Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) cree en la verdad, la literatura y la provocación: sabe que las palabras son puñales o látigos o bombas de racimo, pero también un juego, tal vez el más humano de cuantos ha inventado esta nuestra especie. El escritor, que ingresa hoy en la RAE, llega con ganas de agitar el mundo del idioma: ya ha avisado de que no leerá un discurso, sino un manifiesto. «¿Hay algo menos académico que un manifiesto?», se pregunta. También celebra que aún vivamos en un tiempo en el que una tilde, la de sólo, se pueda convertir en un debate nacional. No todo está perdido. —En ‘Soldados de Salamina’ contaba que Rafael Sánchez Mazas también había sido nombrado académico de la RAE. Y citaba una noticia de ABC que lo definía como el portavoz de la poesía y el lenguaje revolucionario de la Falange. Pero él nunca leyó su discurso de ingreso.—Sánchez Mazas no llegó a entrar en la RAE, tal vez porque sospechó que lo nombraban académico un poco por obligación. No lo sé: es una suposición. Se nos olvida que Sánchez Mazas fue un personaje muy importante en la inmediata posguerra. Era una figura de primerísimo nivel. Fue fundamental para el nacimiento de Falange en España y para la creación de la retórica falangista, que era la retórica del nuevo Estado. Casi era una obligación que estuviese en la Real Academia Española. Por otra parte, ya no tenían tantos para elegir, porque mucha gente se había ido… Pero no sé por qué no leyó el discurso. —Uno de los temas centrales de aquella novela era el poder del lenguaje: cómo los poetas y los escritores pueden instilar el ansia de guerra y de violencia en un país a través del verbo, de la metáfora, de los discursos. ¿Somos conscientes de la fuerza de las palabras, de su importancia? —No somos conscientes, no. Las palabras son dinamita. Las palabras tienen un poder absolutamente extraordinario. Y se pueden usar para bien, pero también para mal. Eso de que las palabras se las lleva el viento es una falsedad absoluta. Las palabras son absolutamente determinantes para nuestro modo de ver la realidad. Las palabras conforman la realidad. Las palabras pueden incendiar un país. El lenguaje es un instrumento extraordinario. Por eso quienes nos dedicamos permanentemente a trabajar con él tenemos una responsabilidad suplementaria. —¿En qué se concreta esa responsabilidad? —En usar las palabras para decir la verdad y no para mentir. Los escritores, como ciudadanos, estamos obligados a decir la verdad de los hechos, y como escritores, como autores de ficciones, estamos obligados a buscar una verdad profunda, moral, universal, que ya no es la verdad de los hechos, sino que va mucho más allá. Es la verdad del valor, del amor, del odio. Es una verdad moral, universal. Eso es lo que busca la literatura.—Puede que los ciudadanos usemos muy a ligera las palabras, pero quienes escriben discursos políticos y quienes los pronuncian las escogen muy detenidamente. —Porque el poder, cualquier poder, por estúpido que parezca, sabe algunas cosas muy elementales. Por ejemplo, sabe que las mentiras son el mayor instrumento de dominación que existe. El Evangelio dice: la verdad os hará libres. Y eso significa, y quizá no reparamos en ello demasiado, que las mentiras hacen esclavos. No hace falta vivir en un sistema totalitario para saberlo: también en democracia las mentiras hacen esclavos. Nuestra obligación, como escritores, como periodistas y como ciudadanos es luchar contra las mentiras que el poder intenta difundir para controlarnos, para dominarnos. Por eso la literatura está hecha de palabras en rebeldía contra el poder. Siempre. La literatura es palabra insumisa. Es palabra que no acepta mentiras ni coartadas. Es palabra que llega hasta el hueso de la verdad. Y por eso el poder, cualquier poder, siempre ha temido la literatura. Y hacen muy bien en temerla. «El Evangelio dice: la verdad os hará libres. Y eso significa que las mentiras hacen esclavos»—Hay palabras que se manosean y tergiversan hasta que se convierten en un arma arrojadiza: facha, rojo… —Y libertad, democracia… El poder intenta controlar las palabras. Porque quien controla las palabras controla la realidad. Es así de fácil. Nuestra lucha es contra esa manipulación de las palabras. Contra el uso de las palabras como engaño. Porque las palabras son instrumentos de revelación de la verdad, pero el poder las utiliza como instrumentos de ocultación. El poder, por definición, siempre quiere más poder. O perdurar en el poder [hace una pausa]. Los seres humanos hemos inventado una cosa hace muy poquito tiempo y en muy poquitos países que se llama democracia. La democracia es el mejor instrumento del que nos hemos dotado para luchar contra esas mentiras. Y esa es una batalla que tenemos que librar entre todos.