Hace un año volví intempestivamente de Madrid y sin proponérmelo, me quedé para vivir de nuevo en México. A los pocos días de renacer, un gorrión de colores ocres empezó a visitar la habitación aledaña al cuarto de mi madre y durante más de una semana esperaba pacientemente afuera de la puerta del baño cuando entraba a ducharme (ya como regaderazo mexicano) y si se quedó revoloteando y con brinquitos de libro a libro fue porque desde el primer día le puse agua y migajón, pero mi hermana que nos procuraba a diario y visitaba sin falta aseguraba que se trataba de mi padre convertido en ave. Decía que hacía sus vuelos cortos de librero a librero no solamente como bienvenida, sino como aliento, porque hay seres alados que nos animan a reintentar el cultivo de las nubes, las novelas por venir y tanto cuento por delante. Coco en gorrión me acompañó para la edición y revisión final de una novela que ya anda dando satisfacciones en librerías y Coquito es testigo de la infinita gratitud que le debo a mi hermana y a un par de amigos incondicionales que me dieron mucho más que agua y migajón.
El gorrión decidió morir como si durmiera sobre el teclado donde voy hilando historias y le lloré por la asimilada gratitud de haberme aliviado para saber volver y digerir con orgullo que mis hijos ya vuelan solos en Madrid y recordé que no era la primera vez que un ave baja volando para que uno no olvide que todo lo que se vuelve ausencia queda en realidad bajo las alas casi imperceptibles del alma.
Fue durante las primeras semanas del año 2006 cuando mi hermano mayor Eliseo Alberto Lichi contagiaba su llanto de guayabera negra por la muerte de Constante de Diego —su propio hermano mayor, adorado con el nombre de Rapi— y pasó entonces que nuestra gemela o jimagua Fefé llamó una mañana desde La Habana para anunciar emocionada que Rapi había reencarnado en paloma. Lichi no paraba de llorar con todo el evangelio volátil que narraba Fefé por la bocina: que si revoloteó alrededor de la cocina y alrededor de la vieja casa habanera a petición expresa de Fefé y que le dijo “Si de veras eres Rapi, vuela hasta la habitación donde dormías de niño” y eso hizo. Todo esto me lo confiaba Lichi en la terraza de su departamento en la Ciudad de México (sin importarle que yo había acudido a su llamado de emergencia acompañado de un amigo que hasta el día de hoy se queda mudo cuando recuerda la escena). En el momento en que Lichi suspiraba hondo aclarándonos “mi hermano Rapi no merecía volver como paloma… él nunca se contoneó ni gargareaba mariconadas”, en ese preciso instante una paloma frondosa y blanca se posó sobre el hombro de Lichi y luego empezó a campirulear sobre la orilla del balcón como si paseara por una pasarela de moda aviar. Mudos los tres hasta que Lichi con llanto renovado le preguntó casi al pico “¡¿Eres Rapi?!” y la blanca paloma hinchaba el buche cuando revoloteó en aterrizaje otra paloma (quizá más guapa que la primera) para que la reencarnación de Rapi la montase con las alas blancas en abanico… Demostrándole a Lichi y a dos asombrados testigos que volvía -pícaro y ligador- como palomo y no paloma.
“Por eso se escribe”, dijo Lichi limpiando las últimas lágrimas de ese día y sentenció que los afectos que se nos van, los latidos del vacío no dejarán nunca de iluminar tinieblas en tanto jamás se olviden. De esa misma pulpa es la epifanía roedora y negra que quiero honrar en estos párrafos:
Sucede que desde hace una semana, el mero día en que mi hermana empezó el lentísimo amanecer de un coma abriendo dulcemente el ojo izquierdo (mismo que intenté dibujar como plegaria), llegó una negra ardilla a rascar el vidrio de mi ventana… ¡a la misma hora exacta en que ocurrió el irracional accidente automovilístico que tumbó a mi hermana en coma! Cumplo una semana entera con el inesperado despertador de una negra ardilla que rasca y repiquetea sobre el vidrio como si confirmase que es mi padre de vuelta calmándome no sólo la angustia por la tragedia de su hija, sino el luto por la muerte de mi madre, su mujer de toda la vida que ahora ha vuelto a abrazar, ambos en la muerte.
