Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) tiene la voz de los que han ido a buscar su historia muy lejos y han vuelto para contarla; viste vaqueros, botas de caminar, jersey sin complicaciones. Hace décadas que se mudó a Villa Gesell, en la costa argentina, el lugar en el que empezó a beber menos para escribir más. «Mi años allá se cuentan por libros», presume ahora, sentado en una butaca negra que le queda exótica. Acaba de publicar ‘Arderá el viento’, el libro con el que ganó el premio Alfaguara 2025, la historia de una familia delirante que llega a un lugar que ya estaba delirando. —Escribió esta novela en un garaje, como los emprendedores de Silicon Valley. —Ocurrió a principios del año pasado, que fue cuando la empecé. Tuve un percance de desalojo y me encontré que tenía que mudarme. Me deshice de gran parte de mi biblioteca, se la di a mis amigos, para poder tener acceso después a los libros. Ahora estoy: ¿a quién le di mis Stendahl? ¿A fulano o a mengano? El caso es que mi compañera tenía el garaje desocupado. Me dijo: ¿no querés venirte? Y dije: bueno, vale. Tenía agua, luz, una mesa, una silla… ¿Qué más necesita uno para escribir? Un cuaderno, un lápiz, un boli: con eso ya soy feliz. —Más que una escritura fue una odisea: casi no lo cuenta.—Tuve ciertos percances, sí, además de los económicos: trastornos neurológicos, una neumonía que fue y volvió, un covid… Y zafé de todo eso. Pero mientras tanto no dejé de escribir. En tres meses me bajé la novela. Fueron tres meses intensos donde me pasó todo eso. Lo curioso es que no recuerdo haberla pasado mal [y ríe]. Esto es un efecto de la literatura. Yo estaba viviendo en otra parte, vivía en novela. Cuando vives en este estado, estás exultante a pesar de la desgracia. Mi novia me alcanzaba bolsas de hielo, me tomaba la temperatura y yo seguía escribiendo. Yo sabía que había algo ahí que estaba en juego: la fuerza de voluntad. Me decía: tengo setenta y siete años, tal vez sea lo último que haga. Y antes de irme, con 40 de fiebre, quiero dejar la novela terminada. —¿La literatura exige esa entrega?—Toda mi vida he estado consagrado ‘full time’ a la literatura, aun cuando tenía otros oficios. La literatura no es un trabajo, es una religión: exige fe. Me gusta como piensa Tarkovsky, concibe el arte en términos de fe. Pero eso se ha perdido. Se escribe para ser filmado, se escribe para salir en los diarios, se escribe para salir en televisión opinando sobre Ucrania. En realidad, muchas veces nos chupa un huevo Ucrania. Pero si querés salir en una televisión, ya sabés lo que hay que hacer [y deja un silencio]. La escritura es otra cosa. Es un trabajo de tiempo completo. Es un oficio en el cual tenés que relegar afectos, no sólo parejas, también amistades, relaciones con los hijos… Es algo que te sustrae, si te lo tomás en serio.—Hace años que se mudó a Villa Gessel, en la costa argentina. ¿Hasta qué punto esa geografía ha marcado su literatura? —Yo llegué tarde a la costa, y tuve que desprenderme de mucho, adoptar una vida más austera. En Buenos Aires trabajaba en publicidad, trabajé en casi todas las agencias de la ciudad, desde redactor a director creativo. Y trabajaba con una botella de vodka en el cajón del escritorio: ya sabemos el costo de estos trabajos… Hasta que un buen día, cerca de los cuarenta años, me cansé, tiré todo el carajo y me fui a la costa. Y bueno, mis años en la costa deben contarse por libros [y ríe]. Pasa algo muy interesante. Cuando te ataca la angustia o la desesperación, la primera tentación es servirte un trago. Pero cuando estás ahí, bajás a la playa y caminás contra el viento una horita. Cuando volvés, no tenés ganas de otra cosa que de tomarte una sopa [y sonríe]. Y si bajaste con una traba en lo que estabas escribiendo, cuando volviste se solucionó. No sé cómo.