Como en una ruleta rusa deconstruida, Julio César Iglesias (Zamora, 81 años) tuvo en los primeros días de EL PAÍS la ocurrencia de llevarle una bala al entonces director Juan Luis Cebrián. Enviado a investigar un tiroteo en el paseo de la Castellana de Madrid, se jactaba así ante el director de haber rastreado a fondo la escena. La apuesta de joven periodista en busca impresionar –y al borde del delito de obstrucción– pudo salir fatal, pero le encargaron un nuevo reportaje. Y otro. Así hasta llenar un libro, El buscador de balas perdidas (La Felguera), antología de las crónicas criminales, sociales o deportivas que impregnaron de literatura los medios con los que colaboró. Al teléfono desde su retiro en Alicante, Iglesias no da señales de haber conocido el aburrimiento.
Pregunta. ¿Cómo entrena un reportero su olfato y estilo?
R. Iniciaba cada reportaje como si fuera el primero. Si uno es capaz de interesarse por algo, termina por descubrir qué tiene de especial. Mi único secreto era mirarlo todo con ojos de recién llegado.
P. ¿Y mucho don de gentes, para conseguir a personajes como el último verdugo del franquismo?
R. La normalidad te da un pasaporte. El verdugo era huidizo, pero vio que no tenía prejuicios y se fue abriendo. Mauricio López-Roberts, señalado como sospechoso del caso Urquijo, quedó un día conmigo y trajo un Smith & Wesson M29. Fíjate lo que hace la mirada de novato, que, en lugar de salir corriendo, dije “¡Hombre, el revólver de Harry el Sucio!”. Le pedí que me lo dejara para ver cuánto pesaba. Esta espontaneidad no fingida abría mucho la conversación.
P. ¿Cómo se entendió con Rafael Escobedo, condenado por el asesinato de los marqueses de Urquijo?
R. Cada vez que iba a verle, estaba enfadado conmigo porque no le había gustado lo último que había publicado. Pero sabía que a Escobedo le volvían loco las yemas de Santa Teresa. Así que paraba en la pastelería antes de ir a la cárcel y compraba un cuarto de kilo. Tardaba en reconciliarse conmigo diez minutos.
P. Documentó un rito satánico con sacrificio de gallo incluido. ¿No pensó “me sacrifican a mí después”?
R.: Mi primera tentación fue preguntar la raza del gallo. Creo que la curiosidad es nuestro verdadero combustible. En un momento dado, he sido espectador de sumo. Quería saber cuánto arroz tenían que comer los luchadores japoneses para ponerse en 200 kilos. En nuestra profesión viene bien tener conocimientos para una conversación que dure un mínimo de diez minutos.
P. ¿De dónde le viene el hábito de aprender?
R. Mis padres eran maestros de preguerra. Mi padre en estos tiempos habría puesto en su currículum que tenía 38 másters, porque cada año, en vez de irse de vacaciones, se iba a hacer cursillos para adultos. Eran gente ilustrada y leída, que no presumían de serlo. Ese ambiente sí lo tuve, pero, aparte de la curiosidad, mis padres me sacaban mucha ventaja en el resto de cosas.
P. La humanidad de sus crónicas deportivas, ¿la encuentra en el fútbol actual?
R. El fútbol empieza a gustarme menos cuando los jugadores pierden espontaneidad. Sé que los equipos deben tener eso que llaman un esquema. Pero me acuerdo de una conferencia de prensa en la que preguntaron al entrenador del Atlético, Coco Basile, qué esquema había sacado. Supongamos que dijo un 4-3-3. Al periodista no le había parecido un 4-3-3. Y Basile respondió: “Yo los coloco, pero ellos se mueven”. Pues a mí lo que me gusta es que se muevan.
P. Hablando de balas, bautizó a Dum Dum Pacheco. ¿Qué opina del veto de este periódico al boxeo?
R. El boxeo me dio pie a hacer periodismo, cuando Manolo Alcántara me ofreció empezar en Marca. Pero en los textos que publiqué en EL PAÍS siempre hubo una crítica profunda a esta profesión, que tiene una particularidad: el aprendizaje desgasta y daña con el tiempo.
El libro ‘El buscador de las balas perdidas’ (La Felguera) recopila crónicas criminales, sociales o deportivas impregnadas de literatura
El libro ‘El buscador de las balas perdidas’ (La Felguera) recopila crónicas criminales, sociales o deportivas impregnadas de literatura