Mi madre murió en mis brazos cinco días después del accidente de mi hermana y se fue volando sin saber realmente que su hija estaba en coma y hasta el Sol de hoy, con un ojo que poco a poco moviliza todos los inmovilizados huesos rotos (desde su cráneo, piernas y brazos hasta sus manos). Maylou no sabe aún que nuestra madre se ha ido para acompasarle la respiración en traqueotomía y acariciarle la cabeza engrapada como si su cabellera ya rapada siguiera en vuelo.
No creo que mi madre se disfrace de ardilla de luto para despertarme a una hora que ya quedó marcada para cada amanecer de mi hermana, o bien para recordarme que no es racional seguir leyendo o escribiendo al filo de las nueve de la mañana. Tampoco creo de veras que mi padre pueda clonarse en las travesuras de una ardilla o del gorrión en turno, aunque puedo jurar que esté donde esté sigue siendo “el polifacético y sorprendente Gargantilla” que imitaba más de 100 voces en la vieja XEW radio… y no creo que mi despertador con negra cola de plumero sea una manifestación esotérica inobjetable, pero por ahora me alivia medirme la soledad del silencio calladamente animado por los entrañables seres que deletrean paso a pasito la vida misma.
No creo que mi madre se disfrace de ardilla de luto, pero por ahora me alivia medirme la soledad del silencio calladamente animado por los entrañables seres que deletrean paso a pasito la vida misma
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No creo que mi madre se disfrace de ardilla de luto, pero por ahora me alivia medirme la soledad del silencio calladamente animado por los entrañables seres que deletrean paso a pasito la vida misma


Hace un año volví intempestivamente de Madrid y sin proponérmelo, me quedé para vivir de nuevo en México. A los pocos días de renacer, un gorrión de colores ocres empezó a visitar la habitación aledaña al cuarto de mi madre y durante más de una semana esperaba pacientemente afuera de la puerta del baño cuando entraba a ducharme (ya como regaderazo mexicano) y si se quedó revoloteando y con brinquitos de libro a libro fue porque desde el primer día le puse agua y migajón, pero mi hermana que nos procuraba a diario y visitaba sin falta aseguraba que se trataba de mi padre convertido en ave. Decía que hacía sus vuelos cortos de librero a librero no solamente como bienvenida, sino como aliento, porque hay seres alados que nos animan a reintentar el cultivo de las nubes, las novelas por venir y tanto cuento por delante. Coco en gorrión me acompañó para la edición y revisión final de una novela que ya anda dando satisfacciones en librerías y Coquito es testigo de la infinita gratitud que le debo a mi hermana y a un par de amigos incondicionales que me dieron mucho más que agua y migajón.
El gorrión decidió morir como si durmiera sobre el teclado donde voy hilando historias y le lloré por la asimilada gratitud de haberme aliviado para saber volver y digerir con orgullo que mis hijos ya vuelan solos en Madrid y recordé que no era la primera vez que un ave baja volando para que uno no olvide que todo lo que se vuelve ausencia queda en realidad bajo las alas casi imperceptibles del alma.