—¿Le inspira el viento?—No sé si me inspira, pero me limpia. Este viento es tan fuerte que te lija [y suelta una carcajada]. No olvidemos que estamos hablando de la costa atlántica sur. —En la novela, dos extraños llegan a un pueblo, la Villa, y lo trastornan todo. La gente los mira con sospecha. ¿Le ha pasado eso?—Mi experiencia es que cuando llegás a un lugar, sos extraño, sos extranjero, sos observado, sos estudiado. Te radiografían. Se hacen una imagen de vos que no es cierta. Si ya es arduo conocerse a uno mismo, ¿cómo vas a pretender conocer a los demás? Y sí, cuando llegás tenés que enfrentar el prejuicio, la represión, la mezquindad. Aunque también te encontrás con gestos de generosidad, no todo es una mierda humana. Pero te lleva dos años mínimo asentarte en un lugar, que te conozcan lleva su tiempo. —Esa Villa, ¿tiene que ver con el pueblo real que habita? —El pueblo que habito es un detonador. Pero yo no me propuse ser fiel con respecto a la realidad. Esto es una novela y es una ficción. Yo creo que la ficción a veces se anticipa a la realidad. Muchas veces la pega de carambola. No es deliberado. No es difícil.—Abre el libro con una cita de Heráclito: «Vendrá el fuego y juzgará todas las cosas». ¿De dónde le viene la fascinación por el fuego? —Yo nací en Mataderos, un barrio de trabajadores de calle de tierra. Y cuando era chico, salíamos los pibes a armar las fogatas de San Pedro y San Pablo. Era fascinante, era toda una operación. Primero, conseguir la leña, ir juntando leña y tener cuidado que no te la robaran los pibes de la otra cuadra. Después íbamos casa por casa pidiendo combustible, querosén o nafta o lo que fuera. Y después tocaba armar la pira. Y arriba de la pira poníamos un muñeco. La muñeca era una señora cuyos senos eran zapallos. Y al hombre en el lugar del pene le ponías una zanahoria. Y cuando se quemaba todo el mundo aplaudía al llegar a esa parte del cuerpo. Ese ritual pagano me pegó la fascinación por el fuego. Y por otro lado también me fascina quemar novelas. —¿Quemar novelas?—Sí, sí. Estás con una novela, llegás a las ciento ochenta páginas y decís: esto no va, no va. Y entonces la echás al fuego, la rociás, echás un fósforo y lo ves arder. Tiene su fascinación. —¿Ha quemado muchas novelas? —No muchas, pero sí algunas. Quemé mi primera novela cuando tenía veinte años. Era un papelón autobiográfico, confesional, me sentía Werther [y ríe]. Y después algunas otras, sí.—La familia protagonista es completamente disfuncional, casi insoportable. Un pintor maldito, una poeta lorquiana, un hijo revolucionario, una hija espiritual…—No escribo a favor de la familia [y ríe].—¿Es algo buscado? —Separemos lo personal de lo personal de la ficción. En verdad, yo pienso que la familia puede ser una institución peligrosa. Ronald Laing decía que la familia era una institución mafiosa. Y aquel que huye, huye con un secreto. Y como hace la mafia, allí donde se lo encuentre debe ser eliminado… Yo creo que algo de eso hay. Porque cuando vos te vas de la familia, si sos escritor, te fuiste de la familia. Vas a ser expulsado de la familia. Y te van a decir: ¿cómo podés escribir esto?, ¿cómo podés contar esto?, ¿pero cómo has dicho esto de fulano? Pero es que lo más interesante es sacar todos los secretos. Donde hay un escritor es porque hay un secreto. Y donde hay un secreto hay un escritor. Al despedirse, Saccomanno dice: «Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago». Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) tiene la voz de los que han ido a buscar su historia muy lejos y han vuelto para contarla; viste vaqueros, botas de caminar, jersey sin complicaciones. Hace décadas que se mudó a Villa Gesell, en la costa argentina, el lugar en el que empezó a beber menos para escribir más. «Mi años allá se cuentan por libros», presume ahora, sentado en una butaca negra que le queda exótica. Acaba de publicar ‘Arderá el viento’, el libro con el que ganó el premio Alfaguara 2025, la historia de una familia delirante que llega a un lugar que ya estaba delirando. —Escribió esta novela en un garaje, como los emprendedores de Silicon Valley. —Ocurrió a principios del año pasado, que fue cuando la empecé. Tuve un percance de desalojo y me encontré que tenía que mudarme. Me deshice de gran parte de mi biblioteca, se la di a mis amigos, para poder tener acceso después a los libros. Ahora estoy: ¿a quién le di mis Stendahl? ¿A fulano o a mengano? El caso es que mi compañera tenía el garaje desocupado. Me dijo: ¿no querés venirte? Y dije: bueno, vale. Tenía agua, luz, una mesa, una silla… ¿Qué más necesita uno para escribir? Un cuaderno, un lápiz, un boli: con eso ya soy feliz. —Más que una escritura fue una odisea: casi no lo cuenta.—Tuve ciertos percances, sí, además de los económicos: trastornos neurológicos, una neumonía que fue y volvió, un covid… Y zafé de todo eso. Pero mientras tanto no dejé de escribir. En tres meses me bajé la novela. Fueron tres meses intensos donde me pasó todo eso. Lo curioso es que no recuerdo haberla pasado mal [y ríe]. Esto es un efecto de la literatura. Yo estaba viviendo en otra parte, vivía en novela. Cuando vives en este estado, estás exultante a pesar de la desgracia. Mi novia me alcanzaba bolsas de hielo, me tomaba la temperatura y yo seguía escribiendo. Yo sabía que había algo ahí que estaba en juego: la fuerza de voluntad. Me decía: tengo setenta y siete años, tal vez sea lo último que haga. Y antes de irme, con 40 de fiebre, quiero dejar la novela terminada. —¿La literatura exige esa entrega?—Toda mi vida he estado consagrado ‘full time’ a la literatura, aun cuando tenía otros oficios. La literatura no es un trabajo, es una religión: exige fe. Me gusta como piensa Tarkovsky, concibe el arte en términos de fe. Pero eso se ha perdido. Se escribe para ser filmado, se escribe para salir en los diarios, se escribe para salir en televisión opinando sobre Ucrania. En realidad, muchas veces nos chupa un huevo Ucrania. Pero si querés salir en una televisión, ya sabés lo que hay que hacer [y deja un silencio]. La escritura es otra cosa. Es un trabajo de tiempo completo. Es un oficio en el cual tenés que relegar afectos, no sólo parejas, también amistades, relaciones con los hijos… Es algo que te sustrae, si te lo tomás en serio.—Hace años que se mudó a Villa Gessel, en la costa argentina. ¿Hasta qué punto esa geografía ha marcado su literatura? —Yo llegué tarde a la costa, y tuve que desprenderme de mucho, adoptar una vida más austera. En Buenos Aires trabajaba en publicidad, trabajé en casi todas las agencias de la ciudad, desde redactor a director creativo. Y trabajaba con una botella de vodka en el cajón del escritorio: ya sabemos el costo de estos trabajos… Hasta que un buen día, cerca de los cuarenta años, me cansé, tiré todo el carajo y me fui a la costa. Y bueno, mis años en la costa deben contarse por libros [y ríe]. Pasa algo muy interesante. Cuando te ataca la angustia o la desesperación, la primera tentación es servirte un trago. Pero cuando estás ahí, bajás a la playa y caminás contra el viento una horita. Cuando volvés, no tenés ganas de otra cosa que de tomarte una sopa [y sonríe]. Y si bajaste con una traba en lo que estabas escribiendo, cuando volviste se solucionó. No sé cómo.