Son las cinco de la tarde de un día de mediados de mayo en el festival Embassa’t, en el parque de Cataluña de Sabadell. Apenas hay medio centenar de personas, sentadas en el césped de las gradas del anfiteatro frente al escenario principal. Es un día de sol. Mientras se hacen algunas comprobaciones de sonido y de iluminación —“Hola, hola. Buenas tardes a todos. Bona tarda a tothom”—, solo se escucha el trasiego de algunas furgonetas descargando y los gorjeos de las cotorras argentinas desde los postes de iluminación. En el escenario, la cantante barcelonesa Gin se ajusta el vestido azul grisáceo, se toca repetidamente los grandes pendientes de aro y da vueltas entre el escenario y el backstage al tiempo que charla con sus músicos visiblemente nerviosa —“nerviosa no; emocionada”, recalcará más tarde—. En apenas unos minutos sale a cantar en el que es su primer concierto en un festival. Un paso de gigante para cualquier artista emergente.
Este será uno de los casi 1.000 festivales de música que habrá en España durante todo 2025, según las estimaciones de diferentes organismos reguladores de la música en vivo. El país se ha convertido en uno de los que más eventos de este tipo albergan en el mundo. Desde las playas de Burriana hasta los montes gallegos, de los desiertos a cascos antiguos de capitales de provincia, hay pocos rincones del mapa que no tengan alguno. Tras la pandemia experimentaron su mayor época de bonanza. Tras alcanzar las cifras de recaudación y asistencia más altas de su historia en 2019, en 2022 se superó en un 20% este récord, según el III Observatorio sobre la industria de los festivales de música en España, de IPG Mediabrands. Se consolidaron en el imaginario popular como parte de la experiencia veraniega, a pesar de que su temporada se alargó y ocupa buena parte del calendario.
No existe una definición específica que permita decir qué es un festival y diferenciarlo de otros eventos como, por ejemplo, los ciclos de conciertos. Por ello, tanto el Ministerio de Cultura, la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y la Asociación de Promotores Musicales barajan cifras diferentes, pero todos estiman el millar para este 2025. De todos los conciertos de música popular que hubo en 2023, a los que acudieron más de 28 millones de personas, uno de cada cinco asistentes fue de macrofestivales (técnicamente, aquellos conformados por más de 10.000 personas); de los 573 millones de euros recaudados, 304 salieron de estos eventos, según recoge el último anuario de estadísticas del Ministerio de Cultura, publicado en 2024.
Los festivales empezaron a emerger en España tras el franquismo y al rebufo de otros países europeos que ya habían consolidado un fuerte tejido de música en directo, en especial el Reino Unido. Durante años no fueron más que una opción de música en vivo más; seguían existiendo los estadios, las salas de conciertos, los bares, las raves y los clubes, cada uno con sus artistas y su público objetivo. Hoy, el fenómeno festivalero es un ente multifacético en el que se puede descubrir a bandas pequeñas que en otro tiempo hubiéramos encontrado en el antro de su respectiva ciudad o a grandes estrellas que llenarían estadios de equipos de fútbol de primera, pasando por grupos medianos atrapalotodo y por la posibilidad de bailar techno hasta el amanecer.
Gin es cantante. Tiene un EP y ocho sencillos. Empezó a subir su trabajo a Spotify en 2020. Ginesta Guasch, la chica detrás del nombre artístico, es maestra de primaria. Gin actuó el pasado viernes 16 de mayo, Ginesta impartía clase a primera hora el lunes 19. La cantante tuvo su espacio propio en un festival gracias a Embassa’t, que todos los años apuesta por artistas emergentes. Dos semanas después, a 500 kilómetros, en el recinto ferial de Rabasa (Alicante) actuó en el Spring Festival. Sobre las mismas horas, también saltó a escena Amaia. Ella no usa nombre artístico, no lo necesita. A diferencia de Gin, no era la primera vez que cantaba en un festival. Y a diferencia de ella también, lo hizo para varios miles de personas. En Sabadell apenas superaron los 9.000 asistentes, en Alicante hubo más de 50.000. Pero las diferencias no son solo cuantitativas. Los públicos son diferentes. Visten diferente, bailan diferente, vienen por motivos diferentes y hasta fuman diferente. Los tatuajes no figurativos, el tabaco de liar, los chándales, los crop top y los piercing de Sabadell apenas se veían entre el público de Alicante. Las despedidas de soltero, las parejas de mediana edad, los influencers, el maquillaje con purpurina y las camisetas de grupos de música pop presentes en el Spring Festival tampoco abundaban en Embassa’t. Cada mochuelo es de su propio olivo.
