El Domingo de Resurrección en La Maestranza no suele fallar. Y este año, con más motivo, por la ‘reaparición’ de Morante, que fue recibido con una ovación. La expectación, por las nubes. La plaza, de bote en bote, en una de esas tardes que no cabe un alfiler. Lo que se dice un ‘no hay billetes’ apretado, con los pasillos aún saturados durante el paseíllo. Los toreros tardan un mundo en hacer acto de presencia en el ruedo ante la pasividad de la autoridad, y cuando se plantan en el tercio se desmonteran; cree el público que se guardará un minuto de silencio no anunciado. No; es que la banda de música arranca con el himno nacional, la única novedad, sin explicación alguna, en este comienzo de temporada.
La única porque cuando se abre la puerta de chiqueros y comienza de verdad el festejo, se descubre, una vez más, el pastel de esta singular inauguración: una corrida elegida con mimo para la ocasión, justa de presentación, cómoda de pitones, blanda y extremadamente bondadosa; tan buenos que parecían tontos, tan nobles que parecían memos.
Tal circunstancia no impidió que Daniel Luque ofreciera otra lección magistral de oficio, firmeza, entrega y dominio absoluto de la situación. Variado con el capote, se plantó ante los pitones de su primero, se dio un arrimón de los de verdad, y exprimió la noble embestida del animal, de modo que surgieron hondos naturales y un molinete garbosos en los inicios, y una faena medida, desbordante de colocación en la que brotaron muletazos inverosímiles, consecuencia obligada de su pundonor e inteligencia.
Volvió a intentarlo ante el sexto, soso y mansurrón, y a base de exponer sin prisa pero con espectacular contundencia, dibujó hasta seis hermosos naturales mediada su labor. La banda de música se vino arriba e inició un pasodoble, pero fue el propio torero el que pidió que se abstuviera de soplar porque ya no era el momento. Una media estocada tendida y la tardanza del toro en doblar impidieron que paseara una segunda oreja, merecida sin duda.
El protagonista de la tarde estaba claro que era Morante. Agradeció con tres elegantes reverencias la ovación con la que fue recibido. Y mostró una decisión encomiable desde que salió al ruedo su primer toro. Tan blando era el animal que lo devolvieron a los corrales. Y con ocho garbosas verónicas y una media rodilla en tierra recibió al sobrero; muleta en mano, lo intentó por ambas manos, dibujó muletazos por bajo, trincherillas y cuatro extraordinarios naturales a un toro al que se le caía la cara de bueno. El cuarto, el más descarado de la corrida, desarrolló genio y un feo estilo, de tal modo que Morante lo intentó, y en vista de lo que había, lo despachó con prontitud.
Y Talavante… Intentó de verdad estar bien. Se lució con el capote por tafalleras, verónicas y chicuelinas; brindó al público el quinto, -el segundo se aculó en tablas y no quiso pelea-, se plantó de rodillas en la segunda raya y lo pasó, primero, por alto, un muletazo cambiado por la espalda, un derechazo, y, ya enhiesto, otro del desprecio que supieron a gloria. Pero lo que comenzaba con buen augurio no acabó de cuajar en belleza. Lo muleteó por ambas manos con irregular acierto, de modo que la labor del torero no alcanzó el vuelo deseado. Queda en el aire si no hubo entendimiento mutuo, o destacó más la sosería del toro que la decisión del torero.
Lo que de verdad quedó en el ambiente es que esta corrida, primero, es especial; que los toros que se eligen no suelen ser apropiados para el triunfo; que Morante parece felizmente transfigurado, y que Daniel Luque es una figura consagrada sin discusión. Seguro, seguro que acudió a esta corrida por la fecha y los compañeros, pero no por los toros. Su conocimiento merece otro tipo de oponentes.
Derroche de firmeza, oficio y entrega de Daniel Luque que cortó una oreja a una mal presentada, blanda, noble y descastada corrida de Núñez del Cuvillo
El Domingo de Resurrección en La Maestranza no suele fallar. Y este año, con más motivo, por la ‘reaparición’ de Morante, que fue recibido con una ovación. La expectación, por las nubes. La plaza, de bote en bote, en una de esas tardes que no cabe un alfiler. Lo que se dice un ‘no hay billetes’ apretado, con los pasillos aún saturados durante el paseíllo. Los toreros tardan un mundo en hacer acto de presencia en el ruedo ante la pasividad de la autoridad, y cuando se plantan en el tercio se desmonteran; cree el público que se guardará un minuto de silencio no anunciado. No; es que la banda de música arranca con el himno nacional, la única novedad, sin explicación alguna, en este comienzo de temporada.
