Mark Snow no tenía, que sepamos, parentesco con el Jon Snow de Juego de tronos, pero tampoco le hacía falta para dejar una huella en la historia de la tele muy superior a la de los personajes de esa serie. Casi cualquier milenial (y los nacidos antes) ha tarareado su música, injertada en la duramadre como un chip conspiranoico. Pocas melodías hay tan pavlovianas: bastan seis notas para abducirnos. Mark Snow, que murió esta semana, fue el compositor de la banda sonora de Expediente X.
La muerte de Mark Snow, el compositor de la banda sonora de la serie, corre el riesgo de pasar inadvertida
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La muerte de Mark Snow, el compositor de la banda sonora de la serie, corre el riesgo de pasar inadvertida


Mark Snow no tenía, que sepamos, parentesco con el Jon Snow de Juego de tronos, pero tampoco le hacía falta para dejar una huella en la historia de la tele muy superior a la de los personajes de esa serie. Casi cualquier milenial (y los nacidos antes) ha tarareado su música, injertada en la duramadre como un chip conspiranoico. Pocas melodías hay tan pavlovianas: bastan seis notas para abducirnos. Mark Snow, que murió esta semana, fue el compositor de la banda sonora de Expediente X.
Su muerte casi ha coincidido con la de Lalo Schifrin, compositor de Misión imposible, quizá mejor partitura y más icónica para los boomers, que son la fuerza demográfica que gobierna el mundo e impone su criterio y gusto. Por eso, el pobre Snow corre el riesgo de que su muerte pase inadvertida. Misión imposible está en el corazón de la industria de la nostalgia, y Tom Cruise se gasta mucha lana en mantenerla viva. Expediente X tuvo la desgracia de ser una marca para una generación, la mía, bastante descreída e irónica. Por eso nos gustaba tanto el agente Mulder, porque tenía un póster en su dizque despacho con la leyenda “I Want to Believe”. Si no se pellizcaba, su naturaleza escéptica le llevaba al sarcasmo, y así no hay quien cace ovnis. Los de Misión imposible siempre fueron mucho más crédulos, se lo han puesto más fácil a la posteridad. Sirva esta columna humildísima como compensación a tanto desparrame por Schifrin y tanto silencio por Snow.

La sintonía de Expediente X era puro pulp, aunque también sorna. Recogía el alma de The Twilight Zone, la nave nodriza del género, pero le daba el aire distante del inverosímil Mulder, que encarnaba a un friqui con percha de Bogart y lengua de cómico de club neoyorquino. Mulder era a la vez una proyección en la que todos los varones inadaptados consolaban sus granos y sus gafas sujetas con esparadrapo, y una construcción posmoderna, hecha de pura ironía. Lo bonito de Expediente X era verlo con ojos de Scully, no creerse nada, disfrutar de un universo autorreferencial y tan metacultural como el de Tarantino. La serie no iba de ovnis ni fantasmas, sino de lo mucho que nos habían hecho disfrutar las historias de ovnis y fantasmas. Era deleite sobre deleite, sin tesis ni moralejas, puro regocijo de una memoria sentimental bien estimulada por esas seis notas precisas con las que Mark Snow dio su vida por buena.
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Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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