Dos bustos idénticos del emperador romano Caracalla a punto de besarse en la boca sobre un pedestal que es una mesa diseñada por el Grupo Memphis, y detrás de ellos una reproducción del sofá ideado por Dalí a partir de los labios de Mae West, bajo una esplendorosa Sophia Loren recibiendo otro beso del anciano Giancarlo Pajetta, histórico líder comunista italiano. Lo descrito corresponde a un rincón de la casa y el estudio del artista visual Francesco Vezzoli (Brescia, 54 años). Dos pisos de un inmueble del centro de Milán que conforman una perfecta fantasía posmoderna materializada sin desviaciones. Arte arqueológico, renacentista o del siglo XIX al mismo nivel que piezas de diseño de finales del XX, iconos pop y esculturas y pinturas creadas por el propietario. Vezzoli asegura que su casa es, capa sobre capa, un reflejo de sí mismo y de su trabajo: “Las capas conforman toda mi obra, incluso en lo sexual, porque son una forma de fluidez. Nada tiene una sola interpretación, como nos enseñó Umberto Eco en Obra abierta”.
Francesco Vezzoli es uno de los artistas italianos contemporáneos más originales y también con mayor difusión internacional. Proveniente de una familia ilustrada, con padres intelectuales vinculados a la izquierda, vivió su niñez y adolescencia en un tiempo marcado política y socialmente por los llamados anni di piombo, con profusión de atentados terroristas y una intensa agitación política, y en lo artístico por la onda expansiva del arte povera, que utilizaba materiales de derribo para transmitir ideas de una gran sofisticación intelectual. Huyendo de todo eso, apenas superada la veintena, se fue a Londres para estudiar en la escuela de arte Central Saint Martins. Allí cambió su mundo: “En Londres lo encontré todo”, recuerda. “Encontré la libertad sexual, a Leigh Bowery, los Pet Shop Boys, mis héroes gais. Me di cuenta de que había vida más allá de Brescia, de que puedes tener sexo, y enamorarte, y además ser intelectualmente respetado por lo que te gusta”.
Ha forjado su carrera a partir de esas cosas. Que van desde el cine de Visconti hasta la cultura televisiva más trash, los culebrones norteamericanos, la publicidad, las celebridades mediáticas, la labor de ganchillo y el arte clásico. Su programa ha consistido en deconstruir toda esa almoneda referencial para devolvérnosla bajo el formato del arte contemporáneo. Entre sus hitos, aquella ocasión en que ideó un espectáculo donde Lady Gaga actuaba con un tocado de Frank Gehry y un piano decorado por Damien Hirst; un falso tráiler para una nueva versión de la película Calígula donde embarcó a Courtney Love, Helen Mirren, Milla Jovovich y el escritor Gore Vidal; un reality de citas con Jeanne Moreau, Catherine Deneuve y Marianne Faithfull; y, el año pasado, una exposición en Venecia en el que prácticamente profanaba con sus irreverentes intervenciones varias obras maestras del Renacimiento.
Acaba de cerrar en la galería Almine Rech de Mónaco otra exposición que gira sobre la idea del diseñador Karl Lagerfeld de decorar, a principios de los años ochenta, su piso en la capital monegasca, en un edificio del arquitecto racionalista Gio Ponti, con elementos del grupo italiano de diseño Memphis, capitaneado por Ettore Sottsass, que se caracterizaba por su descaro y rabioso colorido. Varios originales de Memphis decoran también los dominios de Vezzoli.
“Con esta exposición quería hablar de un capítulo fundamental en la historia del arte, el diseño y la moda que no ha tenido el reconocimiento que merece”, afirma. “Hay pocos episodios comparables, quizá el de la casa que Charles de Beistegui encargó a Le Corbusier y la de Halston por Paul Rudolph. Y no creo que sea casual que todos esos comitentes fueran gais: lo que querían era vivir vicariamente en la mente de otras personas, y por eso les encargaron que les diseñaran sus casas. Lagerfeld compró toda la colección de Memphis, desde la cucharilla de té hasta los muebles, y la metió en su apartamento. Por cierto, creo que Pedro Almodóvar es el Memphis del cine”.