—Su discurso de ingreso se titula ‘Malentendidos de la modernidad’, y es un manifiesto. ¿Puede avanzar algo de su contenido?—¿Hay algo menos académico que un manifiesto? Eso es todo lo que puedo avanzar. Me han prohibido decir más. —Y de la Academia, ¿qué puede decir?—La RAE tiene una presencia pública a cualquier otra Academia que yo conozca. Por ejemplo: el diccionario de la Académie Française es el tercero más consultado de Francia; en cambio, el de la RAE es Y cuando la Academia dice que la palabra del año es polarización, todo el mundo se pone a discutirlo. Y cuando dice que hay que quitarle la tilde al sólo, todo el mundo se pone a discutirlo. Incluso los propios académicos se pelean. Eso es muy bueno. Además hay otra cosa que me encanta decir: esto es un servicio público. La Academia es un organismo público-privado que se alimenta sobre todo del presupuesto público. Y es un organismo que realiza una tarea pública que es absolutamente fundamental: preservar lo más importante que tenemos, que es la lengua. Es nuestra mayor riqueza, una lengua universal. Y los académicos que la preservan trabajan ‘gratis et amore’. No hay ni sueldos, ni secretarias, ni despachos. Nada de nada. —¿Qué cree que puede aportar a la Academia? —Espero averiguarlo cuando entre en ella. Habría que preguntárselo a los académicos que me han tenido la generosidad desorbitada de elegirme. Por otro lado, a ver, yo soy filólogo, pero sospecho que no me han elegido como filólogo, sino como escritor. A medida que empiece a trabajar, que es a partir de la semana que viene, y empiece a meterme en los entresijos de la casa y se me asigne una comisión, supongo que empezaré a averiguar qué es lo que puedo aportar. Tengo un montón de cosas en la cabeza, como palabras que me gustaría discutir. —Creo que fachaleco es una de esas palabras. —Me encanta esa palabra, me encanta. Ese es un ejemplo de creatividad de los hablantes. Una idea absurda que tiene la gente es que la Academia dice cómo hay que hablar. No. La Academia dice cómo habla la gente: describe, no prescribe. Somos los hablantes los que llevamos la lengua para un lado o para otro. La lengua es un monstruo poderosísimo que tiene su propia lógica. La Academia prescribe en poquísimos ámbitos: en la puntuación, la ortografía y alguno más. Pero es la gente la que dice fachaleco. O postureo: esa palabra me hubiese gustado inventarla a mí. Y ya está dentro del Diccionario.—Cuando la RAE admita la palabra fachaleco será cosa suya, entonces. —¿Quieres decir que pasaré la historia como el que inventó la palabra fachaleco? Me encantaría. Y me encantará discutir con gente, con lingüistas y con filólogos que saben mucho más que yo, y añadir mi granito de arena, que es poner el oído y darme cuenta de que mi hijo, por ejemplo, dice fachaleco. «Me encanta la palabra fachaleco. Es un ejemplo de creatividad de los hablantes»—No sé si sabe que hay un enfrentamiento antiquísimo entre lingüistas y escritores en la Academia, de tintes casi míticos. —No soy consciente de nada de esto, sinceramente. Seguro que habrá algo, como en todas las congregaciones. Pero creo que a veces se exagera un poco, no lo sé. También he visto que hay escritores que discuten entre ellos, lo cual me parece muy bien. Tiene que ser un organismo vivo, donde la gente tenga ideas distintas. —El otro día hubo un enfrentamiento entre Arturo Pérez-Reverte y Antonio Muñoz Molina a cuenta de la actitud del Rey en Paiporta y el concepto de valentía. —No me posiciono, pero me parece muy bien que discutan. En España se interpreta toda discrepancia intelectual como una agresión personal. —¿Por eso hay tan pocas polémicas?