Musicalmente, asociamos la Navidad a los villancicos, en su origen cancioncillas que buscaban aleccionar a los iletrados aldeanos o villanos, palabra que explica su etimología y que dio lugar también a otros sinónimos ya en desuso como villancete o villancejo. A veces un mismo texto se cantaba, con mínimas variantes, tanto “a lo divino” como “a lo humano”, y algunos versos, de tan populares como devinieron, acabaron por instalarse en el acervo del habla cotidiana. Encontramos un buen ejemplo en la primera parte del Quijote, cuando Sancho Panza —un villano de libro— dice: “Y a Dios prazga que nos suceda bien y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego”. Esta última frase cita en realidad el segundo verso de un villancico (“Véante mis ojos, / y muérame yo luego, / dulce amor mío / y lo que yo más quiero”) que en su versión religiosa muestra sin ambages la conexión navideña: “Veente mis ojos, / dios y honbre en el suelo, / dulçe amor mio / y todo mi consuelo”.
Esta frontera tan porosa entre lo profano y lo religioso ha ido ampliando el primer espacio y arrinconando al segundo, por lo que, al igual que en muchos otros ámbitos, la música navideña se ha convertido en un reclamo comercial más, casi siempre vulgarizado y desligado por completo de aquellos orígenes piadosos, instructivos o moralizantes. De Frank Sinatra o Barbra Streisand a Jonas Kaufmann o Benjamin Appl —el último cantante clásico en apuntarse al carro de los villanciqueros—, en estas fechas proliferan desde hace años grabaciones que contienen, con distintos collares, las mismas musiquillas de siempre al calor del despilfarro generalizado.
Otro locus classicus de estos días es programar y cantar —público incluido— el Mesías de Handel, aunque, en su origen, nada tuvo que ver con la Navidad y cuyo texto solo se refiere episódicamente al nacimiento de Cristo en la primera de sus tres partes. Menos frecuente es escuchar el llamado Oratorio de Navidad de Bach, en puridad un conjunto de seis cantatas independientes destinadas a las fiestas navideñas prescritas en el calendario litúrgico lipsiense: 25, 26 y 27 de diciembre, el primer domingo posterior, Año Nuevo, el domingo siguiente y Epifanía. En 1734, cuando Bach empezó a interpretar estas seis obras, refundiciones de cantatas profanas suyas preexistentes para esta sucesión de Feria(e) Nativitatis Xsti (como se lee en el manuscrito), el 25 de diciembre cayó en viernes, de ahí que no fuera necesaria una séptima cantata. En esta obra omninavideña se produjo, pues, otra suerte de ósmosis entre lo secular y lo sagrado, si bien de un cariz muy diferente, y en el sentido inverso.
Exactamente un siglo antes que Bach (y Handel y Domenico Scarlatti) nació Heinrich Schütz, el más grande compositor alemán del siglo XVII. En 1664, se imprimió en Dresde una obra en cuya cubierta puede leerse: “Historia del Dichoso y Bendito Nacimiento del Hijo de Dios y de María, Jesucristo, nuestro único Mediador, Redentor y Salvador”, a la que puso música “vocal e instrumentalmente” este maestro de capilla al eterno servicio de la corte real de Sajonia. Paradójicamente, la obra que mejor cuenta aquello que celebramos y recordamos en verdad en estas fechas, desechados todo tipo de aderezos y excrecencias, se interpreta muy raras veces, ni siquiera en Alemania. Sin embargo, al escucharla, es fácil sentir que es aquí donde podemos comprenderlo todo. Y emocionarnos como niños.
Los tres años que pasó en Venecia en su juventud como discípulo de Giovanni Gabrieli dejaron en Schütz una huella tan indeleble como la de las enseñanzas que cambiarían para siempre el estilo de Handel de resultas de su propio periplo italiano, iniciado justo un siglo después. En 1611, el mismo impresor que había publicado los dos primeros libros de madrigales de Claudio Monteverdi dio a conocer también en Venecia el opus 1 de Schütz, su Primo Libro di Madrigali, que firma en la cubierta con la traducción italiana de su nombre y apellido, Henrico Sagittario, al tiempo que deja constancia expresa de su procedencia (“Allemanno”). Y no sería hasta el final de su vida, cuatro décadas después de haber puesto música a la “Historia de la Alegre y Triunfal Resurrección de nuestro Salvador y Redentor Jesucristo”, coronada por los reiterados gritos de “¡Victoria!” (en latín) del Evangelista en el coro conclusivo, cuando decidió afrontar la de su nacimiento. Los hechos se confían de nuevo a un Evangelista, que canta en un estilo recitativo compuesto de una “manera novedosa” y que, hasta donde confiesa saber el propio autor, “jamás se ha visto impreso en Alemania antes de ahora”. Este relato, plagado de inflexiones expresivas, va alternándose con 10 conciertos para instrumentos y uno (Ángel, Herodes) o varios solistas vocales (ángeles, pastores, sumo sacerdote y escribas, Reyes Magos). La deuda italiana sigue presente, pero este Schütz casi octogenario es ya un hombre sabio y domina todos los intríngulis de la fusión significante de música y texto.
Refugiarse en la ínsula de la Historia de la Natividad, ajena a ruidos y furias, nos ayuda a recuperar la pureza y la inocencia perdidas, a regresar a ese tiempo mítico, prelapsario, como le gustaba recordar a W. H. Auden, en el que los seres humanos eran genuina, no artificiosamente, felices. Volver a Schütz: ese es el camino.