Vezzoli ha expresado en varias ocasiones su admiración por el director de cine español. Ante este periodista, la demuestra con un recuento de sus momentos favoritos del cine almodovariano. A saber: María Barranco en Mujeres al borde de un ataque de nervios leyendo las instrucciones del Stratego para disimular su nerviosismo ante la policía, Marisa Paredes rechazando los servicios sexuales de Joaquín Cortés en La flor de mi secreto, y la Paulina Morales (“¡la abogada feminista!”) que bordó Kiti Mánver en la comedia más conocida del manchego. “Aunque Dolor y gloria me parece su obra maestra; la pasé entera llorando”, dice. Y después desarrolla: “Debemos gritar bien alto que Almodóvar es mejor que Tarantino. No ya como director de cine, sino como filósofo. Tarantino técnicamente es una gran figura, pero como pensador ni remotamente está cerca de Pedro, que ha sido tan político y al mismo tiempo tan ligero. Hasta en esa película que a todo el mundo le parece muy tonta y de mal gusto, Los amantes pasajeros, hay un subtexto sobre la Familia Real y la situación política de España. Es una película muy política”.
—¿El mal gusto es revolucionario?
—Puede serlo, porque habla al corazón. Ahora sirve para conectar con la gente normal.
—Por seguir citando a Umberto Eco, ¿se considera más integrado que apocalíptico?
—Soy hiperintegrado, por decisión propia. Para entender al pueblo debes saber cómo se entretiene. Entender, por ejemplo, a Raffaella Carrà. Raffaella hizo política de género maravillosamente, con esa canción camp tan gay, Luca, que va sobre un hombre que resulta ser gay y se enamora sin sentido de culpa.
—En España, un país muy polarizado, Raffaella Carrà es una de las pocas figuras de consenso que hay.
—¡Thank you, España! Habéis visto más allá que los italianos. Esa es la forma correcta de hacer políticas de género. Y no lo digo como una provocación. En Italia, la izquierda ha perdido posiciones por no poder conectar con cierta cultura más asequible.
—¿Como artista es importante asumir un posicionamiento político?
—Hoy más que nunca tenemos que quedarnos con la identidad europea. Y con la latina. Necesitamos más golfo de México, más María Félix, o más de mi favorita, Ángela Molina. En este momento de la historia debemos hacer algo que hasta ahora ha sido tabú, porque se veía como un gesto fascista: creer en nuestras raíces y nuestra identidad. Hay que protegerlas del radicalismo americano.
Suena el móvil: es su madre. Hablando de camp, hay un innegable elemento autoparódico en que, durante una entrevista a un hombre adulto italiano, la única llamada que él reciba sea la de la mamma.
—Mamma, sto facendo una intervista. Dopo parliamo. Ciao! [Cuelga y vuelve al periodista]. Los intelectuales dicen que la nostalgia es mala. Pero ahora mismo me gustaría desafiar esa noción, porque el mundo tiene un problema enorme con la historia. Mucha gente que gobierna el mundo ni la conoce. Algunos hacen cosas fascistas sin saber cuál es la historia del fascismo. ¿Sabe? Durante el periodo woke, yo no era lo bastante marica, y ahora resulta que soy demasiado marica. Mi identidad es inaceptable para Trump, y es recíproco, porque él me parece una de las cosas más espantosas que han pasado en los dos últimos siglos de historia.
El Museo de Arte Moderno de Shanghái le ha dedicado otra exposición individual llamada Divas, donde seguía indagando en la potencia de los iconos populares. Y en el momento de esta entrevista ultima su participación en Copistes, una colectiva inaugurada en el Centre Pompidou Metz, donde varios artistas presentan copias intervenidas de obras del Louvre. La suya parte de La consagración de Napoleón, de Jacques-Louis David, donde el emperador francés aparece coronándose, y que eligió por su vinculación al momento actual. “Es muy Trump”, apunta.
—¿Le gustaría seguir trabajando con estrellas, aunque no fueran anglosajonas?
—Ahora trabajaría con alguien más joven. Como Penélope Cruz. Penélope y Javier Bardem son la realeza de Europa. Mientras que Brangelina se derrumbó, Penélope y Javier siguen juntos, porque la verdadera realeza siempre permanece junta.