—Eso es. Cuando empecé a escribir en los periódicos me dedicaba a discrepar de la gente. Una vez escribí de Félix de Azúa y me dijeron: ¿pero tú por qué quieres atacar a Azúa? ¿Atacar? Simplemente había discutido su argumento, de hecho tenía y tengo muy buena relación con él. Sería muy bueno que pudiésemos discrepar sin necesidad de matarnos. Esta es nuestra maldita tradición de intolerancia. Una vez le pregunté a Francisco Rico, que era mi profesor en la universidad y luego tuvimos muy buena amistad, por qué en España éramos incapaces de tener un debate intelectual sin tirarnos los trastos a la cabeza, por qué no éramos capaces de discutir sin insultarnos, por qué no existía la idea de debate como forma de llegar a una verdad. Me contestó una cosa que en aquel momento pensé que era simplona, aunque con el tiempo me he dado cuenta de que era una respuesta muy buena. Me dijo: pues porque somos pobres. —[Risas].—Nos tenemos que ganar la vida y no podemos discutir para llegar a la verdad. Discutimos para ver quién gana, quién saca algún rédito de eso. Y esto es muy deprimente. Deberíamos ser capaces de un debate auténtico, real, honesto, limpio, sobre la valentía, sobre la cobardía, sobre lo que sea para averiguar quién tiene razón. Porque yo puedo equivocarme, tú puedes convencerme de una cosa y yo puedo matizar mi punto de vista. Pero si tienes que ganarte la vida y escribes eso en un periódico, lo que quieres es ganar la discusión para salir adelante y tener más likes y que la gente lea tus artículos y te paguen mejor. En cambio, si eres rico, si eres un aristócrata británico que tiene muchas tierras, si eres Bertrand Russell, entonces puedes permitirte el lujo de buscar la verdad pura. Pues yo creo que aunque no seamos Bertrand Russell estaría muy bien que pudiéramos discutir civilizadamente. «En España se interpreta toda discrepancia intelectual como una agresión personal. Ojalá pudiéramos discutir civilizadamente»—Para escribir su nueva novela, ‘El loco de Dios en Mongolia’, que se publicará en abril de 2025, le han abierto las puertas del Vaticano. ¿De qué tratará? —A ningún escritor el Vaticano le había abierto sus puertas de par en par para que hable con quien quiera, desde perfectos hasta cardenales, obispos, intelectuales del Papa, el propio Papa, misioneros, etcétera. A mí me dieron la oportunidad de escribir un libro así. Y esa es una oportunidad que ninguna persona con dos dedos de frente podría rechazar [deja un silencio]. Es una novela sin ficción, como ‘Anatomía de un instante’ o ‘El impostor’. Y es un libro en el que se mezclan diversos géneros: el ensayo, la crónica, la historia, la biografía, la teología… Y como todos mis libros es también una novela policíaca, en cierto modo. En el corazón de este thriller está el Papa Francisco y un misterio, un enigma, el mayor enigma del que yo he tenido noticia: la resurrección de la carne y la vida eterna. Porque no hay cristianismo sin resurrección de la carne y sin vida eterna. —¿Le preocupa la fe?—Soy católico de educación, pero no soy creyente. Y yo llevaba mucho tiempo preguntándome por el cristianismo. Vivimos en una Europa laica, donde se ha producido una enorme secularización desde el siglo XVIII, el cristianismo se bate en retirada… Y sin embargo, todos somos cristianos. En España todos somos católicos. De cultura, de educación, de todo. Benedetto Croce, que era ateo, decía: no podemos no llamarnos cristianos. Claro que no. Venimos de ahí. Eso ha sido lo que ha definido Europa, lo que ha definido Occidente, desde hace dos mil años. Entonces, ¿qué pasa con eso? ¿Qué hacemos con eso? Por ahí va el libro. —Al final de la segunda parte de ‘Soldados de Salamina’ decía: «La escritura y la plenitud son incompatibles». ¿Lo sigue pensado? ¿Es la literatura un oficio de infelices?—Sí, eso creo. Si eres completamente feliz, ¿para qué vas a escribir? La literatura surge de una insatisfacción. Con la vida, con la realidad, contigo mismo. Alguien que es completamente feliz, ¿para qué va a dedicar ocho horas diarias a escribir, a crear un mundo que no existía? Tú creas un mundo porque en el que estás viviendo no te gusta. Porque no te deja satisfecho. Porque te rebelas contra él. Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) cree en la verdad, la literatura y la provocación: sabe que las palabras son puñales o látigos o bombas de racimo, pero también un juego, tal vez el más humano de cuantos ha inventado esta nuestra especie. El escritor, que ingresa hoy en la RAE, llega con ganas de agitar el mundo del idioma: ya ha avisado de que no leerá un discurso, sino un manifiesto. «¿Hay algo menos académico que un manifiesto?», se pregunta. También celebra que aún vivamos en un tiempo en el que una tilde, la de sólo, se pueda convertir en un debate nacional. No todo está perdido. —En ‘Soldados de Salamina’ contaba que Rafael Sánchez Mazas también había sido nombrado académico de la RAE. Y citaba una noticia de ABC que lo definía como el portavoz de la poesía y el lenguaje revolucionario de la Falange. Pero él nunca leyó su discurso de ingreso.—Sánchez Mazas no llegó a entrar en la RAE, tal vez porque sospechó que lo nombraban académico un poco por obligación. No lo sé: es una suposición. Se nos olvida que Sánchez Mazas fue un personaje muy importante en la inmediata posguerra. Era una figura de primerísimo nivel. Fue fundamental para el nacimiento de Falange en España y para la creación de la retórica falangista, que era la retórica del nuevo Estado. Casi era una obligación que estuviese en la Real Academia Española. Por otra parte, ya no tenían tantos para elegir, porque mucha gente se había ido… Pero no sé por qué no leyó el discurso. —Uno de los temas centrales de aquella novela era el poder del lenguaje: cómo los poetas y los escritores pueden instilar el ansia de guerra y de violencia en un país a través del verbo, de la metáfora, de los discursos. ¿Somos conscientes de la fuerza de las palabras, de su importancia? —No somos conscientes, no. Las palabras son dinamita. Las palabras tienen un poder absolutamente extraordinario. Y se pueden usar para bien, pero también para mal. Eso de que las palabras se las lleva el viento es una falsedad absoluta. Las palabras son absolutamente determinantes para nuestro modo de ver la realidad. Las palabras conforman la realidad. Las palabras pueden incendiar un país. El lenguaje es un instrumento extraordinario. Por eso quienes nos dedicamos permanentemente a trabajar con él tenemos una responsabilidad suplementaria. —¿En qué se concreta esa responsabilidad? —En usar las palabras para decir la verdad y no para mentir. Los escritores, como ciudadanos, estamos obligados a decir la verdad de los hechos, y como escritores, como autores de ficciones, estamos obligados a buscar una verdad profunda, moral, universal, que ya no es la verdad de los hechos, sino que va mucho más allá. Es la verdad del valor, del amor, del odio. Es una verdad moral, universal. Eso es lo que busca la literatura.—Puede que los ciudadanos usemos muy a ligera las palabras, pero quienes escriben discursos políticos y quienes los pronuncian las escogen muy detenidamente. —Porque el poder, cualquier poder, por estúpido que parezca, sabe algunas cosas muy elementales. Por ejemplo, sabe que las mentiras son el mayor instrumento de dominación que existe. El Evangelio dice: la verdad os hará libres. Y eso significa, y quizá no reparamos en ello demasiado, que las mentiras hacen esclavos. No hace falta vivir en un sistema totalitario para saberlo: también en democracia las mentiras hacen esclavos. Nuestra obligación, como escritores, como periodistas y como ciudadanos es luchar contra las mentiras que el poder intenta difundir para controlarnos, para dominarnos. Por eso la literatura está hecha de palabras en rebeldía contra el poder. Siempre. La literatura es palabra insumisa. Es palabra que no acepta mentiras ni coartadas. Es palabra que llega hasta el hueso de la verdad. Y por eso el poder, cualquier poder, siempre ha temido la literatura. Y hacen muy bien en temerla. «El Evangelio dice: la verdad os hará libres. Y eso significa que las mentiras hacen esclavos»—Hay palabras que se manosean y tergiversan hasta que se convierten en un arma arrojadiza: facha, rojo… —Y libertad, democracia… El poder intenta controlar las palabras. Porque quien controla las palabras controla la realidad. Es así de fácil. Nuestra lucha es contra esa manipulación de las palabras. Contra el uso de las palabras como engaño. Porque las palabras son instrumentos de revelación de la verdad, pero el poder las utiliza como instrumentos de ocultación. El poder, por definición, siempre quiere más poder. O perdurar en el poder [hace una pausa]. Los seres humanos hemos inventado una cosa hace muy poquito tiempo y en muy poquitos países que se llama democracia. La democracia es el mejor instrumento del que nos hemos dotado para luchar contra esas mentiras. Y esa es una batalla que tenemos que librar entre todos.