—¿Le inspira el viento?—No sé si me inspira, pero me limpia. Este viento es tan fuerte que te lija [y suelta una carcajada]. No olvidemos que estamos hablando de la costa atlántica sur. —En la novela, dos extraños llegan a un pueblo, la Villa, y lo trastornan todo. La gente los mira con sospecha. ¿Le ha pasado eso?—Mi experiencia es que cuando llegás a un lugar, sos extraño, sos extranjero, sos observado, sos estudiado. Te radiografían. Se hacen una imagen de vos que no es cierta. Si ya es arduo conocerse a uno mismo, ¿cómo vas a pretender conocer a los demás? Y sí, cuando llegás tenés que enfrentar el prejuicio, la represión, la mezquindad. Aunque también te encontrás con gestos de generosidad, no todo es una mierda humana. Pero te lleva dos años mínimo asentarte en un lugar, que te conozcan lleva su tiempo. —Esa Villa, ¿tiene que ver con el pueblo real que habita? —El pueblo que habito es un detonador. Pero yo no me propuse ser fiel con respecto a la realidad. Esto es una novela y es una ficción. Yo creo que la ficción a veces se anticipa a la realidad. Muchas veces la pega de carambola. No es deliberado. No es difícil.—Abre el libro con una cita de Heráclito: «Vendrá el fuego y juzgará todas las cosas». ¿De dónde le viene la fascinación por el fuego? —Yo nací en Mataderos, un barrio de trabajadores de calle de tierra. Y cuando era chico, salíamos los pibes a armar las fogatas de San Pedro y San Pablo. Era fascinante, era toda una operación. Primero, conseguir la leña, ir juntando leña y tener cuidado que no te la robaran los pibes de la otra cuadra. Después íbamos casa por casa pidiendo combustible, querosén o nafta o lo que fuera. Y después tocaba armar la pira. Y arriba de la pira poníamos un muñeco. La muñeca era una señora cuyos senos eran zapallos. Y al hombre en el lugar del pene le ponías una zanahoria. Y cuando se quemaba todo el mundo aplaudía al llegar a esa parte del cuerpo. Ese ritual pagano me pegó la fascinación por el fuego. Y por otro lado también me fascina quemar novelas. —¿Quemar novelas?—Sí, sí. Estás con una novela, llegás a las ciento ochenta páginas y decís: esto no va, no va. Y entonces la echás al fuego, la rociás, echás un fósforo y lo ves arder. Tiene su fascinación. —¿Ha quemado muchas novelas? —No muchas, pero sí algunas. Quemé mi primera novela cuando tenía veinte años. Era un papelón autobiográfico, confesional, me sentía Werther [y ríe]. Y después algunas otras, sí.—La familia protagonista es completamente disfuncional, casi insoportable. Un pintor maldito, una poeta lorquiana, un hijo revolucionario, una hija espiritual…—No escribo a favor de la familia [y ríe].—¿Es algo buscado? —Separemos lo personal de lo personal de la ficción. En verdad, yo pienso que la familia puede ser una institución peligrosa. Ronald Laing decía que la familia era una institución mafiosa. Y aquel que huye, huye con un secreto. Y como hace la mafia, allí donde se lo encuentre debe ser eliminado… Yo creo que algo de eso hay. Porque cuando vos te vas de la familia, si sos escritor, te fuiste de la familia. Vas a ser expulsado de la familia. Y te van a decir: ¿cómo podés escribir esto?, ¿cómo podés contar esto?, ¿pero cómo has dicho esto de fulano? Pero es que lo más interesante es sacar todos los secretos. Donde hay un escritor es porque hay un secreto. Y donde hay un secreto hay un escritor. Al despedirse, Saccomanno dice: «Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago».
Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) tiene la voz de los que han ido a buscar su historia muy lejos y han vuelto para contarla; viste vaqueros, botas de caminar, jersey sin complicaciones. Hace décadas que se mudó a Villa Gesell, en la costa argentina, el … lugar en el que empezó a beber menos para escribir más. «Mi años allá se cuentan por libros», presume ahora, sentado en una butaca negra que le queda exótica. Acaba de publicar ‘Arderá el viento’, el libro con el que ganó el premio Alfaguara 2025, la historia de una familia delirante que llega a un lugar que ya estaba delirando.
—Escribió esta novela en un garaje, como los emprendedores de Silicon Valley.
—Ocurrió a principios del año pasado, que fue cuando la empecé. Tuve un percance de desalojo y me encontré que tenía que mudarme. Me deshice de gran parte de mi biblioteca, se la di a mis amigos, para poder tener acceso después a los libros. Ahora estoy: ¿a quién le di mis Stendahl? ¿A fulano o a mengano? El caso es que mi compañera tenía el garaje desocupado. Me dijo: ¿no querés venirte? Y dije: bueno, vale. Tenía agua, luz, una mesa, una silla… ¿Qué más necesita uno para escribir? Un cuaderno, un lápiz, un boli: con eso ya soy feliz.
—Más que una escritura fue una odisea: casi no lo cuenta.
—Tuve ciertos percances, sí, además de los económicos: trastornos neurológicos, una neumonía que fue y volvió, un covid… Y zafé de todo eso. Pero mientras tanto no dejé de escribir. En tres meses me bajé la novela. Fueron tres meses intensos donde me pasó todo eso. Lo curioso es que no recuerdo haberla pasado mal [y ríe]. Esto es un efecto de la literatura. Yo estaba viviendo en otra parte, vivía en novela. Cuando vives en este estado, estás exultante a pesar de la desgracia. Mi novia me alcanzaba bolsas de hielo, me tomaba la temperatura y yo seguía escribiendo. Yo sabía que había algo ahí que estaba en juego: la fuerza de voluntad. Me decía: tengo setenta y siete años, tal vez sea lo último que haga. Y antes de irme, con 40 de fiebre, quiero dejar la novela terminada.
—¿La literatura exige esa entrega?
—Toda mi vida he estado consagrado ‘full time’ a la literatura, aun cuando tenía otros oficios. La literatura no es un trabajo, es una religión: exige fe. Me gusta como piensa Tarkovsky, concibe el arte en términos de fe. Pero eso se ha perdido. Se escribe para ser filmado, se escribe para salir en los diarios, se escribe para salir en televisión opinando sobre Ucrania. En realidad, muchas veces nos chupa un huevo Ucrania. Pero si querés salir en una televisión, ya sabés lo que hay que hacer [y deja un silencio]. La escritura es otra cosa. Es un trabajo de tiempo completo. Es un oficio en el cual tenés que relegar afectos, no sólo parejas, también amistades, relaciones con los hijos… Es algo que te sustrae, si te lo tomás en serio.
—Hace años que se mudó a Villa Gessel, en la costa argentina. ¿Hasta qué punto esa geografía ha marcado su literatura?
—Yo llegué tarde a la costa, y tuve que desprenderme de mucho, adoptar una vida más austera. En Buenos Aires trabajaba en publicidad, trabajé en casi todas las agencias de la ciudad, desde redactor a director creativo. Y trabajaba con una botella de vodka en el cajón del escritorio: ya sabemos el costo de estos trabajos… Hasta que un buen día, cerca de los cuarenta años, me cansé, tiré todo el carajo y me fui a la costa. Y bueno, mis años en la costa deben contarse por libros [y ríe]. Pasa algo muy interesante. Cuando te ataca la angustia o la desesperación, la primera tentación es servirte un trago. Pero cuando estás ahí, bajás a la playa y caminás contra el viento una horita. Cuando volvés, no tenés ganas de otra cosa que de tomarte una sopa [y sonríe]. Y si bajaste con una traba en lo que estabas escribiendo, cuando volviste se solucionó. No sé cómo.