La única porque cuando se abre la puerta de chiqueros y comienza de verdad el festejo, se descubre, una vez más, el pastel de esta singular inauguración: una corrida elegida con mimo para la ocasión, justa de presentación, cómoda de pitones, blanda y extremadamente bondadosa; tan buenos que parecían tontos, tan nobles que parecían memos.
Tal circunstancia no impidió que Daniel Luque ofreciera otra lección magistral de oficio, firmeza, entrega y dominio absoluto de la situación. Variado con el capote, se plantó ante los pitones de su primero, se dio un arrimón de los de verdad, y exprimió la noble embestida del animal, de modo que surgieron hondos naturales y un molinete garbosos en los inicios, y una faena medida, desbordante de colocación en la que brotaron muletazos inverosímiles, consecuencia obligada de su pundonor e inteligencia.
Volvió a intentarlo ante el sexto, soso y mansurrón, y a base de exponer sin prisa pero con espectacular contundencia, dibujó hasta seis hermosos naturales mediada su labor. La banda de música se vino arriba e inició un pasodoble, pero fue el propio torero el que pidió que se abstuviera de soplar porque ya no era el momento. Una media estocada tendida y la tardanza del toro en doblar impidieron que paseara una segunda oreja, merecida sin duda.
El protagonista de la tarde estaba claro que era Morante. Agradeció con tres elegantes reverencias la ovación con la que fue recibido. Y mostró una decisión encomiable desde que salió al ruedo su primer toro. Tan blando era el animal que lo devolvieron a los corrales. Y con ocho garbosas verónicas y una media rodilla en tierra recibió al sobrero; muleta en mano, lo intentó por ambas manos, dibujó muletazos por bajo, trincherillas y cuatro extraordinarios naturales a un toro al que se le caía la cara de bueno. El cuarto, el más descarado de la corrida, desarrolló genio y un feo estilo, de tal modo que Morante lo intentó, y en vista de lo que había, lo despachó con prontitud.
Y Talavante… Intentó de verdad estar bien. Se lució con el capote por tafalleras, verónicas y chicuelinas; brindó al público el quinto, -el segundo se aculó en tablas y no quiso pelea-, se plantó de rodillas en la segunda raya y lo pasó, primero, por alto, un muletazo cambiado por la espalda, un derechazo, y, ya enhiesto, otro del desprecio que supieron a gloria. Pero lo que comenzaba con buen augurio no acabó de cuajar en belleza. Lo muleteó por ambas manos con irregular acierto, de modo que la labor del torero no alcanzó el vuelo deseado. Queda en el aire si no hubo entendimiento mutuo, o destacó más la sosería del toro que la decisión del torero.
Lo que de verdad quedó en el ambiente es que esta corrida, primero, es especial; que los toros que se eligen no suelen ser apropiados para el triunfo; que Morante parece felizmente transfigurado, y que Daniel Luque es una figura consagrada sin discusión. Seguro, seguro que acudió a esta corrida por la fecha y los compañeros, pero no por los toros. Su conocimiento merece otro tipo de oponentes.
N. del Cuvillo/Morante, Talavante, Luque
Toros de Núñez del Cuvillo, -el primero, devuelto y sustituido por otro del mismo hierro- mal presentados los tres primeros y correctos los demás, mansurrones, muy blandos y nobilísimos, a excepción del cuarto, de feo estilo.
Morante de la Puebla: pinchazo y casi entera perpendicular (ovación); pinchazo, media y un descabello (silencio).
Alejandro Talavante: estocada trasera (silencio); pinchazo y estocada (silencio).
Daniel Luque: estocada trasera (oreja); casi entera tendida _aviso_ (gran ovación).
Plaza de La Maestranza. 20 de abril. Domingo de Resurrección. Inauguración de la temporada. Lleno de ‘no hay billetes’.
EL PAÍS