Acabo de terminar el último libro (último escrito por él y último también que yo le leeré) de un reconocido escritor. Me comentan que es un grande (maestro, el mejor de todos), que recoge el testigo de otro grande (a modo de sucesor, casi), que qué sé yo cuántas cosas me cuentan (muchas, todas buenas). Yo, que me tengo por lectora solvente, no doy crédito. Porque me lo dicen serios y me lo dice gente a la que admiro y cuyo criterio respeto. No se trata de una ligera discrepancia: a mí me ha parecido un libro abiertamente malo. Deshonesto intelectualmente, incluso. Deficientemente armado. Las dos primeras páginas se las habría dado a repetir, no a un aspirante a escritor, sino a un estudiante de cuarto de la ESO. Antes de la tercera ya le había escrito un mensaje a Alberto Olmos para comprobar que no era cosa mía, que esa frase en concreto (pero podrían haber sido otras, que las había) era descuidada y vulgar. Que la estructura era deficiente y, la prosa, no especialmente virtuosa. Si hubiese sido su primer libro me habría parecido regular, pero es su último libro, le publica una editorial potente y le precede su reputación. Me sentí estafada.Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: yo no soy una tía peligrosa. Tampoco soy crítica literaria. Por eso lo menos importante es el nombre del escritor, porque no voy a analizar su obra (bastante he tenido con terminarla), pero me sirve el mal ratico para pensar en eso que llamamos ‘el mundo literario’. ¿Cómo funciona? ¿A qué responde el (infladísimo) prestigio de ciertos autores? ¿Por qué están en todos los festivales, en todos los encuentros, en todos los certámenes? ¿Por qué dan todas las charlas? Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: no soy una tía peligrosaCon algunos nombres puedo tener incluso dudas, puede tratarse de una mera cuestión de opinión o criterio: al que manda le gusta más que a mí, pero le reconozco un valor a la obra. Es decir, hay un mayor o menor mérito y un mayor o menor talento identificables por todos, a poco que se lea con gusto y atención. ¿Pero qué hay de los incomprensibles? ¿De esos que son mediocres de manera manifiesta pero loados y aplaudidos? ¿Se trata de lo bien que se relacionan, de con quién se codean, de a quién invitan a tragos? Lo pregunto (me lo pregunto) con afán de entendimiento, ni siquiera pretendo juzgarlo. Quiero ver al bicho a través de la lupa, no quemarlo con un rayo de sol.Pero el mundo literario es el gran elefante en la habitación del propio mundo literario: como en el Club de la Lucha, la primera regla del mundo literario es que no se habla del mundo literario. Nadie (a excepción de Olmos, creo, corríjanme si me equivoco) critica abiertamente a un escritor o una obra, con su nombre por delante y con un par. Afortunadamente, yo no pertenezco al Club de la Lucha, así que su primera regla no opera para mí. Puedo escribir que hay autores bien relacionados y sobradamente reconocidos cuya obra, si somos sinceros, jamás alcanzará a su notoriedad. Ni ellos a su ego. Da igual a cuántos festivales los inviten ni con cuanta pompa les llamen ‘maestro’, cuántos miles de ejemplares vendan (porque es lo que hay que leer hoy) o cuántos premios (¿dados de antemano?) les entreguen. Ni cuanto prometan los suplementos culturales (autoindicación: revisar la hemeroteca de ABC Cultural ) que es el mejor de su generación. Me encantaría saber cómo les tratará la posteridad, cuando sus escritos tengan que vérselas a porta gayola con los lectores sin encantadoras sonrisas, enigmáticos intereses editoriales y servidumbres relacionales interpuestas. Dan ganas de no morirse nunca. Acabo de terminar el último libro (último escrito por él y último también que yo le leeré) de un reconocido escritor. Me comentan que es un grande (maestro, el mejor de todos), que recoge el testigo de otro grande (a modo de sucesor, casi), que qué sé yo cuántas cosas me cuentan (muchas, todas buenas). Yo, que me tengo por lectora solvente, no doy crédito. Porque me lo dicen serios y me lo dice gente a la que admiro y cuyo criterio respeto. No se trata de una ligera discrepancia: a mí me ha parecido un libro abiertamente malo. Deshonesto intelectualmente, incluso. Deficientemente armado. Las dos primeras páginas se las habría dado a repetir, no a un aspirante a escritor, sino a un estudiante de cuarto de la ESO. Antes de la tercera ya le había escrito un mensaje a Alberto Olmos para comprobar que no era cosa mía, que esa frase en concreto (pero podrían haber sido otras, que las había) era descuidada y vulgar. Que la estructura era deficiente y, la prosa, no especialmente virtuosa. Si hubiese sido su primer libro me habría parecido regular, pero es su último libro, le publica una editorial potente y le precede su reputación. Me sentí estafada.Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: yo no soy una tía peligrosa. Tampoco soy crítica literaria. Por eso lo menos importante es el nombre del escritor, porque no voy a analizar su obra (bastante he tenido con terminarla), pero me sirve el mal ratico para pensar en eso que llamamos ‘el mundo literario’. ¿Cómo funciona? ¿A qué responde el (infladísimo) prestigio de ciertos autores? ¿Por qué están en todos los festivales, en todos los encuentros, en todos los certámenes? ¿Por qué dan todas las charlas? Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: no soy una tía peligrosaCon algunos nombres puedo tener incluso dudas, puede tratarse de una mera cuestión de opinión o criterio: al que manda le gusta más que a mí, pero le reconozco un valor a la obra. Es decir, hay un mayor o menor mérito y un mayor o menor talento identificables por todos, a poco que se lea con gusto y atención. ¿Pero qué hay de los incomprensibles? ¿De esos que son mediocres de manera manifiesta pero loados y aplaudidos? ¿Se trata de lo bien que se relacionan, de con quién se codean, de a quién invitan a tragos? Lo pregunto (me lo pregunto) con afán de entendimiento, ni siquiera pretendo juzgarlo. Quiero ver al bicho a través de la lupa, no quemarlo con un rayo de sol.Pero el mundo literario es el gran elefante en la habitación del propio mundo literario: como en el Club de la Lucha, la primera regla del mundo literario es que no se habla del mundo literario. Nadie (a excepción de Olmos, creo, corríjanme si me equivoco) critica abiertamente a un escritor o una obra, con su nombre por delante y con un par. Afortunadamente, yo no pertenezco al Club de la Lucha, así que su primera regla no opera para mí. Puedo escribir que hay autores bien relacionados y sobradamente reconocidos cuya obra, si somos sinceros, jamás alcanzará a su notoriedad. Ni ellos a su ego. Da igual a cuántos festivales los inviten ni con cuanta pompa les llamen ‘maestro’, cuántos miles de ejemplares vendan (porque es lo que hay que leer hoy) o cuántos premios (¿dados de antemano?) les entreguen. Ni cuanto prometan los suplementos culturales (autoindicación: revisar la hemeroteca de ABC Cultural ) que es el mejor de su generación. Me encantaría saber cómo les tratará la posteridad, cuando sus escritos tengan que vérselas a porta gayola con los lectores sin encantadoras sonrisas, enigmáticos intereses editoriales y servidumbres relacionales interpuestas. Dan ganas de no morirse nunca.
a la contra
¿Cómo funciona? ¿Por qué el prestigio de ciertos autores? ¿Por qué están en todos los festivales?
Acabo de terminar el último libro (último escrito por él y último también que yo le leeré) de un reconocido escritor. Me comentan que es un grande (maestro, el mejor de todos), que recoge el testigo de otro grande (a modo de sucesor, casi), que … qué sé yo cuántas cosas me cuentan (muchas, todas buenas). Yo, que me tengo por lectora solvente, no doy crédito. Porque me lo dicen serios y me lo dice gente a la que admiro y cuyo criterio respeto. No se trata de una ligera discrepancia: a mí me ha parecido un libro abiertamente malo. Deshonesto intelectualmente, incluso. Deficientemente armado.
Las dos primeras páginas se las habría dado a repetir, no a un aspirante a escritor, sino a un estudiante de cuarto de la ESO. Antes de la tercera ya le había escrito un mensaje a Alberto Olmos para comprobar que no era cosa mía, que esa frase en concreto (pero podrían haber sido otras, que las había) era descuidada y vulgar. Que la estructura era deficiente y, la prosa, no especialmente virtuosa. Si hubiese sido su primer libro me habría parecido regular, pero es su último libro, le publica una editorial potente y le precede su reputación. Me sentí estafada.
Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: yo no soy una tía peligrosa. Tampoco soy crítica literaria. Por eso lo menos importante es el nombre del escritor, porque no voy a analizar su obra (bastante he tenido con terminarla), pero me sirve el mal ratico para pensar en eso que llamamos ‘el mundo literario’. ¿Cómo funciona? ¿A qué responde el (infladísimo) prestigio de ciertos autores? ¿Por qué están en todos los festivales, en todos los encuentros, en todos los certámenes? ¿Por qué dan todas las charlas?
Si yo fuera Alberto Olmos ya habría dado el nombre del autor, pero no soy Alberto Olmos: no soy una tía peligrosa
Con algunos nombres puedo tener incluso dudas, puede tratarse de una mera cuestión de opinión o criterio: al que manda le gusta más que a mí, pero le reconozco un valor a la obra. Es decir, hay un mayor o menor mérito y un mayor o menor talento identificables por todos, a poco que se lea con gusto y atención. ¿Pero qué hay de los incomprensibles? ¿De esos que son mediocres de manera manifiesta pero loados y aplaudidos?
¿Se trata de lo bien que se relacionan, de con quién se codean, de a quién invitan a tragos? Lo pregunto (me lo pregunto) con afán de entendimiento, ni siquiera pretendo juzgarlo. Quiero ver al bicho a través de la lupa, no quemarlo con un rayo de sol.
Pero el mundo literario es el gran elefante en la habitación del propio mundo literario: como en el Club de la Lucha, la primera regla del mundo literario es que no se habla del mundo literario. Nadie (a excepción de Olmos, creo, corríjanme si me equivoco) critica abiertamente a un escritor o una obra, con su nombre por delante y con un par. Afortunadamente, yo no pertenezco al Club de la Lucha, así que su primera regla no opera para mí.
Puedo escribir que hay autores bien relacionados y sobradamente reconocidos cuya obra, si somos sinceros, jamás alcanzará a su notoriedad. Ni ellos a su ego.
Da igual a cuántos festivales los inviten ni con cuanta pompa les llamen ‘maestro’, cuántos miles de ejemplares vendan (porque es lo que hay que leer hoy) o cuántos premios (¿dados de antemano?) les entreguen. Ni cuanto prometan los suplementos culturales (autoindicación: revisar la hemeroteca de ABC Cultural) que es el mejor de su generación.
Me encantaría saber cómo les tratará la posteridad, cuando sus escritos tengan que vérselas a porta gayola con los lectores sin encantadoras sonrisas, enigmáticos intereses editoriales y servidumbres relacionales interpuestas. Dan ganas de no morirse nunca.
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