La música del más grande compositor alemán del XVII es la que mejor refleja lo que celebramos en verdad en estas fechas
Musicalmente, asociamos la Navidad a los villancicos, en su origen cancioncillas que buscaban aleccionar a los iletrados aldeanos o villanos, palabra que explica su etimología y que dio lugar también a otros sinónimos ya en desuso como villancete o villancejo. A veces un mismo texto se cantaba, con mínimas variantes, tanto “a lo divino” como “a lo humano”, y algunos versos, de tan populares como devinieron, acabaron por instalarse en el acervo del habla cotidiana. Encontramos un buen ejemplo en la primera parte del Quijote, cuando Sancho Panza —un villano de libro— dice: “Y a Dios prazga que nos suceda bien y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego”. Esta última frase cita en realidad el segundo verso de un villancico (“Véante mis ojos, / y muérame yo luego, / dulce amor mío / y lo que yo más quiero”) que en su versión religiosa muestra sin ambages la conexión navideña: “Veente mis ojos, / dios y honbre en el suelo, / dulçe amor mio / y todo mi consuelo”.
Esta frontera tan porosa entre lo profano y lo religioso ha ido ampliando el primer espacio y arrinconando al segundo, por lo que, al igual que en muchos otros ámbitos, la música navideña se ha convertido en un reclamo comercial más, casi siempre vulgarizado y desligado por completo de aquellos orígenes piadosos, instructivos o moralizantes. De Frank Sinatra o Barbra Streisand a Jonas Kaufmann o Benjamin Appl —el último cantante clásico en apuntarse al carro de los villanciqueros—, en estas fechas proliferan desde hace años grabaciones que contienen, con distintos collares, las mismas musiquillas de siempre al calor del despilfarro generalizado.
Otro locus classicus de estos días es programar y cantar —público incluido— el Mesías de Handel, aunque, en su origen, nada tuvo que ver con la Navidad y cuyo texto solo se refiere episódicamente al nacimiento de Cristo en la primera de sus tres partes. Menos frecuente es escuchar el llamado Oratorio de Navidad de Bach, en puridad un conjunto de seis cantatas independientes destinadas a las fiestas navideñas prescritas en el calendario litúrgico lipsiense: 25, 26 y 27 de diciembre, el primer domingo posterior, Año Nuevo, el domingo siguiente y Epifanía. En 1734, cuando Bach empezó a interpretar estas seis obras, refundiciones de cantatas profanas suyas preexistentes para esta sucesión de Feria(e) Nativitatis Xsti (como se lee en el manuscrito), el 25 de diciembre cayó en viernes, de ahí que no fuera necesaria una séptima cantata. En esta obra omninavideña se produjo, pues, otra suerte de ósmosis entre lo secular y lo sagrado, si bien de un cariz muy diferente, y en el sentido inverso.
Exactamente un siglo antes que Bach (y Handel y Domenico Scarlatti) nació Heinrich Schütz, el más grande compositor alemán del siglo XVII. En 1664, se imprimió en Dresde una obra en cuya cubierta puede leerse: “Historia del Dichoso y Bendito Nacimiento del Hijo de Dios y de María, Jesucristo, nuestro único Mediador, Redentor y Salvador”, a la que puso música “vocal e instrumentalmente” este maestro de capilla al eterno servicio de la corte real de Sajonia. Paradójicamente, la obra que mejor cuenta aquello que celebramos y recordamos en verdad en estas fechas, desechados todo tipo de aderezos y excrecencias, se interpreta muy raras veces, ni siquiera en Alemania. Sin embargo, al escucharla, es fácil sentir que es aquí donde podemos comprenderlo todo. Y emocionarnos como niños.
Los tres años que pasó en Venecia en su juventud como discípulo de Giovanni Gabrieli dejaron en Schütz una huella tan indeleble como la de las enseñanzas que cambiarían para siempre el estilo de Handel de resultas de su propio periplo italiano, iniciado justo un siglo después. En 1611, el mismo impresor que había publicado los dos primeros libros de madrigales de Claudio Monteverdi dio a conocer también en Venecia el opus 1 de Schütz, su Primo Libro di Madrigali, que firma en la cubierta con la traducción italiana de su nombre y apellido, Henrico Sagittario, al tiempo que deja constancia expresa de su procedencia (“Allemanno”). Y no sería hasta el final de su vida, cuatro décadas después de haber puesto música a la “Historia de la Alegre y Triunfal Resurrección de nuestro Salvador y Redentor Jesucristo”, coronada por los reiterados gritos de “¡Victoria!” (en latín) del Evangelista en el coro conclusivo, cuando decidió afrontar la de su nacimiento. Los hechos se confían de nuevo a un Evangelista, que canta en un estilo recitativo compuesto de una “manera novedosa” y que, hasta donde confiesa saber el propio autor, “jamás se ha visto impreso en Alemania antes de ahora”. Este relato, plagado de inflexiones expresivas, va alternándose con 10 conciertos para instrumentos y uno (Ángel, Herodes) o varios solistas vocales (ángeles, pastores, sumo sacerdote y escribas, Reyes Magos). La deuda italiana sigue presente, pero este Schütz casi octogenario es ya un hombre sabio y domina todos los intríngulis de la fusión significante de música y texto.
Refugiarse en la ínsula de la Historia de la Natividad, ajena a ruidos y furias,nos ayuda a recuperar la pureza y la inocencia perdidas, a regresar a ese tiempo mítico, prelapsario, como le gustaba recordar a W. H. Auden, en el que los seres humanos eran genuina, no artificiosamente, felices. Volver a Schütz: ese es el camino.
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