En tiempos de vacaciones conviene saber bien qué libros llevar en la maleta. No sólo por el peso, sino porque pocas cosas hay peores que sentirse estafados como lectores durante un viaje. Y se podría discutir sobre la legitimidad de abandonar un libro, pero lo cierto es que hay algunos que se caen de las manos porque llaman a Morfeo y hasta dan ganas de lanzarlo lo más lejos posible.Pero, ¿qué hace pesado un libro? Claro que hay gustos y colores que cambian, los tiempos —emotivos y personales— de cada uno influyen y hay quien elige sólo por el tamaño, pero la pesadez literaria es algo más grave: es el aburrimiento (o el rechazo) causado por la falta de conexión del lector, que se pierde —o escapa— por varios motivos posibles. A bote pronto, se me ocurren unas cuantas recetas indigestas: el estilo demasiado rebuscado ( D’Annunzio , para algunos) y otros vicios de palabrería (digresiones y sobreexplicaciones), pero igualmente el vicio contrario de la simpleza lingüística absoluta (à la Salley Rooney ) puede echar para atrás; por el lado del argumento, hay casos de excesiva complejidad de tramas laberínticas y juegos estructurales (¿a quién le gusta Rayuela de verdad?), otros son tan banales que el cerebro va en off por predecible o vacuo (novelas de aventuras indignas de Dumas o policíacas tan ligeras como Donna Leon ), etc. Hay, sin duda, un sutil equilibrio que hace la magia de la literatura y no vale todo.Los pobres clásicos suelen estar en lo alto de la pirámide cuando se piensa en plomos literarios: algunos simplemente han envejecido mal (los libros de pastores), mientras otros se critican porque requieren un esfuerzo que no se quiere asumir… pese a que compensa con creces, que para algo se han ganado su lugar en el canon. Y se llega a extremos ridículos como desterrar al Quijote de todo programa educativo, cuando nuestros vecinos italianos leen durante tres años la Divina Comedia de Dante , que gana por una nariz —con perdón— la complejidad lingüística de Cervantes . Que no es tanta, dicho sea de paso, aunque como último recurso se intente simplificar poniéndolo en castellano de hoy. Y este criterio del mínimo esfuerzo, de nivelar hacia abajo es verdaderamente peligroso.Otra cosa son los libros-Mediterráneos que descubren —para decirlo a la italiana— el agua caliente (como la oralidad de algunas novelas muy cacareadas) y los libros-puzle que se preocupan por encajar fichas a la moda (género, ideología, raza, sexo o lo que sea), sin preocuparse por la forma que es gran parte de la buena literatura. Pero esto para otro día. En tiempos de vacaciones conviene saber bien qué libros llevar en la maleta. No sólo por el peso, sino porque pocas cosas hay peores que sentirse estafados como lectores durante un viaje. Y se podría discutir sobre la legitimidad de abandonar un libro, pero lo cierto es que hay algunos que se caen de las manos porque llaman a Morfeo y hasta dan ganas de lanzarlo lo más lejos posible.Pero, ¿qué hace pesado un libro? Claro que hay gustos y colores que cambian, los tiempos —emotivos y personales— de cada uno influyen y hay quien elige sólo por el tamaño, pero la pesadez literaria es algo más grave: es el aburrimiento (o el rechazo) causado por la falta de conexión del lector, que se pierde —o escapa— por varios motivos posibles. A bote pronto, se me ocurren unas cuantas recetas indigestas: el estilo demasiado rebuscado ( D’Annunzio , para algunos) y otros vicios de palabrería (digresiones y sobreexplicaciones), pero igualmente el vicio contrario de la simpleza lingüística absoluta (à la Salley Rooney ) puede echar para atrás; por el lado del argumento, hay casos de excesiva complejidad de tramas laberínticas y juegos estructurales (¿a quién le gusta Rayuela de verdad?), otros son tan banales que el cerebro va en off por predecible o vacuo (novelas de aventuras indignas de Dumas o policíacas tan ligeras como Donna Leon ), etc. Hay, sin