—Su discurso de ingreso se titula ‘Malentendidos de la modernidad’, y es un manifiesto. ¿Puede avanzar algo de su contenido?—¿Hay algo menos académico que un manifiesto? Eso es todo lo que puedo avanzar. Me han prohibido decir más. —Y de la Academia, ¿qué puede decir?—La RAE tiene una presencia pública a cualquier otra Academia que yo conozca. Por ejemplo: el diccionario de la Académie Française es el tercero más consultado de Francia; en cambio, el de la RAE es Y cuando la Academia dice que la palabra del año es polarización, todo el mundo se pone a discutirlo. Y cuando dice que hay que quitarle la tilde al sólo, todo el mundo se pone a discutirlo. Incluso los propios académicos se pelean. Eso es muy bueno. Además hay otra cosa que me encanta decir: esto es un servicio público. La Academia es un organismo público-privado que se alimenta sobre todo del presupuesto público. Y es un organismo que realiza una tarea pública que es absolutamente fundamental: preservar lo más importante que tenemos, que es la lengua. Es nuestra mayor riqueza, una lengua universal. Y los académicos que la preservan trabajan ‘gratis et amore’. No hay ni sueldos, ni secretarias, ni despachos. Nada de nada. —¿Qué cree que puede aportar a la Academia? —Espero averiguarlo cuando entre en ella. Habría que preguntárselo a los académicos que me han tenido la generosidad desorbitada de elegirme. Por otro lado, a ver, yo soy filólogo, pero sospecho que no me han elegido como filólogo, sino como escritor. A medida que empiece a trabajar, que es a partir de la semana que viene, y empiece a meterme en los entresijos de la casa y se me asigne una comisión, supongo que empezaré a averiguar qué es lo que puedo aportar. Tengo un montón de cosas en la cabeza, como palabras que me gustaría discutir. —Creo que fachaleco es una de esas palabras. —Me encanta esa palabra, me encanta. Ese es un ejemplo de creatividad de los hablantes. Una idea absurda que tiene la gente es que la Academia dice cómo hay que hablar. No. La Academia dice cómo habla la gente: describe, no prescribe. Somos los hablantes los que llevamos la lengua para un lado o para otro. La lengua es un monstruo poderosísimo que tiene su propia lógica. La Academia prescribe en poquísimos ámbitos: en la puntuación, la ortografía y alguno más. Pero es la gente la que dice fachaleco. O postureo: esa palabra me hubiese gustado inventarla a mí. Y ya está dentro del Diccionario.—Cuando la RAE admita la palabra fachaleco será cosa suya, entonces. —¿Quieres decir que pasaré la historia como el que inventó la palabra fachaleco? Me encantaría. Y me encantará discutir con gente, con lingüistas y con filólogos que saben mucho más que yo, y añadir mi granito de arena, que es poner el oído y darme cuenta de que mi hijo, por ejemplo, dice fachaleco. «Me encanta la palabra fachaleco. Es un ejemplo de creatividad de los hablantes»—No sé si sabe que hay un enfrentamiento antiquísimo entre lingüistas y escritores en la Academia, de tintes casi míticos. —No soy consciente de nada de esto, sinceramente. Seguro que habrá algo, como en todas las congregaciones. Pero creo que a veces se exagera un poco, no lo sé. También he visto que hay escritores que discuten entre ellos, lo cual me parece muy bien. Tiene que ser un organismo vivo, donde la gente tenga ideas distintas. —El otro día hubo un enfrentamiento entre Arturo Pérez-Reverte y Antonio Muñoz Molina a cuenta de la actitud del Rey en Paiporta y el concepto de valentía. —No me posiciono, pero me parece muy bien que discutan. En España se interpreta toda discrepancia intelectual como una agresión personal. —¿Por eso hay tan pocas polémicas?—Eso es. Cuando empecé a escribir en los periódicos me dedicaba a discrepar de la gente. Una vez escribí de Félix de Azúa y me dijeron: ¿pero tú por qué quieres atacar a Azúa? ¿Atacar? Simplemente había discutido su argumento, de hecho tenía y tengo muy buena relación con él. Sería muy bueno que pudiésemos discrepar sin necesidad de matarnos. Esta es nuestra maldita tradición de intolerancia. Una vez le pregunté a Francisco Rico, que era mi profesor en la universidad y luego tuvimos muy buena amistad, por qué en España éramos incapaces de tener un debate intelectual sin tirarnos los trastos a la cabeza, por qué no éramos capaces de discutir sin insultarnos, por qué no existía la idea de debate como forma de llegar a una verdad. Me contestó una cosa que en aquel momento pensé que era simplona, aunque con el tiempo me he dado cuenta de que era una respuesta muy buena. Me dijo: pues porque somos pobres. —[Risas].