Escritor. Intelectual. Patriota. Golpista. No hay calificativo capaz de contener el genio de Yukio Mishima , el más célebre literato japonés del siglo XX. Hombre de armas y letras , conjuró su destino con la pluma y lo consumó con la espada, dejando tras de sí un legado tan problemático como fascinante. En el centenario de su nacimiento , su figura sigue desafiando la separación entre arte y artista, entre creación y vida.Kimitake Hiraoka nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, inicio de tan extraordinaria existencia que exige ser narrada en orden inverso. Cuarenta y cinco años después y bajo otro nombre, este introducía el filo de un puñal en sus entrañas; un ‘harakiri’ a modo de punto final tras haber fracasado en su intento de provocar un levantamiento militar contra el orden constitucional. Entremedias, una obra eterna en pugna con su fugaz biografía. Noticia Relacionada Revelado cuatro siglos después estandar Si El ritual secreto de la decapitación de los guerreros samuráis Israel Viana « Yukio Mishima sigue siendo uno de los autores más conocidos del Japón moderno», sostiene Masao Saito, profesor de Literatura Japonesa en la Universidad de Osaka. «De hecho, sus libros se leen más que los de Yasunari Kawabata o Kenzaburo Oe , ambos ganadores del Nobel de Literatura ». Hasta en cinco ocasiones entre 1963 y 1968 fue Mishima nominado al galardón, pero su radicalismo político frustró cada tentativa. Ese último año la distinción recayó en su mentor, Kawabata. «Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima», confesaba aquel. «Un talento literario como el suyo solo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos».Este desprestigio opaca todavía la grandeza artística de Mishima en su tierra natal, aunque en opinión de Saito cada vez menos. «Sus opiniones políticas y la dramática forma en que murió han influido en la percepción de su trabajo, impidiendo en ocasiones una evaluación objetiva. Con el paso del tiempo, es posible que estemos entrando en una nueva etapa». El académico destaca, por ejemplo, la reciente reimpresión de la novela ‘Una vida en venta’ –publicada en España por Alianza Editorial, como la mayoría–, la cual ha logrado 300.000 ejemplares vendidos y una adaptación cinematográfica. Ceremonia en Tokio en 2010 en el 40 aniversario de su suicidio Afp«A pesar de su importancia histórica en la literatura japonesa, los libros de Mishima pueden resultar bastante difíciles de entender, lo que hoy en día los convierte en un reto para los lectores más jóvenes», prosigue Saito. «Mishima fue un escritor con un rango de expresión increíblemente amplio. Si bien es cierto que escribió novelas complejas y exigentes , también produjo obras de entretenimiento que cautivaron al público general. En años recientes, estas últimas han experimentado una revalorización y han ganado mayor aprecio». Excelencia literaria y desafío al orden establecido representan dos dimensiones inextricables en la trayectoria de Mishima desde la aparición de su segunda novela, ‘Confesiones de una máscara’ . Esta recrea la juventud de un chico homosexual en el Japón de principios y mediados de siglo, autoficción repleta de intimidad sincrónica: su privilegiada sensibilidad amalgama orígenes familiares, canon occidental y pulsiones eróticas con la crisis nacional de identidad tras la derrota en la II Guerra Mundial.El fulgurante éxito del libro elevó al autor a la condición de celebridad antes de cumplir los 25. Pese al marcado conservadurismo japonés, la confesión de todo lo inadecuado en él le ganó aprobación y alabanza, tónica recurrente en una vida marcada por las contradicciones y los extremos.«La repercusión de ‘Confesiones de una máscara’ puede explicarse de dos maneras», comenta Eri Watanabe, profesora de Humanidades en la Universidad de Osaka. «En primer lugar, la sociedad japonesa mantiene una tradición de homosexualidad desde tiempos premodernos. Los jóvenes sacerdotes de los templos y los artistas, por ejemplo, a veces se asociaban con las autoridades políticas a través de una cultura homosexual masculina. Esta también ha estado presente en el Ejército. En ese sentido, Mishima se convirtió en la encarnación misma de la cultura militar nipona«, apunta. »En segundo lugar, la sociedad japonesa es una de las más sexualizadas y sexistas del mundo, y creo que ‘Confesiones de una máscara’ se consumía más como pornografía que como literatura homosexual problemática».Exposición sobre Mishima en el Colegio Gakushuin de TokioA partir de ahí, Mishima produjo un cuantioso y aclamado corpus compuesto de 35 novelas, 25 obras de teatro, 8 volúmenes de ensayos e incluso algún largometraje. Todo ello constituye un estudio de la belleza , cuyo esplendor máximo halla siempre al borde del aniquilamiento; noción a la que acabaría consagrando tanto su