Como si de una forja humana se tratase, el ensayista, crítico y profesor Nadal Suau, doctor en Literatura Contemporánea, hablaba del acto de tatuarse como un “dolor libremente escogido” que ayuda a descubrir –y quizá a desplazar– los límites físicos. En Curar la piel: Ensayo en torno al tatuaje (Anagrama, 2023), título donde jugaba con la acepción de “curar” vinculada al comisariado artístico, al escritor le interesaba el elemento ritual de entintarse. Un rito que sirve “para crear un sentido u orden más o menos trascendente del paso del tiempo” y que, en lo concerniente al tatuaje, implica superar determinados umbrales de dolor, aunque quien lo oficie no sea un chamán, sino un artesano.
Probablemente, nunca hemos estado tan tatuados como ahora. En 2021, la Agencia Española de Dermatología y Venereología estimaba que, al menos, un tercio de la población de nuestro país de 20 a 40 años tenía algún tatuaje. Al mismo tiempo, el sector atraviesa una importante crisis. “Han disminuido los proyectos que nos llegan, casi todos somos autónomos y cada vez está costando más hacer los suficientes para llegar al sueldo necesario del mes”, admite la ilustradora y tatuadora Iria Alcojor, de 37 años. “Tatuadores que llevaban muchos años están buscándose las mañas como pueden, cogiendo un segundo trabajo o dejándolo directamente”. El mejor momento del tatuaje es el peor momento de sus artesanos. Hay un desequilibrio entre la demanda y una oferta que se ha masificado, en muchos casos, por intrusismo. De peor calidad, pero, en consecuencia, con precios con los que es difícil competir.
“Me da la sensación de que, a partir del covid, mucha gente tuvo tiempo para hacer cosas que tenía en mente. Se compraban una máquina de pen, que es muy fácil de utilizar, no como las antiguas de bobinas, y se ponían en casa a tatuar a cualquiera y sacarse unas perrillas, como me han dicho alguna vez”, explica la tatuadora.
Otra cuestión es el presunto recelo de los más jóvenes, los miembros de la llamada generación Z. Lejos de los tiempos donde un adolescente escandalizaba a sus padres por llegar a casa tatuado, un artículo de The Guardian en 2024 auguraba que íbamos camino de lo contrario: que se vean como algo de padres. En su tramo de edad, están más consolidadas las piezas pequeñas, muchas de ellas low cost. “Los jóvenes se siguen tatuando, lo que pasa es que, si el 75% de su salario va para el alquiler, no se van a poder gastar mucho en un tatuaje. Se lo van a gastar en comer o en ver a sus amigos”, reflexiona Alcojor.
Didi Leona, artista urbana de 42 años, coincide con el diagnóstico de sobrepoblación en el gremio: “El público se reparte porque ahora todo el mundo tiene un amigo tatuador. Las máquinas y el material son más accesibles, es lógico que haya chavales que se pongan a tatuar para conseguir algo de dinero”. El peligro está en que, en muchos estudios abiertos como oportunidad de negocio en zonas turísticas o en el caso de particulares amateur muy económicos, uno no sabe quién le está tatuando. “Hay cada cosa que da miedo. No se tienen en cuenta muchas veces los problemas que se pueden adquirir a la hora de hacerte un tatuaje, ya sea algún tipo de enfermedad o lo que sea. Una vez que decides tatuarte con alguien que no es profesional, te arriesgas a eso”.
Con dos décadas de experiencia en el sector y otro tanto en el grafiti, Didi se reconoce desencantada. “Antes, tenías trato con gente más o menos afín a ti. Pero, hoy en día, entre la mayoría de la gente que se hace tatus, con muy pocos siento feeling. Eso también desmotiva bastante”, lamenta. “Hace veinte años tatuarse estaba muy mal visto, tu familia te decía que estabas loca y que tu vida se había ido a la mierda. Era algo distintivo, éramos los apestados. Ahora es algo de moda. Tengo amigos y conocidos que incluso se arrepienten de estar tatuados, porque les vincula a la masa. Sin ir más lejos, un policía antiguamente te paraba porque tenías tatuajes y su percepción era negativa. Ahora es él quien va tatuado. ¡Joder! Pues no sé si quiero parecerme a un policía”.