Los festivales han dejado de ser un acontecimiento anecdótico para convertirse en una fecha señalada, dejaron de ser encuentro de melómanos para ser fiestas multitudinarias. Pasaron de esporádicos a edificarse como el formato principal de consumo de música en directo. Y en ocasiones la música es solo la excusa. Antía está de despedida de soltera en Alicante con sus amigas disfrazadas. Marcelo ha venido hasta aquí con sus amigos de Muro de Alcoy por cambiar de plan y porque “pueden volver conduciendo”. Silvia solo ha acudido a ver a Amaia. Amparo, su madre, solo ha venido a acompañarla porque es menor. Ignacio, de 64 años, está aquí porque solo durante los conciertos se siente joven, aunque las rodillas —lamenta— le recuerden “de vez en cuando” que ya no lo es tanto. En Sabadell, Joan solo quiere emborracharse con sus colegas. Julia se reencuentra aquí con su exnovia. Paula está en Alicante porque quiere conseguir un autógrafo de Alaska para su madre. Celia viene a Sabadell como terapia porque atraviesa un cuadro depresivo. Francisco confiesa que Rabasa es otro sitio más donde ligar. Y en Sabadell, Lluís quiere contagiar a su hijo Carles, de ocho años, su pasión por la música en directo…
Suena un hilo musical, y con un fondo de dos pancartas gigantes de sus caras haciendo muecas aparecen Ca7riel y Paco Amoroso. La ovación del público del festival de Rabasa es enorme, saludan y se sientan para cantar. Empieza el espectáculo. El dúo argentino es una de las grandes apuestas de esta cita, el Spring Festival de Alicante, y unos de los grandes ídolos del verano. Desde su actuación en el Tiny Desk —conciertos minimalistas realizados en una oficina de la radio pública estadounidense— del pasado octubre, su ascenso ha sido meteórico, y como tal se ve en su ruta por Europa, Estados Unidos y Japón. Tal y como indica Nando Cruz en su libro Macrofestivales. El agujero negro de la música (editorial Península), en la contratación de artistas para festivales “se valora más el momento de la fama que el prestigio acumulado”.
En 2005, en una entrevista para EL PAÍS, se le preguntó a la entonces subdirectora del Museo Reina Sofía, María García Yelo, si el arte estaba sobrevalorado. Respondió: “Vale lo que la gente está dispuesta a pagar por él”. Con el caché de los artistas está ocurriendo lo mismo. El pasado 9 de mayo, en un podcast de YouTube, el CEO del festival asturiano Boombastic (ahora expandido a más ciudades) revelaba el dinero que solicitaban algunos artistas de sus últimos carteles. Muchos internautas se sorprendían porque se supera la barrera del millón de euros. Varias agencias de contratación de artistas consultadas por El País Semanal que prefieren mantener el anonimato declaran que no es lo habitual ni siquiera para cantantes que estén en lo alto de la ola, pero que los cachés “si son tan elevados no es solo porque quieran tener al artista X, sino para que otro festival no tenga a ese mismo artista”. Resaltan también que cuanto más grandes son los festivales, menos cuidan a los artistas menores. “Como un Robin Hood a la inversa, quitan caché a 30 grupos menores para dárselo a un cabeza de cartel”, relata junto con su mánager un miembro de uno de esos grupos menores. Muestra la conversación por WhatsApp con un conocido festival admitiendo esta práctica. Ni todos los artistas tienen el mismo atractivo, ni todos los artistas buscan los mismos festivales.