vida como su muerte, asentada en la tradición –el mundo samurái equiparaba ambos conceptos, insistía–, en sus lecturas –como el intelectual francés Georges Bataille– y, principalmente, en el contexto histórico de su infancia: el belicista Japón imperial que encarrilaba las perspectivas vitales de cualquier joven hacia el sacrificio en combate.Los ecos de esta obsesión resuenan con claridad iniciática en ‘Confesiones de una máscara’. Pese a su anhelo de convertirse en piloto kamikaze a destructiva gloria del emperador, cuando en febrero de 1945 se sometió al reconocimiento previo padecía un resfriado que el médico confundió con tuberculosis. En la novela narra cómo facilita el malentendido, hasta ser declarado «no apto para el servicio militar» y enviado de vuelta a casa. Su alter ego abandona el cuartel a la carrera, exultante. Quizá un arrepentimiento de por vida, quizá un efímero instante de autenticidad, quizá ambos.La década de los cincuenta terminaba y la prensa nipona ya se refería a Mishima como una ‘supasuta’, una superestrella . No había en el país artista más global, tampoco más japonés. Ahora bien, esa dualidad contenía, a su entender, un encarnizado conflicto ontológico. «Los escritores que conocen la lengua japonesa han llegado a su fin», lamentaba en una entrevista. «A partir de ahora, ya no tendremos autores que lleven dentro de su cuerpo la lengua de nuestros clásicos. El futuro será del internacionalismo».Esa sensación de pérdida catalizó su proceso de politización: un conservador vuelto reaccionario, paladín de la nostalgia que reacciona combativo ante la pérdida y, como tal, un seductor arquetipo tantas décadas después. Mishima rechazaba la subordinación a Estados Unidos y la occidentalización de Japón, pues creía que el materialismo capitalista venía a corromper el ‘kokutai’, la esencia patria y su tradición cultural específica. «Mishima empezó a hacer declaraciones políticas en la década de los sesenta. Hasta ese momento era tenido por un artista dedicado por entero a la literatura. Por esta razón, me parece lamentable que incluso obras anteriores a los cincuenta hayan sido a menudo interpretadas desde una perspectiva ideológica», defiende Saito.El influjo del fanatismo comenzó a adueñarse de su escritura a partir de entonces. En 1966, Mishima publicó ‘La voz de los espíritus heroicos’ , un relato que criticaba la renuncia del emperador Hirohito a su condición divina, por considerar que arrebataba el sentido a la inmolación de los kamikazes y otros jóvenes soldados durante la II Guerra Mundial. Dos años después estrenó la pieza teatral ‘Mi amigo Hitler’ , al cual llegó a interpretar él mismo, expresión de su benévola actitud ante el fascismo.«Hoy en día su figura sigue suscitando preguntas. ¿Cómo pudo llegar a profesar esas ideas y emprender esas acciones pese a haber sido bendecido con el mayor intelecto y talento literario de su generación?», plantea Watanabe. «Mishima encontró valor en tiempos de guerra, siempre llenos de tensión y muerte, donde la continuidad de la vida no estaba garantizada. Creía que el periodo de posguerra, aclamado como una liberación del fascismo, era por contra flácido y lo despreciaba por haber perdido esa tensión». Y con un símil resuelve: «Se le podría llamar el Céline de Japón ». Corría 1968 y el apresurado drama vital de Mishima iniciaba su desenlace. En octubre de ese año fundó la Tatenokai, la Sociedad del Escudo , una milicia privada financiada mediante sus regalías literarias y compuesta por un centenar de universitarios con formación en diversas disciplinas físicas. «El Ejército menos armado y más espiritual», encargado de defender la tradición. «Hay dos notas contradictorias en la identidad japonesa: la elegancia y la brutalidad», afirmaba de aquella. «Después de la guerra, la brutalidad ha quedado escondida». Para entonces, el autor ya preparaba en secreto su creación definitiva.El 25 de noviembre de 1970 Mishima salió de casa, dejando sobre el escritorio la página final de ‘La corrupción de un ángel’, el cuarto y último tomo de ‘El mar de la fertilidad’, su proyecto literario más ambicioso, un testamento ideológico sobre la singularidad cultural nipona, casi dos mil páginas que abarcan desde el conflicto ruso-japonés hasta su contemporaneidad. Todos los compromisos futuros en su agenda habían sido cancelados. Despacho donde descubrieron el cadáver de Mishima ABCAcompañado de cuatro miembros de la Tatenokai acudió al cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa. Una vez dentro inmovilizaron al comandante. Mishima salió al balcón, de pronto un escenario, desde donde llamó a las tropas a tomar las armas contra la Constitución para restituir la divinidad del emperador. Algunos militares congregados en el patio le ignoraron, otros se burlaron de él. «Creo que no me han oído», musitó