Sin embargo, el librero Pablo Cerezo, sevillano de 26 años graduado en Relaciones Internacionales y Sociología, anticipa un posible momento “de contracción” después de toda esta expansión. Acaba de publicar El cuerpo enunciado: Cómo el tatuaje explica nuestro tiempo (Siglo XXI), un recorrido antropológico por la historia del tatuaje hasta nuestros días, donde se pregunta de qué manera el avance del pensamiento ultraderechista afecta también a la relación con nuestros cuerpos. “Como toda esa gente que se está volviendo reaccionaria muy joven, creo que hay una generación que va a renegar del tatuaje, de forma minoritaria pero llamativa. Gente a la que le importa mucho esto del clean look, que sí tiene un vínculo con el fascismo en su manera de entender lo estético y su concepción del tema de la limpieza, la pulcritud, lo militar”.
En El cuerpo enunciado, Cerezo establece una relación entre el ansia por la recuperación de un supuesto control perdido, que abanderaban movimientos como el del Brexit o el Make America Great Again de Trump, y esta llamada al orden sobre la piel. Ello a pesar de que, a su manera, la decisión de tatuarse puede fundamentarse en el deseo de afianzar una narrativa propia. “Quien decide renegar del tatuaje lo hace, seguramente, por motivos muy parecidos a quienes lo siguen abrazando. Nuestra necesidad como individuos es la de afirmarnos y reclamar que tenemos cierto control sobre el mundo, aunque sea simbólico”, analiza el escritor.
Y los jóvenes que se tatúan, ¿por qué estilos se decantan? Pablo Cerezo recurre a una reflexión del filósofo Pepe Tesoro: antes los hijos indignaban a sus mayores, ahora los desconciertan. Proliferan tatuajes de marcas, de comida o deliberadamente cutres, como los ignorant tattoos. “Hay experiencias estéticas muy diferentes entre los mileniales y los zeta. Es difícil que veas a un zeta con un tribal”. Iria Alcojor matiza: “Hay mucha nostalgia de los dos miles y está muy de moda el neotribal. Pero no es tal cual el tribal que llevaba un bakala, ellos le dan la vuelta, a lo mejor con líneas un poco aguadas o frases”.
Dentro y fuera
La letra de la canción Tatuaje invisible, de Ilegales, describe una suerte de inscripción interior secreta sobre la que una persona no tiene dominio, como una enfermedad o una predestinación: “Un tatuaje llevo dentro que aguarda, hambriento, su momento y un día me devorará”. Precisamente, el tatuaje en estos últimos años también ha abocado a muchos a destinos funestos, como se ha denunciado en la megacárcel del régimen de Bukele en El Salvador, donde hay quienes han sido recluidos por asumirse que, al ir tatuados, pertenecen a una pandilla. El pasado marzo, Trump ordenó la deportación a El Salvador de los venezolanos residentes en EE UU que portaran tatuajes. Entre los deportados y encarcelados, había un hombre sin antecedentes criminales con un tatuaje del Real Madrid.
Pablo Cerezo recuerda en su libro que no es nada nuevo: además de los tatuajes punitivos que históricamente han servido para marcar presos o esclavos, criminólogos del siglo XIX como el francés Alexander Lacassagne veían en el tatuaje una predisposición al delito: “Está más vigente que nunca porque el poder siempre ha tenido un interés, y esto lo explica muy bien Foucault, en disciplinar los cuerpos y también las almas”.
