Pueden ser los dos años mejor aprovechados en Alemania que puedan censar las letras catalanas (y españolas) del último siglo, pero es una manera muy tramposa de decirlo. El excitante o la palanca para que este libro exista sí tiene que ver con Berlín, con internet, con la invasión de Ucrania ejecutada por Putin, con que la mujer de Francesc Serés desde hace doce años sea rusa y con la vida entera de un muchacho nacido en Zaidín, en el borde de los Monegros y en plena frontera catalano-aragonesa.
Se oye la estridencia de la moto con que recorría de chaval las trincheras de la Guerra Civil antes de que las rehabilitasen, la emoción del hallazgo de las balas dispersas por el campo y la excitación de encontrar en casa dos pistolas oxidadas e inutilizadas y algunas granadas sin explotar, pero que podían haber explotado. Del rumor mental de este libro me acuerdo porque Serés llevaba dándole vueltas a este material desde hace muchos años, pero por fortuna dejó de concebirlo como tesis doctoral y lo ha armado como libro… literario.
No sé decirlo mejor: nace seguramente de los estímulos mezclados de Danubio, de Claudio Magris, y los modos e historia de Svetlana Aleksiévich, citada un par de veces en el libro, y quizá alguna dosis de Javier Cercas y algo de Sergio del Molino, pero el resultado es suyo, enteramente suyo. En muchos tramos resulta adictivo, originalísimo y muy intrigante el “pacto con la realidad” que dice haber firmado para escribirlo, afín al que ha inspirado otros libros suyos que el lector no encontrará citados en una solapa demasiado sosa y hasta avara. Faltan ahí al menos uno excelente, La piel de la frontera, y faltan también los cuentos (desopilantes) de Mossegar la poma.
La piel de Europa está atravesada de guerras vivas y aparentemente muertas que siguen en el presente en forma de álbumes familiares, memoria íntima, diarios personales y colecciones de cartas que el escritor persigue en internet por cuatro duros y arma con todo ello (con los viajes al pasado que está presente y desde un presente con pasado cuajado) un libro de meditaciones sin respuestas sobre la rutina de la guerra y el descalabro duradero que dejan en sociedades europeas que nos parecen muy distintas y, sin embargo, tanto se parecen.
Las lecturas juveniles y relecturas adultas del Ramón J. Sender del Réquiem, del Hemingway de masculinidad exuberante, de la sensatez de George Orwell, de la compasión a ras de suelo de Incerta glòria de Joan Sales o del rastro de Simone Weil por los paisajes aragoneses del autor funcionan productivamente en un libro que busca hilvanar un tapiz inevitablemente melancólico o incluso vagamente desesperanzado sobre el futuro de Europa. La encrucijada que lo propicia tiene que ver con la experiencia viva en su pueblo natal y con el viaje a Berlín con su mujer y la red de relaciones internacionales y políglotas —se hablan en este libro una infinidad de lenguas: catalán, español, ruso, ucranio, alemán, francés— que establecen sus personajes, todos reales, todos verídicos en su a veces infinito anonimato, y todos heridos de un modo u otro por la proximidad personal o cultural al paisaje de la devastación. No, ni el autor de Contes russos ni tampoco su mujer Dacha podrán volver en un largo tiempo a Rusia.
Resulta adictivo, originalísimo y muy intrigante el “pacto con la realidad” que dice haber firmado el autor para escribir este libro, afín al que ha inspirado otros suyos
Pueden ser los dos años mejor aprovechados en Alemania que puedan censar las letras catalanas (y españolas) del último siglo, pero es una manera muy tramposa de decirlo. El excitante o la palanca para que este libro exista sí tiene que ver con Berlín, con internet, con la invasión de Ucrania ejecutada por Putin, con que la mujer de Francesc Serés desde hace doce años sea rusa y con la vida entera de un muchacho nacido en Zaidín, en el borde de los Monegros y en plena frontera catalano-aragonesa.
Se oye la estridencia de la moto con que recorría de chaval las trincheras de la Guerra Civil antes de que las rehabilitasen, la emoción del hallazgo de las balas dispersas por el campo y la excitación de encontrar en casa dos pistolas oxidadas e inutilizadas y algunas granadas sin explotar, pero que podían haber explotado. Del rumor mental de este libro me acuerdo porque Serés llevaba dándole vueltas a este material desde hace muchos años, pero por fortuna dejó de concebirlo como tesis doctoral y lo ha armado como libro… literario.
Retrato promocional del autor Francesc Serés. INÉS BAUCELLS (EDITORIAL DESTINO)INÉS BAUCELLS (EDITORIAL DESTINO)
No sé decirlo mejor: nace seguramente de los estímulos mezclados de Danubio, de Claudio Magris, y los modos e historia de Svetlana Aleksiévich, citada un par de veces en el libro, y quizá alguna dosis de Javier Cercas y algo de Sergio del Molino, pero el resultado es suyo, enteramente suyo. En muchos tramos resulta adictivo, originalísimo y muy intrigante el “pacto con la realidad” que dice haber firmado para escribirlo, afín al que ha inspirado otros libros suyos que el lector no encontrará citados en una solapa demasiado sosa y hasta avara. Faltan ahí al menos uno excelente, La piel de la frontera, y faltan también los cuentos (desopilantes) de Mossegar la poma.
La piel de Europa está atravesada de guerras vivas y aparentemente muertas que siguen en el presente en forma de álbumes familiares, memoria íntima, diarios personales y colecciones de cartas que el escritor persigue en internet por cuatro duros y arma con todo ello (con los viajes al pasado que está presente y desde un presente con pasado cuajado) un libro de meditaciones sin respuestas sobre la rutina de la guerra y el descalabro duradero que dejan en sociedades europeas que nos parecen muy distintas y, sin embargo, tanto se parecen.
Las lecturas juveniles y relecturas adultas del Ramón J. Sender del Réquiem, del Hemingway de masculinidad exuberante, de la sensatez de George Orwell, de la compasión a ras de suelo de Incerta glòria de Joan Sales o del rastro de Simone Weil por los paisajes aragoneses del autor funcionan productivamente en un libro que busca hilvanar un tapiz inevitablemente melancólico o incluso vagamente desesperanzado sobre el futuro de Europa. La encrucijada que lo propicia tiene que ver con la experiencia viva en su pueblo natal y con el viaje a Berlín con su mujer y la red de relaciones internacionales y políglotas —se hablan en este libro una infinidad de lenguas: catalán, español, ruso, ucranio, alemán, francés— que establecen sus personajes, todos reales, todos verídicos en su a veces infinito anonimato, y todos heridos de un modo u otro por la proximidad personal o cultural al paisaje de la devastación. No, ni el autor de Contes russos ni tampoco su mujer Dacha podrán volver en un largo tiempo a Rusia.
EL PAÍS