Dos bustos idénticos del emperador romano Caracalla a punto de besarse en la boca sobre un pedestal que es una mesa diseñada por el Grupo Memphis, y detrás de ellos una reproducción del sofá ideado por Dalí a partir de los labios de Mae West, bajo una esplendorosa Sophia Loren recibiendo otro beso del anciano Giancarlo Pajetta, histórico líder comunista italiano. Lo descrito corresponde a un rincón de la casa y el estudio del artista visual Francesco Vezzoli (Brescia, 54 años). Dos pisos de un inmueble del centro de Milán que conforman una perfecta fantasía posmoderna materializada sin desviaciones. Arte arqueológico, renacentista o del siglo XIX al mismo nivel que piezas de diseño de finales del XX, iconos pop y esculturas y pinturas creadas por el propietario. Vezzoli asegura que su casa es, capa sobre capa, un reflejo de sí mismo y de su trabajo: “Las capas conforman toda mi obra, incluso en lo sexual, porque son una forma de fluidez. Nada tiene una sola interpretación, como nos enseñó Umberto Eco en Obra abierta”.Francesco Vezzoli es uno de los artistas italianos contemporáneos más originales y también con mayor difusión internacional. Proveniente de una familia ilustrada, con padres intelectuales vinculados a la izquierda, vivió su niñez y adolescencia en un tiempo marcado política y socialmente por los llamados anni di piombo, con profusión de atentados terroristas y una intensa agitación política, y en lo artístico por la onda expansiva del arte povera, que utilizaba materiales de derribo para transmitir ideas de una gran sofisticación intelectual. Huyendo de todo eso, apenas superada la veintena, se fue a Londres para estudiar en la escuela de arte Central Saint Martins. Allí cambió su mundo: “En Londres lo encontré todo”, recuerda. “Encontré la libertad sexual, a Leigh Bowery, los Pet Shop Boys, mis héroes gais. Me di cuenta de que había vida más allá de Brescia, de que puedes tener sexo, y enamorarte, y además ser intelectualmente respetado por lo que te gusta”.Ha forjado su carrera a partir de esas cosas. Que van desde el cine de Visconti hasta la cultura televisiva más trash, los culebrones norteamericanos, la publicidad, las celebridades mediáticas, la labor de ganchillo y el arte clásico. Su programa ha consistido en deconstruir toda esa almoneda referencial para devolvérnosla bajo el formato del arte contemporáneo. Entre sus hitos, aquella ocasión en que ideó un espectáculo donde Lady Gaga actuaba con un tocado de Frank Gehry y un piano decorado por Damien Hirst; un falso tráiler para una nueva versión de la película Calígula donde embarcó a Courtney Love, Helen Mirren, Milla Jovovich y el escritor Gore Vidal; un reality de citas con Jeanne Moreau, Catherine Deneuve y Marianne Faithfull; y, el año pasado, una exposición en Venecia en el que prácticamente profanaba con sus irreverentes intervenciones varias obras maestras del Renacimiento. Acaba de cerrar en la galería Almine Rech de Mónaco otra exposición que gira sobre la idea del diseñador Karl Lagerfeld de decorar, a principios de los años ochenta, su piso en la capital monegasca, en un edificio del arquitecto racionalista Gio Ponti, con elementos del grupo italiano de diseño Memphis, capitaneado por Ettore Sottsass, que se caracterizaba por su descaro y rabioso colorido. Varios originales de Memphis decoran también los dominios de Vezzoli.“Con esta exposición quería hablar de un capítulo fundamental en la historia del arte, el diseño y la moda que no ha tenido el reconocimiento que merece”, afirma. “Hay pocos episodios comparables, quizá el de la casa que Charles de Beistegui encargó a Le Corbusier y la de Halston por Paul Rudolph. Y no creo que sea casual que todos esos comitentes fueran gais: lo que querían era vivir vicariamente en la mente de otras personas, y por eso les encargaron que les diseñaran sus casas. Lagerfeld compró toda la colección de Memphis, desde la cucharilla de té hasta los muebles, y la metió en su apartamento. Por cierto, creo que Pedro Almodóvar es el Memphis del cine”.Vezzoli ha expresado en varias ocasiones su admiración por el director de cine español. Ante este periodista, la demuestra con un recuento de sus momentos favoritos del cine almodovariano. A saber: María Barranco en Mujeres al borde de un ataque de nervios leyendo las instrucciones del Stratego para disimular su nerviosismo ante la policía, Marisa Paredes rechazando los servicios sexuales de Joaquín Cortés en La flor de mi secreto, y la Paulina Morales (“¡la abogada feminista!”) que bordó Kiti Mánver en la comedia más conocida del manchego. “Aunque Dolor y gloria me parece su obra maestra; la pasé entera llorando”, dice. Y después desarrolla: “Debemos gritar bien alto que Almodóvar es mejor que Tarantino. No ya como director de cine, sino como filósofo. Tarantino técnicamente es una gran figura, pero como pensador ni remotamente está cerca de Pedro, que ha sido tan político y al mismo tiempo tan ligero. Hasta en esa película que a todo el mundo le parece muy tonta y de mal gusto, Los amantes pasajeros, hay un subtexto sobre la Familia Real y la situación política de España. Es una película muy política”.