Como en una ruleta rusa deconstruida, Julio César Iglesias (Zamora, 81 años) tuvo en los primeros días de EL PAÍS la ocurrencia de llevarle una bala al entonces director Juan Luis Cebrián. Enviado a investigar un tiroteo en el paseo de la Castellana de Madrid, se jactaba así ante el director de haber rastreado a fondo la escena. La apuesta de joven periodista en busca impresionar –y al borde del delito de obstrucción– pudo salir fatal, pero le encargaron un nuevo reportaje. Y otro. Así hasta llenar un libro, El buscador de balas perdidas (La Felguera), antología de las crónicas criminales, sociales o deportivas que impregnaron de literatura los medios con los que colaboró. Al teléfono desde su retiro en Alicante, Iglesias no da señales de haber conocido el aburrimiento.
Pregunta. ¿Cómo entrena un reportero su olfato y estilo?
R. Iniciaba cada reportaje como si fuera el primero. Si uno es capaz de interesarse por algo, termina por descubrir qué tiene de especial. Mi único secreto era mirarlo todo con ojos de recién llegado.
P. ¿Y mucho don de gentes, para conseguir a personajes como el último verdugo del franquismo?
R. La normalidad te da un pasaporte. El verdugo era huidizo, pero vio que no tenía prejuicios y se fue abriendo. Mauricio López-Roberts, señalado como sospechoso del caso Urquijo, quedó un día conmigo y trajo un Smith & Wesson M29. Fíjate lo que hace la mirada de novato, que, en lugar de salir corriendo, dije “¡Hombre, el revólver de Harry el Sucio!”. Le pedí que me lo dejara para ver cuánto pesaba. Esta espontaneidad no fingida abría mucho la conversación.

P. ¿Cómo se entendió con Rafael Escobedo, condenado por el asesinato de los marqueses de Urquijo?
R. Cada vez que iba a verle, estaba enfadado conmigo porque no le había gustado lo último que había publicado. Pero sabía que a Escobedo le volvían loco las yemas de Santa Teresa. Así que paraba en la pastelería antes de ir a la cárcel y compraba un cuarto de kilo. Tardaba en reconciliarse conmigo diez minutos.
P. Documentó un rito satánico con sacrificio de gallo incluido. ¿No pensó “me sacrifican a mí después”?
R.: Mi primera tentación fue preguntar la raza del gallo. Creo que la curiosidad es nuestro verdadero combustible. En un momento dado, he sido espectador de sumo. Quería saber cuánto arroz tenían que comer los luchadores japoneses para ponerse en 200 kilos. En nuestra profesión viene bien tener conocimientos para una conversación que dure un mínimo de diez minutos.
P. ¿De dónde le viene el hábito de aprender?
R. Mis padres eran maestros de preguerra. Mi padre en estos tiempos habría puesto en su currículum que tenía 38 másters, porque cada año, en vez de irse de vacaciones, se iba a hacer cursillos para adultos. Eran gente ilustrada y leída, que no presumían de serlo. Ese ambiente sí lo tuve, pero, aparte de la curiosidad, mis padres me sacaban mucha ventaja en el resto de cosas.
P. La humanidad de sus crónicas deportivas, ¿la encuentra en el fútbol actual?
R. El fútbol empieza a gustarme menos cuando los jugadores pierden espontaneidad. Sé que los equipos deben tener eso que llaman un esquema. Pero me acuerdo de una conferencia de prensa en la que preguntaron al entrenador del Atlético, Coco Basile, qué esquema había sacado. Supongamos que dijo un 4-3-3. Al periodista no le había parecido un 4-3-3. Y Basile respondió: “Yo los coloco, pero ellos se mueven”. Pues a mí lo que me gusta es que se muevan.
P. Hablando de balas, bautizó a Dum Dum Pacheco. ¿Qué opina del veto de este periódico al boxeo?
R. El boxeo me dio pie a hacer periodismo, cuando Manolo Alcántara me ofreció empezar en Marca. Pero en los textos que publiqué en EL PAÍS siempre hubo una crítica profunda a esta profesión, que tiene una particularidad: el aprendizaje desgasta y daña con el tiempo.
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Sobre la firma

Colaborador de ICON desde 2019. Periodista cultural, también ha escrito para la sección de Cultura, El País Semanal, la revista Fotogramas o Ctxt. Graduado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, también cursó Crítica Cinematográfica en la Escuela de Escritores y el Máster de Periodismo UAM-El País.
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