El grupo gallego de música urbana Mundo Prestigio, tras recorrer más de 1.000 kilómetros en su furgoneta para llegar a Sabadell, lo vive y lo define de otra forma: “Somos proletarios. Proletarios de la música, pero proletarios”, concuerdan animosamente entre todos. Venden su fuerza de trabajo como buenamente pueden. “Si sale un festi, pues vamos a un festi. Si el bolo es en una sala, pues en una sala. Ya fuimos pobres y lo seguiremos siendo, pero seguiremos haciendo música porque es lo que nos mola”. Este grupo tiene 10.000 oyentes mensuales en Spotify, pero ser una banda pequeña no es lo que fomenta esta filosofía. Álvaro Rivas, cantante de Alcalá Norte (grupo con 20 veces más de oyentes), recién llegado a Alicante, lo comparte de otra forma: “Ir por festivales ha sido de nuestras mejores experiencias. Ver que hay mazo de peña que se sabe tus canciones y que las vive, que lleva tus camisetas…”. Pero los festivales no solo llenan el bolsillo.
Carlotta Cosials y Ana Perrote, componentes de Hinds, subieron al escenario abrazándose y bajaron al camerino abrazándose. Nada nuevo para ellas, son auténticas veteranas. Durante más de 10 años han pateado juntas de Texas a Bangkok, pasando por Londres y, ahora, Sabadell. Defienden el festival como una de las mejores opciones para presentarse al público. “El contexto lo define todo. Es una experiencia mucho más completa. Que alguien vaya a ver a sus grupos favoritos y nos vea en directo es algo que recordará”, dice Cosials. “Es como llegar a un cumpleaños, todo es enriquecedor”, añade Perrote.
Si todo acto es un acto político, los festivales no son una excepción, y este pasado mayo se pudo comprobar. La publicación de un reportaje de El Salto provocó que decenas de grupos cancelaran sus actuaciones en eventos como Sónar o el Resurrection Fest, que miles de personas mostraran su indignación en redes y que hasta el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, se pronunciase en contra. ¿El motivo? La promoción inmobiliaria de asentamientos en territorios ocupados en Palestina, considerada ilegal por el derecho internacional. El fondo de capital riesgo Kohlberg Kravis Roberts (KKR) incursionó en el mundo de la música en 2024 tras la adquisición de la promotora Superstruct Entertainment —organizadora de decenas de festivales en el mundo— por 1.400 millones de euros. Entre los más conocidos de España se encuentran el Arenal Sound, Viña Rock, Sónar o el FIB de Benicàssim. Varios festivales publicaron comunicados desvinculándose de las actividades del fondo o “condenando la violencia”. El Sónar reembolsó las entradas al público que lo solicitó. La polémica se ha extendido a festivales no involucrados con el KKR. En Sabadell se ven kufiyas y banderas palestinas; en Alicante, pines o pulseras con los colores verde, blanco, rojo y negro.
Susana Hernández es una productora hiperactiva. Para cada proyecto tiene un alias diferente. En Sabadell es Ylia, y es DJ. Esta alicantina afirma, rotunda, que prefiere los clubes a los festivales y que el de Sabadell es una excepción. Defiende que la mayoría son espacios sin emoción, que priman la cantidad a la calidad, un “fast food musical” que, por si fuera poco, “homogeneiza la oferta”. “Es todo estética, todo imagen”, concluye. Sin embargo, para y matiza: “Tenemos pocas oportunidades para tocar, y el directo merece la pena. Canalizamos el directo”.