—¿El mal gusto es revolucionario?—Puede serlo, porque habla al corazón. Ahora sirve para conectar con la gente normal.—Por seguir citando a Umberto Eco, ¿se considera más integrado que apocalíptico?—Soy hiperintegrado, por decisión propia. Para entender al pueblo debes saber cómo se entretiene. Entender, por ejemplo, a Raffaella Carrà. Raffaella hizo política de género maravillosamente, con esa canción camp tan gay, Luca, que va sobre un hombre que resulta ser gay y se enamora sin sentido de culpa.—En España, un país muy polarizado, Raffaella Carrà es una de las pocas figuras de consenso que hay.—¡Thank you, España! Habéis visto más allá que los italianos. Esa es la forma correcta de hacer políticas de género. Y no lo digo como una provocación. En Italia, la izquierda ha perdido posiciones por no poder conectar con cierta cultura más asequible.—¿Como artista es importante asumir un posicionamiento político?—Hoy más que nunca tenemos que quedarnos con la identidad europea. Y con la latina. Necesitamos más golfo de México, más María Félix, o más de mi favorita, Ángela Molina. En este momento de la historia debemos hacer algo que hasta ahora ha sido tabú, porque se veía como un gesto fascista: creer en nuestras raíces y nuestra identidad. Hay que protegerlas del radicalismo americano.Suena el móvil: es su madre. Hablando de camp, hay un innegable elemento autoparódico en que, durante una entrevista a un hombre adulto italiano, la única llamada que él reciba sea la de la mamma.—Mamma, sto facendo una intervista. Dopo parliamo. Ciao! [Cuelga y vuelve al periodista]. Los intelectuales dicen que la nostalgia es mala. Pero ahora mismo me gustaría desafiar esa noción, porque el mundo tiene un problema enorme con la historia. Mucha gente que gobierna el mundo ni la conoce. Algunos hacen cosas fascistas sin saber cuál es la historia del fascismo. ¿Sabe? Durante el periodo woke, yo no era lo bastante marica, y ahora resulta que soy demasiado marica. Mi identidad es inaceptable para Trump, y es recíproco, porque él me parece una de las cosas más espantosas que han pasado en los dos últimos siglos de historia.El Museo de Arte Moderno de Shanghái le ha dedicado otra exposición individual llamada Divas, donde seguía indagando en la potencia de los iconos populares. Y en el momento de esta entrevista ultima su participación en Copistes, una colectiva inaugurada en el Centre Pompidou Metz, donde varios artistas presentan copias intervenidas de obras del Louvre. La suya parte de La consagración de Napoleón, de Jacques-Louis David, donde el emperador francés aparece coronándose, y que eligió por su vinculación al momento actual. “Es muy Trump”, apunta.—¿Le gustaría seguir trabajando con estrellas, aunque no fueran anglosajonas?—Ahora trabajaría con alguien más joven. Como Penélope Cruz. Penélope y Javier Bardem son la realeza de Europa. Mientras que Brangelina se derrumbó, Penélope y Javier siguen juntos, porque la verdadera realeza siempre permanece junta. Seguir leyendo
Dos bustos idénticos del emperador romano Caracalla a punto de besarse en la boca sobre un pedestal que es una mesa diseñada por el Grupo Memphis, y detrás de ellos una reproducción del sofá ideado por Dalí a partir de los labios de Mae West, bajo una esplendorosa Sophia Loren recibiendo otro beso del anciano Giancarlo Pajetta, histórico líder comunista italiano. Lo descrito corresponde a un rincón de la casa y el estudio del artista visual Francesco Vezzoli (Brescia, 54 años). Dos pisos de un inmueble del centro de Milán que conforman una perfecta fantasía posmoderna materializada sin desviaciones. Arte arqueológico, renacentista o del siglo XIX al mismo nivel que piezas de diseño de finales del XX, iconos pop y esculturas y pinturas creadas por el propietario. Vezzoli asegura que su casa es, capa sobre capa, un reflejo de sí mismo y de su trabajo: “Las capas conforman toda mi obra, incluso en lo sexual, porque son una forma de fluidez. Nada tiene una sola interpretación, como nos enseñó Umberto Eco en Obra abierta”.
