Una vecina del pueblo se fue a vivir a Madrid en los ochenta y en el primer viaje de vuelta nos contó que a su bloque de una céntrica calle de la capital iba el rey habitualmente a ver a una señora. No dimos crédito, supusimos que sólo pretendía darse importancia, parecer sofisticada; se hacía la enterada de la misma manera que ahora bebía Peppermint en lugar del Sansón que mi abuela guardaba en el mueble bar. Del rey sabíamos lo que se contaba en el papel couché: que era desenfadado, moderno; quién no lo intentaba en aquella España que renacía. Ignoramos las maledicencias de aquella parvenú, éramos de pueblo, pero estábamos informados: escuchábamos Radio Nacional, veíamos los dos partes y en nuestra casa no faltaban la Pronto y el Interviú que nos acercaba la pescadera en su furgoneta de reparto, junto con el pan y una pescadilla, ríanse ustedes de Amazon. Si en España hubiera un escándalo de altos vuelos, aquellas revistas sin pelos en la lengua se harían eco. ¿A quién íbamos a creer? ¿A dos publicaciones con solera o a una española ingrata? Cuando finalmente se abrió la espita informativa sobre la cosa monárquica, aquellas correrías reales de las que pocos osaron hacer algo más que insinuaciones, fueron definidas por los cronistas que se las callaron como “un secreto a voces”, algo que “sabía toda España”. ¿Qué España? Me preguntaba yo; en mi España, al menos, nadie tenía ni la más mínima idea. Nadie excepto aquella vecina que se fue a la tumba sin ver certificado su chisme.
Lo sabe toda España se ha convertido en una muletilla sobreactuada que justifica la inacción o la cobardía de los que sabiéndolo no consideraron que tuviesen que compartir su conocimiento con los demás, aunque en eso consista su trabajo
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Lo sabe toda España se ha convertido en una muletilla sobreactuada que justifica la inacción o la cobardía de los que sabiéndolo no consideraron que tuviesen que compartir su conocimiento con los demás, aunque en eso consista su trabajo
Una vecina del pueblo se fue a vivir a Madrid en los ochenta y en el primer viaje de vuelta nos contó que a su bloque de una céntrica calle de la capital iba el rey habitualmente a ver a una señora. No dimos crédito, supusimos que sólo pretendía darse importancia, parecer sofisticada; se hacía la enterada de la misma manera que ahora bebía Peppermint en lugar del Sansón que mi abuela guardaba en el mueble bar. Del rey sabíamos lo que se contaba en el papel couché: que era desenfadado, moderno; quién no lo intentaba en aquella España que renacía. Ignoramos las maledicencias de aquella parvenú, éramos de pueblo, pero estábamos informados: escuchábamos Radio Nacional, veíamos los dos partes y en nuestra casa no faltaban la Pronto y el Interviú que nos acercaba la pescadera en su furgoneta de reparto, junto con el pan y una pescadilla, ríanse ustedes de Amazon. Si en España hubiera un escándalo de altos vuelos, aquellas revistas sin pelos en la lengua se harían eco. ¿A quién íbamos a creer? ¿A dos publicaciones con solera o a una española ingrata? Cuando finalmente se abrió la espita informativa sobre la cosa monárquica, aquellas correrías reales de las que pocos osaron hacer algo más que insinuaciones, fueron definidas por los cronistas que se las callaron como “un secreto a voces”, algo que “sabía toda España”. ¿Qué España? Me preguntaba yo; en mi España, al menos, nadie tenía ni la más mínima idea. Nadie excepto aquella vecina que se fue a la tumba sin ver certificado su chisme.
En mi España, tampoco nadie podía ni olerse el caso Errejón, aunque muchos periodistas vuelvan a bramar la coletilla en los corrillos televisivos sin que les tiemble el labio. Dudo que lo supiese “toda España”, pero si ellos lo sabían, ¿por qué no lo consideraron digno de mención? ¿No les pareció relevante un asunto que ahora ocupa casi la totalidad de los espacios informativos? Quizás una cuestión de prurito profesional les impedía certificar rumores, pero esa muestra de profesionalidad choca con que ahora asientan como rumiantes ante cualquier mensaje anónimo publicado sin criterio alguno en una red social.
“Lo sabía toda España” se ha convertido en un grito sobreactuado que justifica la inacción, o la cobardía, de los que, sabiendo una información relevante, no consideran que tengan que compartir su conocimiento con los demás, aunque en eso consista su trabajo, y más que acusarnos implícitamente de ignorantes deberían explicar el porqué de su silencio.
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Sobre la firma
Eva Güimil (Mieres, 1972) ha sido directora y guionista de diversos formatos de la televisión autonómica asturiana. Escribe sobre televisión en EL PAÍS y ha colaborado con las ediciones digitales de Icon y ‘Vanity Fair’. Ha publicado la biografía de Mecano ‘En tu fiesta me colé’.
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