Avanzada la noche, fuera del recinto de Rabasa donde aún se escuchan los últimos conciertos, se abrazan cinco amigas en medio de la carretera. Lloran. Dos taxis esperan y la policía les indica por tercera vez que suban a la acera. Salieron a ver el camión de Amaia y acabaron despidiéndose. No hablan con nadie. Ni entre ellas. Solo lloran. “Ana se va”, dice una. Ninguna dirá nada más. Ni a la policía, ni a los taxis. Ana trabaja mañana fuera de la provincia a la que ha venido para reunirse con sus amigas de la universidad con el festival como excusa. Sube al taxi, las luces rojas se apagan y se pierde en la distancia. Sus amigas entran de vuelta al recinto. Ana se ha ido, pero al festival aún le quedan un par de conciertos más.
Son un símbolo del verano. La emoción de la música en vivo, encuentros con amigos, noches fugaces… En España ya hay un millar de festivales. Reducidos o multitudinarios, con carteles alternativos o repletos de estrellas, no hay provincia que no tenga el suyo y no hay dos iguales
Son las cinco de la tarde de un día de mediados de mayo en el festival Embassa’t, en el parque de Cataluña de Sabadell. Apenas hay medio centenar de personas, sentadas en el césped de las gradas del anfiteatro frente al escenario principal. Es un día de sol. Mientras se hacen algunas comprobaciones de sonido y de iluminación —“Hola, hola. Buenas tardes a todos. Bona tarda a tothom”—, solo se escucha el trasiego de algunas furgonetas descargando y los gorjeos de las cotorras argentinas desde los postes de iluminación. En el escenario, la cantante barcelonesa Gin se ajusta el vestido azul grisáceo, se toca repetidamente los grandes pendientes de aro y da vueltas entre el escenario y el backstage al tiempo que charla con sus músicos visiblemente nerviosa —“nerviosa no; emocionada”, recalcará más tarde—. En apenas unos minutos sale a cantar en el que es su primer concierto en un festival. Un paso de gigante para cualquier artista emergente.
Este será uno de los casi 1.000 festivales de música que habrá en España durante todo 2025, según las estimaciones de diferentes organismos reguladores de la música en vivo. El país se ha convertido en uno de los que más eventos de este tipo albergan en el mundo. Desde las playas de Burriana hasta los montes gallegos, de los desiertos a cascos antiguos de capitales de provincia, hay pocos rincones del mapa que no tengan alguno. Tras la pandemia experimentaron su mayor época de bonanza. Tras alcanzar las cifras de recaudación y asistencia más altas de su historia en 2019, en 2022 se superó en un 20% este récord, según el III Observatorio sobre la industria de los festivales de música en España, de IPG Mediabrands. Se consolidaron en el imaginario popular como parte de la experiencia veraniega, a pesar de que su temporada se alargó y ocupa buena parte del calendario.



No existe una definición específica que permita decir qué es un festival y diferenciarlo de otros eventos como, por ejemplo, los ciclos de conciertos. Por ello, tanto el Ministerio de Cultura, la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y la Asociación de Promotores Musicales barajan cifras diferentes, pero todos estiman el millar para este 2025. De todos los conciertos de música popular que hubo en 2023, a los que acudieron más de 28 millones de personas, uno de cada cinco asistentes fue de macrofestivales (técnicamente, aquellos conformados por más de 10.000 personas); de los 573 millones de euros recaudados, 304 salieron de estos eventos, según recoge el último anuario de estadísticas del Ministerio de Cultura, publicado en 2024.
Los festivales empezaron a emerger en España tras el franquismo y al rebufo de otros países europeos que ya habían consolidado un fuerte tejido de música en directo, en especial el Reino Unido. Durante años no fueron más que una opción de música en vivo más; seguían existiendo los estadios, las salas de conciertos, los bares, las raves y los clubes, cada uno con sus artistas y su público objetivo. Hoy, el fenómeno festivalero es un ente multifacético en el que se puede descubrir a bandas pequeñas que en otro tiempo hubiéramos encontrado en el antro de su respectiva ciudad o a grandes estrellas que llenarían estadios de equipos de fútbol de primera, pasando por grupos medianos atrapalotodo y por la posibilidad de bailar techno hasta el amanecer.