—¿Le inspira el viento?
—No sé si me inspira, pero me limpia. Este viento es tan fuerte que te lija [y suelta una carcajada]. No olvidemos que estamos hablando de la costa atlántica sur.
—En la novela, dos extraños llegan a un pueblo, la Villa, y lo trastornan todo. La gente los mira con sospecha. ¿Le ha pasado eso?
—Mi experiencia es que cuando llegás a un lugar, sos extraño, sos extranjero, sos observado, sos estudiado. Te radiografían. Se hacen una imagen de vos que no es cierta. Si ya es arduo conocerse a uno mismo, ¿cómo vas a pretender conocer a los demás? Y sí, cuando llegás tenés que enfrentar el prejuicio, la represión, la mezquindad. Aunque también te encontrás con gestos de generosidad, no todo es una mierda humana. Pero te lleva dos años mínimo asentarte en un lugar, que te conozcan lleva su tiempo.
—Esa Villa, ¿tiene que ver con el pueblo real que habita?
—El pueblo que habito es un detonador. Pero yo no me propuse ser fiel con respecto a la realidad. Esto es una novela y es una ficción. Yo creo que la ficción a veces se anticipa a la realidad. Muchas veces la pega de carambola. No es deliberado. No es difícil.
—Abre el libro con una cita de Heráclito: «Vendrá el fuego y juzgará todas las cosas». ¿De dónde le viene la fascinación por el fuego?
—Yo nací en Mataderos, un barrio de trabajadores de calle de tierra. Y cuando era chico, salíamos los pibes a armar las fogatas de San Pedro y San Pablo. Era fascinante, era toda una operación. Primero, conseguir la leña, ir juntando leña y tener cuidado que no te la robaran los pibes de la otra cuadra. Después íbamos casa por casa pidiendo combustible, querosén o nafta o lo que fuera. Y después tocaba armar la pira. Y arriba de la pira poníamos un muñeco. La muñeca era una señora cuyos senos eran zapallos. Y al hombre en el lugar del pene le ponías una zanahoria. Y cuando se quemaba todo el mundo aplaudía al llegar a esa parte del cuerpo. Ese ritual pagano me pegó la fascinación por el fuego. Y por otro lado también me fascina quemar novelas.
—¿Quemar novelas?
—Sí, sí. Estás con una novela, llegás a las ciento ochenta páginas y decís: esto no va, no va. Y entonces la echás al fuego, la rociás, echás un fósforo y lo ves arder. Tiene su fascinación.
—¿Ha quemado muchas novelas?
—No muchas, pero sí algunas. Quemé mi primera novela cuando tenía veinte años. Era un papelón autobiográfico, confesional, me sentía Werther [y ríe]. Y después algunas otras, sí.
—La familia protagonista es completamente disfuncional, casi insoportable. Un pintor maldito, una poeta lorquiana, un hijo revolucionario, una hija espiritual…
—No escribo a favor de la familia [y ríe].
—¿Es algo buscado?
—Separemos lo personal de lo personal de la ficción. En verdad, yo pienso que la familia puede ser una institución peligrosa. Ronald Laing decía que la familia era una institución mafiosa. Y aquel que huye, huye con un secreto. Y como hace la mafia, allí donde se lo encuentre debe ser eliminado… Yo creo que algo de eso hay. Porque cuando vos te vas de la familia, si sos escritor, te fuiste de la familia. Vas a ser expulsado de la familia. Y te van a decir: ¿cómo podés escribir esto?, ¿cómo podés contar esto?, ¿pero cómo has dicho esto de fulano? Pero es que lo más interesante es sacar todos los secretos. Donde hay un escritor es porque hay un secreto. Y donde hay un secreto hay un escritor.
Al despedirse, Saccomanno dice: «Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago».
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