—Nos tenemos que ganar la vida y no podemos discutir para llegar a la verdad. Discutimos para ver quién gana, quién saca algún rédito de eso. Y esto es muy deprimente. Deberíamos ser capaces de un debate auténtico, real, honesto, limpio, sobre la valentía, sobre la cobardía, sobre lo que sea para averiguar quién tiene razón. Porque yo puedo equivocarme, tú puedes convencerme de una cosa y yo puedo matizar mi punto de vista. Pero si tienes que ganarte la vida y escribes eso en un periódico, lo que quieres es ganar la discusión para salir adelante y tener más likes y que la gente lea tus artículos y te paguen mejor. En cambio, si eres rico, si eres un aristócrata británico que tiene muchas tierras, si eres Bertrand Russell, entonces puedes permitirte el lujo de buscar la verdad pura. Pues yo creo que aunque no seamos Bertrand Russell estaría muy bien que pudiéramos discutir civilizadamente. «En España se interpreta toda discrepancia intelectual como una agresión personal. Ojalá pudiéramos discutir civilizadamente»—Para escribir su nueva novela, ‘El loco de Dios en Mongolia’, que se publicará en abril de 2025, le han abierto las puertas del Vaticano. ¿De qué tratará? —A ningún escritor el Vaticano le había abierto sus puertas de par en par para que hable con quien quiera, desde perfectos hasta cardenales, obispos, intelectuales del Papa, el propio Papa, misioneros, etcétera. A mí me dieron la oportunidad de escribir un libro así. Y esa es una oportunidad que ninguna persona con dos dedos de frente podría rechazar [deja un silencio]. Es una novela sin ficción, como ‘Anatomía de un instante’ o ‘El impostor’. Y es un libro en el que se mezclan diversos géneros: el ensayo, la crónica, la historia, la biografía, la teología… Y como todos mis libros es también una novela policíaca, en cierto modo. En el corazón de este thriller está el Papa Francisco y un misterio, un enigma, el mayor enigma del que yo he tenido noticia: la resurrección de la carne y la vida eterna. Porque no hay cristianismo sin resurrección de la carne y sin vida eterna. —¿Le preocupa la fe?—Soy católico de educación, pero no soy creyente. Y yo llevaba mucho tiempo preguntándome por el cristianismo. Vivimos en una Europa laica, donde se ha producido una enorme secularización desde el siglo XVIII, el cristianismo se bate en retirada… Y sin embargo, todos somos cristianos. En España todos somos católicos. De cultura, de educación, de todo. Benedetto Croce, que era ateo, decía: no podemos no llamarnos cristianos. Claro que no. Venimos de ahí. Eso ha sido lo que ha definido Europa, lo que ha definido Occidente, desde hace dos mil años. Entonces, ¿qué pasa con eso? ¿Qué hacemos con eso? Por ahí va el libro. —Al final de la segunda parte de ‘Soldados de Salamina’ decía: «La escritura y la plenitud son incompatibles». ¿Lo sigue pensado? ¿Es la literatura un oficio de infelices?—Sí, eso creo. Si eres completamente feliz, ¿para qué vas a escribir? La literatura surge de una insatisfacción. Con la vida, con la realidad, contigo mismo. Alguien que es completamente feliz, ¿para qué va a dedicar ocho horas diarias a escribir, a crear un mundo que no existía? Tú creas un mundo porque en el que estás viviendo no te gusta. Porque no te deja satisfecho. Porque te rebelas contra él.
El escritor, autor de ‘Soldados de Salamina’ o ‘Anatomía de un instante’, ingresa hoy en la RAE, donde ocupará el sillón ‘R’, vacante tras la muerte de Javier Marías
Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) cree en la verdad, la literatura y la provocación: sabe que las palabras son puñales o látigos o bombas de racimo, pero también un juego, tal vez el más humano de cuantos ha inventado esta nuestra especie. El escritor, que …
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Volver a intentar
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Sigue navegando
Artículo solo para suscriptores
RSS de noticias de cultura