Gin es cantante. Tiene un EP y ocho sencillos. Empezó a subir su trabajo a Spotify en 2020. Ginesta Guasch, la chica detrás del nombre artístico, es maestra de primaria. Gin actuó el pasado viernes 16 de mayo, Ginesta impartía clase a primera hora el lunes 19. La cantante tuvo su espacio propio en un festival gracias a Embassa’t, que todos los años apuesta por artistas emergentes. Dos semanas después, a 500 kilómetros, en el recinto ferial de Rabasa (Alicante) actuó en el Spring Festival. Sobre las mismas horas, también saltó a escena Amaia. Ella no usa nombre artístico, no lo necesita. A diferencia de Gin, no era la primera vez que cantaba en un festival. Y a diferencia de ella también, lo hizo para varios miles de personas. En Sabadell apenas superaron los 9.000 asistentes, en Alicante hubo más de 50.000. Pero las diferencias no son solo cuantitativas. Los públicos son diferentes. Visten diferente, bailan diferente, vienen por motivos diferentes y hasta fuman diferente. Los tatuajes no figurativos, el tabaco de liar, los chándales, los crop top y los piercing de Sabadell apenas se veían entre el público de Alicante. Las despedidas de soltero, las parejas de mediana edad, los influencers, el maquillaje con purpurina y las camisetas de grupos de música pop presentes en el Spring Festival tampoco abundaban en Embassa’t. Cada mochuelo es de su propio olivo.
Los festivales han dejado de ser un acontecimiento anecdótico para convertirse en una fecha señalada, dejaron de ser encuentro de melómanos para ser fiestas multitudinarias. Pasaron de esporádicos a edificarse como el formato principal de consumo de música en directo. Y en ocasiones la música es solo la excusa. Antía está de despedida de soltera en Alicante con sus amigas disfrazadas. Marcelo ha venido hasta aquí con sus amigos de Muro de Alcoy por cambiar de plan y porque “pueden volver conduciendo”. Silvia solo ha acudido a ver a Amaia. Amparo, su madre, solo ha venido a acompañarla porque es menor. Ignacio, de 64 años, está aquí porque solo durante los conciertos se siente joven, aunque las rodillas —lamenta— le recuerden “de vez en cuando” que ya no lo es tanto. En Sabadell, Joan solo quiere emborracharse con sus colegas. Julia se reencuentra aquí con su exnovia. Paula está en Alicante porque quiere conseguir un autógrafo de Alaska para su madre. Celia viene a Sabadell como terapia porque atraviesa un cuadro depresivo. Francisco confiesa que Rabasa es otro sitio más donde ligar. Y en Sabadell, Lluís quiere contagiar a su hijo Carles, de ocho años, su pasión por la música en directo…

Suena un hilo musical, y con un fondo de dos pancartas gigantes de sus caras haciendo muecas aparecen Ca7riel y Paco Amoroso. La ovación del público del festival de Rabasa es enorme, saludan y se sientan para cantar. Empieza el espectáculo. El dúo argentino es una de las grandes apuestas de esta cita, el Spring Festival de Alicante, y unos de los grandes ídolos del verano. Desde su actuación en el Tiny Desk —conciertos minimalistas realizados en una oficina de la radio pública estadounidense— del pasado octubre, su ascenso ha sido meteórico, y como tal se ve en su ruta por Europa, Estados Unidos y Japón. Tal y como indica Nando Cruz en su libro Macrofestivales. El agujero negro de la música (editorial Península), en la contratación de artistas para festivales “se valora más el momento de la fama que el prestigio acumulado”.