A la aficionada a los tatuajes Bea Larruy, oscense de 31 años, le gusta que los grabados en la piel dejen ver cómo es alguien: “La gente suele intentar transmitir cosas más que ocultarlas cuando se tatúa. Por ejemplo, a mí me gustaría tatuarme algo relacionado con el veganismo, porque me representa. Me parece bien que una persona vea mi tatuaje y sepa que pienso de determinada manera”. Dice que tiene 16 o 17 tatuajes, dependiendo de cuál se considere el primero, si el de “un colega en el Johnny” (Colegio Mayor San Juan Evangelista) que estaba aprendiendo y le dibujó un triángulo en un pie –“se ha borrado un montón, parece hecho a boli”– o uno que, más profesionalmente, se hizo en el antiguo centro social okupado autogestionado 13-14, en el barrio madrileño de Vallecas. “Me lo hizo Bárbara Rebel, es una bota de montaña y pone debajo ‘Orgullosa andaba”.
Aunque no se dedica a ello, en una ocasión, Bea se tatuó a sí misma. Celebra que le quedó “bastante bien”, aunque tampoco le preocupaba que resultase un estropicio para la eternidad. “Son solo un par de palabras, ‘Beibi, cuídate’, y un corazón pequeñito. Salió un día que estaba en casa de un amigo que tatuaba”. No cree que necesiten tener ningún mensaje, aunque algunos cuenten con un significado para ella. “Un tatuaje puede ser ornamental o estético, simplemente. Yo pienso en qué me gustaría plasmar, pero luego, a lo mejor, me parece gracioso un gato comiéndose un choripán y me lo hago”. De la situación, ha notado cierta inquietud entre tatuadores de toda la vida: “Hay muchos que se plantean dejarlo por este tipo de consumo que ha aparecido. Abren estudios que no tienen tatuadores con un estilo personal, que hacen cualquier cosa muy barata. Es como si se hubiese gentrificado el tatuaje o desvirtuado la idea”.
Para muestra: ofertas como la del establecimiento en Alicante que despacha un menú de hamburguesa, patatas, bebida y un tatuaje por 40 euros, los tattoo corner en festivales o las barras libres de tatuajes en bodas. “A mí me parece Guarrilandia”, reacciona Iria Alcojor. “Tú me dirás, eso de estar tatuando a uno mientras otro deja una copa al lado y tienes suerte si la luz es la adecuada. Me escribieron una vez para hacerlo, pero no me gusta”.
“Imagínate un club en el que hay poca gente, más selecto, de alguna forma. Pero, de pronto, se abre y empieza a entrar cualquiera. Al final es como todo”, considera la tatuadora, pesimista sobre el porvenir del oficio. “La tendencia, en general, es que cada vez haya menos proyectos por persona. No hay para tanta gente. Yo no puedo solamente trabajar para pagar todos los gastos de alquiler, cuota de autónomos y material. Necesito también que me quede algo para mí. Entonces quizás acabe como antes, cuando había menos personas que se tatuaban, o la gente tatuará en su casa. Quedarán siempre estudios, pero a lo mejor lo bonito que hemos vivido mucha gente, la parte más ritual, se pierde”.
Otro problema en el horizonte es que que un fenómeno de aliento contestatario se diluya en esa noción ultracapitalista de la marca personal. Pablo Cerezo apuesta, en cambio, por darle la vuelta a través de ese miedo al arrepentimiento que tanto se invoca contra quienes se tatúan. “Esta idea de que podemos meter la pata y hacer el ridículo va en contra de ser una marca hiperpensada e hipercalculada, donde tiene que ser todo óptimo para venderse en un bazar”. Tatuarse con una amistad, con independencia de lo que el futuro depare al vínculo, marcarse por gusto o simplemente grabarse un diseño determinado por las risas es sostener un diálogo con una línea temporal sobre la piel. “Solo pensamos en ello cuando hablamos de tatuajes, pero el día de una persona, desde que se levanta hasta que se acuesta, está cargado de decisiones que son potenciales arrepentimientos. Un tatuaje es un recordatorio de que tomaste decisiones concretas y decidiste vivir, en lugar de que la vida te pasase por encima”.
