marchar a los dos días de estar allí pero que echas en falta en cuanto marchas”. El juego de espejos comienza con el nombre, Maestro Espada. Suena a matador, claro, pero es un homenaje al fundador de la primera banda de Librillas (Murcia), en la que tocó el abuelo de estos hermanos con memoria. Una calle del pueblo lleva este nombre, ahora también de grupo y de disco. Y el disco sonó completo en una sala poblada con mesas, con el público consumiendo tentempiés y cócteles con nombres que evocan música, servidos por personal contorsionista que deambulaba entre las mesas haciendo quiebros y susurros.
Era como una coqueta bombonera donde parecía poder tocarse a los músicos en escena. Todo está cerca allí. Ellos, dúo con apoyo de batería, comenzaron con las tres primeras canciones del álbum, un tema sobre la cosecha y la primavera, Mayos, una jota murciana, Lirio, y una composición basada en la melodía del folclorista Pedro Cabrera, Peretas del tío Vicente. Sonidos distorsionados, punteos de guitarra eléctrica, suaves acordes, voces atenuadas, un poco como pablopablo, Guitarricadelafuente o caracazador y ritmos que más tarde se acercarían a lo industrial sin perder de vista la castañeta, una caña abierta con sonido percutido a ribera y pueblo en fiestas.
El concierto, con temas sólo para voz y guitarra, como Tres gotas de rocío, una pieza que grabó el mismísimo Alan Lomax, una Salve percutida entre lo pagano y lo religioso datada en los siglos XVIII y XIX, una malagueña murciana con teclado y percusión, Murciana, o Trilla, una canción de trabajo que cantaron por vez primera en directo, desfilaron con parsimonia ante un público que ha asistido al paulatino crecimiento del proyecto. Como fuere que el grupo no dispone de mucho repertorio, incluyeron una afortunada recreación de Maquillaje, sí, de Mecano, y sin alterarse porque una alarma se disparó en Estrellita a causa del humo escenográfico, se despidieron con la maravillosa La Despedía. Música libre para reinterpretar sin ataduras un mundo desaparecido cuya vida ellos ahora atestiguan, como lo hacen Rodrigo Cuevas o Tarta Relena, por citar sólo dos ejemplos de artistas que en estos tiempos de aparente unificación cultural y desigual progreso nos recuerdan que por fortuna no todos nacimos en un mismo lugar. Y para cerrar el círculo lo hicieron en una sala que recupera el aroma de un Paralelo que pese a todo la desmemoria no ha matado. Sólo falta la reapertura del Arnau para creer que el tiempo no todo lo borra.
El dúo Maestro Espada llenó el legendario local en su concierto de reapertura
Reconforta que en una ciudad en la que todo cambia ajustándose a la mirada de los visitantes algo la reconecte con su pasado, cuando ellos no habían llegado en masa para comprarle el alma. Nada renace tal y como fue, pero en ocasiones el espíritu de las calles retrotrae a un pasado del que permanece su duende y un lejano recuerdo fijado en vetustas crónicas. Viendo la fachada del Molino iluminada, aspas rojas, promesas nocturnas, color de espectáculo, puertas abiertas al público, la ensoñación podía conducir a aquel Paralelo de la noche loca y del feliz desvarío. Bajo el impulso de las dos últimas administraciones municipales, esa avenida que desemboca en el mar mantiene teatros y ha recuperado salas para la música como Paral.lel 62 y ahora el no menos histórico local que se llamó Pajarera Catalana, luego Petit Mouline Rouge y que dado que Franco no fue nunca amante del rojo ni de los idiomas se quedó como Molino.
Y pensando en eso y en la prometida reapertura del Arnau, el jueves en la noche se entraba en el Molino pensando en otra Barcelona, en aquella no atestada de dragoncitos de Gaudí para recuerdo de quienes sólo los ven una vez en su vida. O ninguna.
El Molino abría para la música, de hecho ya funciona desde hace unos días con una programación estable, y ofrecía su coqueto interior de club a 200 personas para el concierto de unos artistas que no están en el radar de los extranjeros, para los que Murcia es territorio tan ignoto como para nosotros Whakatane. Así incluso en la oferta había un algo de complicidad con el público local, que llenó los dos pases (20:00h y 22:00h) pues el llamado lo hacía música cocida aquí, el folclore de la huerta de Murcia, algo que así, de primeras, no suena a sofisticación cosmopolita barcelonesa. Sin embargo los hermanos Hernández vinieron a ponerse en las manos de Raül Refree para dar forma contemporánea a una Murcia que como ellos mismos dijeron en escena, es una interpretación libre de una Murcia que ellos tienen en su memoria pero que ya no existe. Un pensamiento muy familiar también en nuestra ciudad.
De esta manera, el folclore de la huerta se viste en su primer disco homónimo con el ropaje de jóvenes que sin ser folcloristas, quizás precisamente por ello, manosean esa memoria a su antojo en pos de una reinvención que mute su piel pero no su alma. “Murcia”, dijeron, “un lugar del que quieres marchar a los dos días de estar allí pero que echas en falta en cuanto marchas”. El juego de espejos comienza con el nombre, Maestro Espada. Suena a matador, claro, pero es un homenaje al fundador de la primera banda de Librillas (Murcia), en la que tocó el abuelo de estos hermanos con memoria. Una calle del pueblo lleva este nombre, ahora también de grupo y de disco. Y el disco sonó completo en una sala poblada con mesas, con el público consumiendo tentempiés y cócteles con nombres que evocan música, servidos por personal contorsionista que deambulaba entre las mesas haciendo quiebros y susurros.
Era como una coqueta bombonera donde parecía poder tocarse a los músicos en escena. Todo está cerca allí. Ellos, dúo con apoyo de batería, comenzaron con las tres primeras canciones del álbum, un tema sobre la cosecha y la primavera, Mayos, una jota murciana, Lirio, y una composición basada en la melodía del folclorista Pedro Cabrera, Peretas del tío Vicente. Sonidos distorsionados, punteos de guitarra eléctrica, suaves acordes, voces atenuadas, un poco como pablopablo, Guitarricadelafuente o caracazador y ritmos que más tarde se acercarían a lo industrial sin perder de vista la castañeta, una caña abierta con sonido percutido a ribera y pueblo en fiestas.
El concierto, con temas sólo para voz y guitarra, como Tres gotas de rocío, una pieza que grabó el mismísimo Alan Lomax, una Salve percutida entre lo pagano y lo religioso datada en los siglos XVIII y XIX, una malagueña murciana con teclado y percusión, Murciana, o Trilla, una canción de trabajo que cantaron por vez primera en directo, desfilaron con parsimonia ante un público que ha asistido al paulatino crecimiento del proyecto. Como fuere que el grupo no dispone de mucho repertorio, incluyeron una afortunada recreación de Maquillaje, sí, de Mecano, y sin alterarse porque una alarma se disparó en Estrellita a causa del humo escenográfico, se despidieron con la maravillosa La Despedía. Música libre para reinterpretar sin ataduras un mundo desaparecido cuya vida ellos ahora atestiguan, como lo hacen Rodrigo Cuevas o Tarta Relena, por citar sólo dos ejemplos de artistas que en estos tiempos de aparente unificación cultural y desigual progreso nos recuerdan que por fortuna no todos nacimos en un mismo lugar. Y para cerrar el círculo lo hicieron en una sala que recupera el aroma de un Paralelo que pese a todo la desmemoria no ha matado. Sólo falta la reapertura del Arnau para creer que el tiempo no todo lo borra.
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