En 2005, en una entrevista para EL PAÍS, se le preguntó a la entonces subdirectora del Museo Reina Sofía, María García Yelo, si el arte estaba sobrevalorado. Respondió: “Vale lo que la gente está dispuesta a pagar por él”. Con el caché de los artistas está ocurriendo lo mismo. El pasado 9 de mayo, en un podcast de YouTube, el CEO del festival asturiano Boombastic (ahora expandido a más ciudades) revelaba el dinero que solicitaban algunos artistas de sus últimos carteles. Muchos internautas se sorprendían porque se supera la barrera del millón de euros. Varias agencias de contratación de artistas consultadas por El País Semanal que prefieren mantener el anonimato declaran que no es lo habitual ni siquiera para cantantes que estén en lo alto de la ola, pero que los cachés “si son tan elevados no es solo porque quieran tener al artista X, sino para que otro festival no tenga a ese mismo artista”. Resaltan también que cuanto más grandes son los festivales, menos cuidan a los artistas menores. “Como un Robin Hood a la inversa, quitan caché a 30 grupos menores para dárselo a un cabeza de cartel”, relata junto con su mánager un miembro de uno de esos grupos menores. Muestra la conversación por WhatsApp con un conocido festival admitiendo esta práctica. Ni todos los artistas tienen el mismo atractivo, ni todos los artistas buscan los mismos festivales.



El grupo gallego de música urbana Mundo Prestigio, tras recorrer más de 1.000 kilómetros en su furgoneta para llegar a Sabadell, lo vive y lo define de otra forma: “Somos proletarios. Proletarios de la música, pero proletarios”, concuerdan animosamente entre todos. Venden su fuerza de trabajo como buenamente pueden. “Si sale un festi, pues vamos a un festi. Si el bolo es en una sala, pues en una sala. Ya fuimos pobres y lo seguiremos siendo, pero seguiremos haciendo música porque es lo que nos mola”. Este grupo tiene 10.000 oyentes mensuales en Spotify, pero ser una banda pequeña no es lo que fomenta esta filosofía. Álvaro Rivas, cantante de Alcalá Norte (grupo con 20 veces más de oyentes), recién llegado a Alicante, lo comparte de otra forma: “Ir por festivales ha sido de nuestras mejores experiencias. Ver que hay mazo de peña que se sabe tus canciones y que las vive, que lleva tus camisetas…”. Pero los festivales no solo llenan el bolsillo.
Carlotta Cosials y Ana Perrote, componentes de Hinds, subieron al escenario abrazándose y bajaron al camerino abrazándose. Nada nuevo para ellas, son auténticas veteranas. Durante más de 10 años han pateado juntas de Texas a Bangkok, pasando por Londres y, ahora, Sabadell. Defienden el festival como una de las mejores opciones para presentarse al público. “El contexto lo define todo. Es una experiencia mucho más completa. Que alguien vaya a ver a sus grupos favoritos y nos vea en directo es algo que recordará”, dice Cosials. “Es como llegar a un cumpleaños, todo es enriquecedor”, añade Perrote.
Si todo acto es un acto político, los festivales no son una excepción, y este pasado mayo se pudo comprobar. La publicación de un reportaje de El Salto provocó que decenas de grupos cancelaran sus actuaciones en eventos como Sónar o el Resurrection Fest, que miles de personas mostraran su indignación en redes y que hasta el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, se pronunciase en contra. ¿El motivo? La promoción inmobiliaria de asentamientos en territorios ocupados en Palestina, considerada ilegal por el derecho internacional. El fondo de capital riesgo Kohlberg Kravis Roberts (KKR) incursionó en el mundo de la música en 2024 tras la adquisición de la promotora Superstruct Entertainment —organizadora de decenas de festivales en el mundo— por 1.400 millones de euros. Entre los más conocidos de España se encuentran el Arenal Sound, Viña Rock, Sónar o el FIB de Benicàssim. Varios festivales publicaron comunicados desvinculándose de las actividades del fondo o “condenando la violencia”. El Sónar reembolsó las entradas al público que lo solicitó. La polémica se ha extendido a festivales no involucrados con el KKR. En Sabadell se ven kufiyas y banderas palestinas; en Alicante, pines o pulseras con los colores verde, blanco, rojo y negro.