Francesco Vezzoli es uno de los artistas italianos contemporáneos más originales y también con mayor difusión internacional. Proveniente de una familia ilustrada, con padres intelectuales vinculados a la izquierda, vivió su niñez y adolescencia en un tiempo marcado política y socialmente por los llamados anni di piombo, con profusión de atentados terroristas y una intensa agitación política, y en lo artístico por la onda expansiva del arte povera, que utilizaba materiales de derribo para transmitir ideas de una gran sofisticación intelectual. Huyendo de todo eso, apenas superada la veintena, se fue a Londres para estudiar en la escuela de arte Central Saint Martins. Allí cambió su mundo: “En Londres lo encontré todo”, recuerda. “Encontré la libertad sexual, a Leigh Bowery, los Pet Shop Boys, mis héroes gais. Me di cuenta de que había vida más allá de Brescia, de que puedes tener sexo, y enamorarte, y además ser intelectualmente respetado por lo que te gusta”.

Ha forjado su carrera a partir de esas cosas. Que van desde el cine de Visconti hasta la cultura televisiva más trash, los culebrones norteamericanos, la publicidad, las celebridades mediáticas, la labor de ganchillo y el arte clásico. Su programa ha consistido en deconstruir toda esa almoneda referencial para devolvérnosla bajo el formato del arte contemporáneo. Entre sus hitos, aquella ocasión en que ideó un espectáculo donde Lady Gaga actuaba con un tocado de Frank Gehry y un piano decorado por Damien Hirst; un falso tráiler para una nueva versión de la película Calígula donde embarcó a Courtney Love, Helen Mirren, Milla Jovovich y el escritor Gore Vidal; un reality de citas con Jeanne Moreau, Catherine Deneuve y Marianne Faithfull; y, el año pasado, una exposición en Venecia en el que prácticamente profanaba con sus irreverentes intervenciones varias obras maestras del Renacimiento.
Acaba de cerrar en la galería Almine Rech de Mónaco otra exposición que gira sobre la idea del diseñador Karl Lagerfeld de decorar, a principios de los años ochenta, su piso en la capital monegasca, en un edificio del arquitecto racionalista Gio Ponti, con elementos del grupo italiano de diseño Memphis, capitaneado por Ettore Sottsass, que se caracterizaba por su descaro y rabioso colorido. Varios originales de Memphis decoran también los dominios de Vezzoli.

“Con esta exposición quería hablar de un capítulo fundamental en la historia del arte, el diseño y la moda que no ha tenido el reconocimiento que merece”, afirma. “Hay pocos episodios comparables, quizá el de la casa que Charles de Beistegui encargó a Le Corbusier y la de Halston por Paul Rudolph. Y no creo que sea casual que todos esos comitentes fueran gais: lo que querían era vivir vicariamente en la mente de otras personas, y por eso les encargaron que les diseñaran sus casas. Lagerfeld compró toda la colección de Memphis, desde la cucharilla de té hasta los muebles, y la metió en su apartamento. Por cierto, creo que Pedro Almodóvar es el Memphis del cine”.