Nunca antes tanta gente ha llevado la piel entintada y, sin embargo, el sector atraviesa una crisis sin precedentes. Influyen la saturación, la precariedad o el auge reaccionario
Como si de una forja humana se tratase, el ensayista, crítico y profesor Nadal Suau, doctor en Literatura Contemporánea, hablaba del acto de tatuarse como un “dolor libremente escogido” que ayuda a descubrir –y quizá a desplazar– los límites físicos. En Curar la piel: Ensayo en torno al tatuaje (Anagrama, 2023), título donde jugaba con la acepción de “curar” vinculada al comisariado artístico, al escritor le interesaba el elemento ritual de entintarse. Un rito que sirve “para crear un sentido u orden más o menos trascendente del paso del tiempo” y que, en lo concerniente al tatuaje, implica superar determinados umbrales de dolor, aunque quien lo oficie no sea un chamán, sino un artesano.
Probablemente, nunca hemos estado tan tatuados como ahora. En 2021, la Agencia Española de Dermatología y Venereología estimaba que, al menos, un tercio de la población de nuestro país de 20 a 40 años tenía algún tatuaje. Al mismo tiempo, el sector atraviesa una importante crisis. “Han disminuido los proyectos que nos llegan, casi todos somos autónomos y cada vez está costando más hacer los suficientes para llegar al sueldo necesario del mes”, admite la ilustradora y tatuadora Iria Alcojor, de 37 años. “Tatuadores que llevaban muchos años están buscándose las mañas como pueden, cogiendo un segundo trabajo o dejándolo directamente”. El mejor momento del tatuaje es el peor momento de sus artesanos. Hay un desequilibrio entre la demanda y una oferta que se ha masificado, en muchos casos, por intrusismo. De peor calidad, pero, en consecuencia, con precios con los que es difícil competir.
“Me da la sensación de que, a partir del covid, mucha gente tuvo tiempo para hacer cosas que tenía en mente. Se compraban una máquina de pen, que es muy fácil de utilizar, no como las antiguas de bobinas, y se ponían en casa a tatuar a cualquiera y sacarse unas perrillas, como me han dicho alguna vez”, explica la tatuadora.

Otra cuestión es el presunto recelo de los más jóvenes, los miembros de la llamada generación Z. Lejos de los tiempos donde un adolescente escandalizaba a sus padres por llegar a casa tatuado, un artículo de The Guardian en 2024 auguraba que íbamos camino de lo contrario: que se vean como algo de padres. En su tramo de edad, están más consolidadas las piezas pequeñas, muchas de ellas low cost. “Los jóvenes se siguen tatuando, lo que pasa es que, si el 75% de su salario va para el alquiler, no se van a poder gastar mucho en un tatuaje. Se lo van a gastar en comer o en ver a sus amigos”, reflexiona Alcojor.
Didi Leona, artista urbana de 42 años, coincide con el diagnóstico de sobrepoblación en el gremio: “El público se reparte porque ahora todo el mundo tiene un amigo tatuador. Las máquinas y el material son más accesibles, es lógico que haya chavales que se pongan a tatuar para conseguir algo de dinero”. El peligro está en que, en muchos estudios abiertos como oportunidad de negocio en zonas turísticas o en el caso de particulares amateur muy económicos, uno no sabe quién le está tatuando. “Hay cada cosa que da miedo. No se tienen en cuenta muchas veces los problemas que se pueden adquirir a la hora de hacerte un tatuaje, ya sea algún tipo de enfermedad o lo que sea. Una vez que decides tatuarte con alguien que no es profesional, te arriesgas a eso”.
Con dos décadas de experiencia en el sector y otro tanto en el grafiti, Didi se reconoce desencantada. “Antes, tenías trato con gente más o menos afín a ti. Pero, hoy en día, entre la mayoría de la gente que se hace tatus, con muy pocos siento feeling. Eso también desmotiva bastante”, lamenta. “Hace veinte años tatuarse estaba muy mal visto, tu familia te decía que estabas loca y que tu vida se había ido a la mierda. Era algo distintivo, éramos los apestados. Ahora es algo de moda. Tengo amigos y conocidos que incluso se arrepienten de estar tatuados, porque les vincula a la masa. Sin ir más lejos, un policía antiguamente te paraba porque tenías tatuajes y su percepción era negativa. Ahora es él quien va tatuado. ¡Joder! Pues no sé si quiero parecerme a un policía”.