duda, un sutil equilibrio que hace la magia de la literatura y no vale todo.Los pobres clásicos suelen estar en lo alto de la pirámide cuando se piensa en plomos literarios: algunos simplemente han envejecido mal (los libros de pastores), mientras otros se critican porque requieren un esfuerzo que no se quiere asumir… pese a que compensa con creces, que para algo se han ganado su lugar en el canon. Y se llega a extremos ridículos como desterrar al Quijote de todo programa educativo, cuando nuestros vecinos italianos leen durante tres años la Divina Comedia de Dante , que gana por una nariz —con perdón— la complejidad lingüística de Cervantes . Que no es tanta, dicho sea de paso, aunque como último recurso se intente simplificar poniéndolo en castellano de hoy. Y este criterio del mínimo esfuerzo, de nivelar hacia abajo es verdaderamente peligroso.Otra cosa son los libros-Mediterráneos que descubren —para decirlo a la italiana— el agua caliente (como la oralidad de algunas novelas muy cacareadas) y los libros-puzle que se preocupan por encajar fichas a la moda (género, ideología, raza, sexo o lo que sea), sin preocuparse por la forma que es gran parte de la buena literatura. Pero esto para otro día.
Hay libros que se caen de las manos porque causan aburrimiento o rechazo en el lector
En tiempos de vacaciones conviene saber bien qué libros llevar en la maleta. No sólo por el peso, sino porque pocas cosas hay peores que sentirse estafados como lectores durante un viaje. Y se podría discutir sobre la legitimidad de abandonar un libro, pero … lo cierto es que hay algunos que se caen de las manos porque llaman a Morfeo y hasta dan ganas de lanzarlo lo más lejos posible.
Pero, ¿qué hace pesado un libro? Claro que hay gustos y colores que cambian, los tiempos —emotivos y personales— de cada uno influyen y hay quien elige sólo por el tamaño, pero la pesadez literaria es algo más grave: es el aburrimiento (o el rechazo) causado por la falta de conexión del lector, que se pierde —o escapa— por varios motivos posibles.
A bote pronto, se me ocurren unas cuantas recetas indigestas: el estilo demasiado rebuscado (D’Annunzio, para algunos) y otros vicios de palabrería (digresiones y sobreexplicaciones), pero igualmente el vicio contrario de la simpleza lingüística absoluta (à la Salley Rooney) puede echar para atrás; por el lado del argumento, hay casos de excesiva complejidad de tramas laberínticas y juegos estructurales (¿a quién le gusta Rayuela de verdad?), otros son tan banales que el cerebro va en off por predecible o vacuo (novelas de aventuras indignas de Dumas o policíacas tan ligeras como Donna Leon), etc. Hay, sin duda, un sutil equilibrio que hace la magia de la literatura y no vale todo.
Los pobres clásicos suelen estar en lo alto de la pirámide cuando se piensa en plomos literarios: algunos simplemente han envejecido mal (los libros de pastores), mientras otros se critican porque requieren un esfuerzo que no se quiere asumir… pese a que compensa con creces, que para algo se han ganado su lugar en el canon. Y se llega a extremos ridículos como desterrar al Quijote de todo programa educativo, cuando nuestros vecinos italianos leen durante tres años la Divina Comedia de Dante, que gana por una nariz —con perdón— la complejidad lingüística de Cervantes. Que no es tanta, dicho sea de paso, aunque como último recurso se intente simplificar poniéndolo en castellano de hoy. Y este criterio del mínimo esfuerzo, de nivelar hacia abajo es verdaderamente peligroso.
Otra cosa son los libros-Mediterráneos que descubren —para decirlo a la italiana— el agua caliente (como la oralidad de algunas novelas muy cacareadas) y los libros-puzle que se preocupan por encajar fichas a la moda (género, ideología, raza, sexo o lo que sea), sin preocuparse por la forma que es gran parte de la buena literatura. Pero esto para otro día.
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