Susana Hernández es una productora hiperactiva. Para cada proyecto tiene un alias diferente. En Sabadell es Ylia, y es DJ. Esta alicantina afirma, rotunda, que prefiere los clubes a los festivales y que el de Sabadell es una excepción. Defiende que la mayoría son espacios sin emoción, que priman la cantidad a la calidad, un “fast food musical” que, por si fuera poco, “homogeneiza la oferta”. “Es todo estética, todo imagen”, concluye. Sin embargo, para y matiza: “Tenemos pocas oportunidades para tocar, y el directo merece la pena. Canalizamos el directo”.
Avanzada la noche, fuera del recinto de Rabasa donde aún se escuchan los últimos conciertos, se abrazan cinco amigas en medio de la carretera. Lloran. Dos taxis esperan y la policía les indica por tercera vez que suban a la acera. Salieron a ver el camión de Amaia y acabaron despidiéndose. No hablan con nadie. Ni entre ellas. Solo lloran. “Ana se va”, dice una. Ninguna dirá nada más. Ni a la policía, ni a los taxis. Ana trabaja mañana fuera de la provincia a la que ha venido para reunirse con sus amigas de la universidad con el festival como excusa. Sube al taxi, las luces rojas se apagan y se pierde en la distancia. Sus amigas entran de vuelta al recinto. Ana se ha ido, pero al festival aún le quedan un par de conciertos más.
Pop, electrónica, urbana…, cinco festivales para asistir entre julio y agosto

Carlos Marcos
—Vida Festival. 3 al 6 de julio. Vilanova i la Geltrú (Barcelona). Difícil encontrar un festival de pop con una programación tan exquisita, con nombres como Benjamin Clementine o The Lemon Twigs. Mucho valor a que tipos tan elegantes y fuera de modas como Richard Hawley figure como cabeza de cartel. También en puesto destacado se muestra Kae Tempest, guerrillera del spoken word; nuevos valores del pop nacional (Pablopablo, Rusowsky) o clásicos del britpop cuyos discos han pasado la prueba del tiempo, como Supergrass. También hay espacio para la fiesta con Ca7riel y Paco Amoroso, el dúo argentino que suma varios festivales esta temporada.
—Sinsal. 25, 26 y 27 de julio. Isla de San Simón (Pontevedra). Para el que busque un festival que va en contra de los tiempos. En Sinsal no se sabe el cartel hasta el primer día de festival y la capacidad se reduce a 800 personas. El emplazamiento da todo el sentido a esa palabra que se utilizada con demasiada ligereza, “paradisiaco”: el archipiélago de San Simón, en el municipio pontevedrés de Redondela, sí es un sitio especial.
—Puro Latino Sevilla Fest. 4 y 5 de julio. Inmediaciones del Estadio de La Cartuja (Sevilla). De todos los festivales basados en el género urbano este es el que mejor cartel ofrece. Duki, Bad Gyal, Eladio Carrión y Morad son figuras indiscutibles de este estilo y mueven a miles de seguidores. Solo una duda: lo inhóspito del emplazamiento, en una Cartuja que casi nunca está preparada en cuanto a transportes para que entrar y salir de allí no sea una desagradable yincana.
—Canela Party. Del 20 al 24 de agosto. Torremolinos (Málaga). Si se trata de potenciar un punto diferencial, aquí está Canela Party. Una cosa tan sencilla como acudir disfrazado al festival se ha convertido en una excusa para el despiporre y para adquirir personalidad. El cartel, además, acompaña: Biznaga. Depresión Sonora, Shego, Parquesvur… Y un aviso para los que quieran disfrutar de aquel grupo que consiguió hacer del emo una diversión: The Get Up Kids celebran el 25 aniversario de Something to Write Home About.
—Dreambeach Festival. Del 7 al 10 de agosto. Retamar – El Toyo (Almería). Agosto es el mes de los festivales de electrónica. Dreambeach resulta idóneo para aquellos que busquen la transversalidad del género, sin detenerse en especificidades. Aquí se viene a bailar y todo el mundo es bienvenido. El cartel combina a veteranos de garantías como Fatboy Slim, Steve Aoki o DJ Nano con nuevos valores como Indira Paganotto, quizá la mejor DJ nacional del momento.
EL PAÍS