Sin embargo, el librero Pablo Cerezo, sevillano de 26 años graduado en Relaciones Internacionales y Sociología, anticipa un posible momento “de contracción” después de toda esta expansión. Acaba de publicar El cuerpo enunciado: Cómo el tatuaje explica nuestro tiempo (Siglo XXI), un recorrido antropológico por la historia del tatuaje hasta nuestros días, donde se pregunta de qué manera el avance del pensamiento ultraderechista afecta también a la relación con nuestros cuerpos. “Como toda esa gente que se está volviendo reaccionaria muy joven, creo que hay una generación que va a renegar del tatuaje, de forma minoritaria pero llamativa. Gente a la que le importa mucho esto del clean look, que sí tiene un vínculo con el fascismo en su manera de entender lo estético y su concepción del tema de la limpieza, la pulcritud, lo militar”.
En El cuerpo enunciado, Cerezo establece una relación entre el ansia por la recuperación de un supuesto control perdido, que abanderaban movimientos como el del Brexit o el Make America Great Again de Trump, y esta llamada al orden sobre la piel. Ello a pesar de que, a su manera, la decisión de tatuarse puede fundamentarse en el deseo de afianzar una narrativa propia. “Quien decide renegar del tatuaje lo hace, seguramente, por motivos muy parecidos a quienes lo siguen abrazando. Nuestra necesidad como individuos es la de afirmarnos y reclamar que tenemos cierto control sobre el mundo, aunque sea simbólico”, analiza el escritor.
Y los jóvenes que se tatúan, ¿por qué estilos se decantan? Pablo Cerezo recurre a una reflexión del filósofo Pepe Tesoro: antes los hijos indignaban a sus mayores, ahora los desconciertan. Proliferan tatuajes de marcas, de comida o deliberadamente cutres, como los ignorant tattoos. “Hay experiencias estéticas muy diferentes entre los mileniales y los zeta. Es difícil que veas a un zeta con un tribal”. Iria Alcojor matiza: “Hay mucha nostalgia de los dos miles y está muy de moda el neotribal. Pero no es tal cual el tribal que llevaba un bakala, ellos le dan la vuelta, a lo mejor con líneas un poco aguadas o frases”.
Dentro y fuera
La letra de la canción Tatuaje invisible, de Ilegales, describe una suerte de inscripción interior secreta sobre la que una persona no tiene dominio, como una enfermedad o una predestinación: “Un tatuaje llevo dentro que aguarda, hambriento, su momento y un día me devorará”. Precisamente, el tatuaje en estos últimos años también ha abocado a muchos a destinos funestos, como se ha denunciado en la megacárcel del régimen de Bukele en El Salvador, donde hay quienes han sido recluidos por asumirse que, al ir tatuados, pertenecen a una pandilla. El pasado marzo, Trump ordenó la deportación a El Salvador de los venezolanos residentes en EE UU que portaran tatuajes. Entre los deportados y encarcelados, había un hombre sin antecedentes criminales con un tatuaje del Real Madrid.

Pablo Cerezo recuerda en su libro que no es nada nuevo: además de los tatuajes punitivos que históricamente han servido para marcar presos o esclavos, criminólogos del siglo XIX como el francés Alexander Lacassagne veían en el tatuaje una predisposición al delito: “Está más vigente que nunca porque el poder siempre ha tenido un interés, y esto lo explica muy bien Foucault, en disciplinar los cuerpos y también las almas”.