Vezzoli ha expresado en varias ocasiones su admiración por el director de cine español. Ante este periodista, la demuestra con un recuento de sus momentos favoritos del cine almodovariano. A saber: María Barranco en Mujeres al borde de un ataque de nervios leyendo las instrucciones del Stratego para disimular su nerviosismo ante la policía, Marisa Paredes rechazando los servicios sexuales de Joaquín Cortés en La flor de mi secreto, y la Paulina Morales (“¡la abogada feminista!”) que bordó Kiti Mánver en la comedia más conocida del manchego. “Aunque Dolor y gloria me parece su obra maestra; la pasé entera llorando”, dice. Y después desarrolla: “Debemos gritar bien alto que Almodóvar es mejor que Tarantino. No ya como director de cine, sino como filósofo. Tarantino técnicamente es una gran figura, pero como pensador ni remotamente está cerca de Pedro, que ha sido tan político y al mismo tiempo tan ligero. Hasta en esa película que a todo el mundo le parece muy tonta y de mal gusto, Los amantes pasajeros, hay un subtexto sobre la Familia Real y la situación política de España. Es una película muy política”.

—¿El mal gusto es revolucionario?
—Puede serlo, porque habla al corazón. Ahora sirve para conectar con la gente normal.
—Por seguir citando a Umberto Eco, ¿se considera más integrado que apocalíptico?
—Soy hiperintegrado, por decisión propia. Para entender al pueblo debes saber cómo se entretiene. Entender, por ejemplo, a Raffaella Carrà. Raffaella hizo política de género maravillosamente, con esa canción camp tan gay, Luca, que va sobre un hombre que resulta ser gay y se enamora sin sentido de culpa.
—En España, un país muy polarizado, Raffaella Carrà es una de las pocas figuras de consenso que hay.
—¡Thank you, España! Habéis visto más allá que los italianos. Esa es la forma correcta de hacer políticas de género. Y no lo digo como una provocación. En Italia, la izquierda ha perdido posiciones por no poder conectar con cierta cultura más asequible.
—¿Como artista es importante asumir un posicionamiento político?
—Hoy más que nunca tenemos que quedarnos con la identidad europea. Y con la latina. Necesitamos más golfo de México, más María Félix, o más de mi favorita, Ángela Molina. En este momento de la historia debemos hacer algo que hasta ahora ha sido tabú, porque se veía como un gesto fascista: creer en nuestras raíces y nuestra identidad. Hay que protegerlas del radicalismo americano.
Suena el móvil: es su madre. Hablando de camp, hay un innegable elemento autoparódico en que, durante una entrevista a un hombre adulto italiano, la única llamada que él reciba sea la de la mamma.
—Mamma, sto facendo una intervista. Dopo parliamo. Ciao! [Cuelga y vuelve al periodista]. Los intelectuales dicen que la nostalgia es mala. Pero ahora mismo me gustaría desafiar esa noción, porque el mundo tiene un problema enorme con la historia. Mucha gente que gobierna el mundo ni la conoce. Algunos hacen cosas fascistas sin saber cuál es la historia del fascismo. ¿Sabe? Durante el periodo woke, yo no era lo bastante marica, y ahora resulta que soy demasiado marica. Mi identidad es inaceptable para Trump, y es recíproco, porque él me parece una de las cosas más espantosas que han pasado en los dos últimos siglos de historia.

El Museo de Arte Moderno de Shanghái le ha dedicado otra exposición individual llamada Divas, donde seguía indagando en la potencia de los iconos populares. Y en el momento de esta entrevista ultima su participación en Copistes, una colectiva inaugurada en el Centre Pompidou Metz, donde varios artistas presentan copias intervenidas de obras del Louvre. La suya parte de La consagración de Napoleón, de Jacques-Louis David, donde el emperador francés aparece coronándose, y que eligió por su vinculación al momento actual. “Es muy Trump”, apunta.
—¿Le gustaría seguir trabajando con estrellas, aunque no fueran anglosajonas?
—Ahora trabajaría con alguien más joven. Como Penélope Cruz. Penélope y Javier Bardem son la realeza de Europa. Mientras que Brangelina se derrumbó, Penélope y Javier siguen juntos, porque la verdadera realeza siempre permanece junta.

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