Fue durante las primeras semanas del año 2006 cuando mi hermano mayor Eliseo Alberto Lichi contagiaba su llanto de guayabera negra por la muerte de Constante de Diego —su propio hermano mayor, adorado con el nombre de Rapi— y pasó entonces que nuestra gemela o jimagua Fefé llamó una mañana desde La Habana para anunciar emocionada que Rapi había reencarnado en paloma. Lichi no paraba de llorar con todo el evangelio volátil que narraba Fefé por la bocina: que si revoloteó alrededor de la cocina y alrededor de la vieja casa habanera a petición expresa de Fefé y que le dijo “Si de veras eres Rapi, vuela hasta la habitación donde dormías de niño” y eso hizo. Todo esto me lo confiaba Lichi en la terraza de su departamento en la Ciudad de México (sin importarle que yo había acudido a su llamado de emergencia acompañado de un amigo que hasta el día de hoy se queda mudo cuando recuerda la escena). En el momento en que Lichi suspiraba hondo aclarándonos “mi hermano Rapi no merecía volver como paloma… él nunca se contoneó ni gargareaba mariconadas”, en ese preciso instante una paloma frondosa y blanca se posó sobre el hombro de Lichi y luego empezó a campirulear sobre la orilla del balcón como si paseara por una pasarela de moda aviar. Mudos los tres hasta que Lichi con llanto renovado le preguntó casi al pico “¡¿Eres Rapi?!” y la blanca paloma hinchaba el buche cuando revoloteó en aterrizaje otra paloma (quizá más guapa que la primera) para que la reencarnación de Rapi la montase con las alas blancas en abanico… Demostrándole a Lichi y a dos asombrados testigos que volvía -pícaro y ligador- como palomo y no paloma.
“Por eso se escribe”, dijo Lichi limpiando las últimas lágrimas de ese día y sentenció que los afectos que se nos van, los latidos del vacío no dejarán nunca de iluminar tinieblas en tanto jamás se olviden. De esa misma pulpa es la epifanía roedora y negra que quiero honrar en estos párrafos:
Sucede que desde hace una semana, el mero día en que mi hermana empezó el lentísimo amanecer de un coma abriendo dulcemente el ojo izquierdo (mismo que intenté dibujar como plegaria), llegó una negra ardilla a rascar el vidrio de mi ventana… ¡a la misma hora exacta en que ocurrió el irracional accidente automovilístico que tumbó a mi hermana en coma! Cumplo una semana entera con el inesperado despertador de una negra ardilla que rasca y repiquetea sobre el vidrio como si confirmase que es mi padre de vuelta calmándome no sólo la angustia por la tragedia de su hija, sino el luto por la muerte de mi madre, su mujer de toda la vida que ahora ha vuelto a abrazar, ambos en la muerte.
Mi madre murió en mis brazos cinco días después del accidente de mi hermana y se fue volando sin saber realmente que su hija estaba en coma y hasta el Sol de hoy, con un ojo que poco a poco moviliza todos los inmovilizados huesos rotos (desde su cráneo, piernas y brazos hasta sus manos). Maylou no sabe aún que nuestra madre se ha ido para acompasarle la respiración en traqueotomía y acariciarle la cabeza engrapada como si su cabellera ya rapada siguiera en vuelo.
No creo que mi madre se disfrace de ardilla de luto para despertarme a una hora que ya quedó marcada para cada amanecer de mi hermana, o bien para recordarme que no es racional seguir leyendo o escribiendo al filo de las nueve de la mañana. Tampoco creo de veras que mi padre pueda clonarse en las travesuras de una ardilla o del gorrión en turno, aunque puedo jurar que esté donde esté sigue siendo “el polifacético y sorprendente Gargantilla” que imitaba más de 100 voces en la vieja XEW radio… y no creo que mi despertador con negra cola de plumero sea una manifestación esotérica inobjetable, pero por ahora me alivia medirme la soledad del silencio calladamente animado por los entrañables seres que deletrean paso a pasito la vida misma.
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Sobre la firma

Autor de libros de cuentos y de las novelas ‘La Emperatriz de Lavapiés’, ‘Réquiem para un Ángel’, ‘Un bosque flotante’, ‘Cochabamba’ y ‘Alicia nunca miente’. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas ‘Vuelta’ de Octavio Paz y ‘Cambio’ de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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