A la aficionada a los tatuajes Bea Larruy, oscense de 31 años, le gusta que los grabados en la piel dejen ver cómo es alguien: “La gente suele intentar transmitir cosas más que ocultarlas cuando se tatúa. Por ejemplo, a mí me gustaría tatuarme algo relacionado con el veganismo, porque me representa. Me parece bien que una persona vea mi tatuaje y sepa que pienso de determinada manera”. Dice que tiene 16 o 17 tatuajes, dependiendo de cuál se considere el primero, si el de “un colega en el Johnny” (Colegio Mayor San Juan Evangelista) que estaba aprendiendo y le dibujó un triángulo en un pie –“se ha borrado un montón, parece hecho a boli”– o uno que, más profesionalmente, se hizo en el antiguo centro social okupado autogestionado 13-14, en el barrio madrileño de Vallecas. “Me lo hizo Bárbara Rebel, es una bota de montaña y pone debajo ‘Orgullosa andaba”.
Aunque no se dedica a ello, en una ocasión, Bea se tatuó a sí misma. Celebra que le quedó “bastante bien”, aunque tampoco le preocupaba que resultase un estropicio para la eternidad. “Son solo un par de palabras, ‘Beibi, cuídate’, y un corazón pequeñito. Salió un día que estaba en casa de un amigo que tatuaba”. No cree que necesiten tener ningún mensaje, aunque algunos cuenten con un significado para ella. “Un tatuaje puede ser ornamental o estético, simplemente. Yo pienso en qué me gustaría plasmar, pero luego, a lo mejor, me parece gracioso un gato comiéndose un choripán y me lo hago”. De la situación, ha notado cierta inquietud entre tatuadores de toda la vida: “Hay muchos que se plantean dejarlo por este tipo de consumo que ha aparecido. Abren estudios que no tienen tatuadores con un estilo personal, que hacen cualquier cosa muy barata. Es como si se hubiese gentrificado el tatuaje o desvirtuado la idea”.
Para muestra: ofertas como la del establecimiento en Alicante que despacha un menú de hamburguesa, patatas, bebida y un tatuaje por 40 euros, los tattoo corner en festivales o las barras libres de tatuajes en bodas. “A mí me parece Guarrilandia”, reacciona Iria Alcojor. “Tú me dirás, eso de estar tatuando a uno mientras otro deja una copa al lado y tienes suerte si la luz es la adecuada. Me escribieron una vez para hacerlo, pero no me gusta”.
“Imagínate un club en el que hay poca gente, más selecto, de alguna forma. Pero, de pronto, se abre y empieza a entrar cualquiera. Al final es como todo”, considera la tatuadora, pesimista sobre el porvenir del oficio. “La tendencia, en general, es que cada vez haya menos proyectos por persona. No hay para tanta gente. Yo no puedo solamente trabajar para pagar todos los gastos de alquiler, cuota de autónomos y material. Necesito también que me quede algo para mí. Entonces quizás acabe como antes, cuando había menos personas que se tatuaban, o la gente tatuará en su casa. Quedarán siempre estudios, pero a lo mejor lo bonito que hemos vivido mucha gente, la parte más ritual, se pierde”.
Otro problema en el horizonte es que que un fenómeno de aliento contestatario se diluya en esa noción ultracapitalista de la marca personal. Pablo Cerezo apuesta, en cambio, por darle la vuelta a través de ese miedo al arrepentimiento que tanto se invoca contra quienes se tatúan. “Esta idea de que podemos meter la pata y hacer el ridículo va en contra de ser una marca hiperpensada e hipercalculada, donde tiene que ser todo óptimo para venderse en un bazar”. Tatuarse con una amistad, con independencia de lo que el futuro depare al vínculo, marcarse por gusto o simplemente grabarse un diseño determinado por las risas es sostener un diálogo con una línea temporal sobre la piel. “Solo pensamos en ello cuando hablamos de tatuajes, pero el día de una persona, desde que se levanta hasta que se acuesta, está cargado de decisiones que son potenciales arrepentimientos. Un tatuaje es un recordatorio de que tomaste decisiones concretas y decidiste vivir, en lugar de que la vida te pasase por encima”.
EL PAÍS