al regresar al interior. Acto seguido, se arrodilló en el suelo y desenfundó el puñal.Su ‘harakiri’ supuso una violenta expresión de la tradición japonesa que conmocionó a una sociedad entregada al sosiego del pacifismo y la economía de mercado, ajena por completo a semejantes atavismos. Uno de sus biógrafos, John Nathan, aventuraba que la tentativa de levantamiento no fue más que un pretexto para la muerte ritual con la que Mishima siempre había soñado. Una obra de arte en sí misma . Sus elementos habían estado a la vista desde el principio, en ‘Confesiones de una máscara’. Soldados, sangre, muerte. Gloria. «No pasa nada si no me comprenden de inmediato, el Japón de dentro de cincuenta o cien años sí que me comprenderá», solía asegurar Mishima. Su manifiesto presagiaba el rearme de Japón. ¿Acaso un mundo cada vez más hostil acabe por darle, al menos en parte, la razón? «A diferencia del suicidio occidental, el ‘harakiri’ es una expresión de orgullo», proclamaba en una de sus últimas entrevistas. «En ocasiones te hace vencer». Escritor. Intelectual. Patriota. Golpista. No hay calificativo capaz de contener el genio de Yukio Mishima , el más célebre literato japonés del siglo XX. Hombre de armas y letras , conjuró su destino con la pluma y lo consumó con la espada, dejando tras de sí un legado tan problemático como fascinante. En el centenario de su nacimiento , su figura sigue desafiando la separación entre arte y artista, entre creación y vida.Kimitake Hiraoka nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, inicio de tan extraordinaria existencia que exige ser narrada en orden inverso. Cuarenta y cinco años después y bajo otro nombre, este introducía el filo de un puñal en sus entrañas; un ‘harakiri’ a modo de punto final tras haber fracasado en su intento de provocar un levantamiento militar contra el orden constitucional. Entremedias, una obra eterna en pugna con su fugaz biografía. Noticia Relacionada Revelado cuatro siglos después estandar Si El ritual secreto de la decapitación de los guerreros samuráis Israel Viana « Yukio Mishima sigue siendo uno de los autores más conocidos del Japón moderno», sostiene Masao Saito, profesor de Literatura Japonesa en la Universidad de Osaka. «De hecho, sus libros se leen más que los de Yasunari Kawabata o Kenzaburo Oe , ambos ganadores del Nobel de Literatura ». Hasta en cinco ocasiones entre 1963 y 1968 fue Mishima nominado al galardón, pero su radicalismo político frustró cada tentativa. Ese último año la distinción recayó en su mentor, Kawabata. «Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima», confesaba aquel. «Un talento literario como el suyo solo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos».Este desprestigio opaca todavía la grandeza artística de Mishima en su tierra natal, aunque en opinión de Saito cada vez menos. «Sus opiniones políticas y la dramática forma en que murió han influido en la percepción de su trabajo, impidiendo en ocasiones una evaluación objetiva. Con el paso del tiempo, es posible que estemos entrando en una nueva etapa». El académico destaca, por ejemplo, la reciente reimpresión de la novela ‘Una vida en venta’ –publicada en España por Alianza Editorial, como la mayoría–, la cual ha logrado 300.000 ejemplares vendidos y una adaptación cinematográfica. Ceremonia en Tokio en 2010 en el 40 aniversario de su suicidio Afp«A pesar de su importancia histórica en la literatura japonesa, los libros de Mishima pueden resultar bastante difíciles de entender, lo que hoy en día los convierte en un reto para los lectores más jóvenes», prosigue Saito. «Mishima fue un escritor con un rango de expresión increíblemente amplio. Si bien es cierto que escribió novelas complejas y exigentes , también produjo obras de entretenimiento que cautivaron al público general. En años recientes, estas últimas han experimentado una revalorización y han ganado mayor aprecio». Excelencia literaria y desafío al orden establecido representan dos dimensiones inextricables en la trayectoria de Mishima desde la aparición de su segunda novela, ‘Confesiones de una máscara’ . Esta recrea la juventud de un chico homosexual en el Japón de principios y mediados de siglo, autoficción repleta de intimidad sincrónica: su privilegiada sensibilidad amalgama orígenes familiares, canon occidental y pulsiones eróticas con la crisis nacional de identidad tras la derrota en la II Guerra Mundial.El fulgurante éxito del libro elevó al autor a la condición de celebridad antes de cumplir los 25. Pese al marcado conservadurismo japonés, la confesión de todo lo inadecuado en él le ganó aprobación y alabanza, tónica recurrente en una vida marcada por las contradicciones y los extremos.«La repercusión de ‘Confesiones de una máscara’ puede explicarse de dos maneras», comenta Eri Watanabe, profesora de Humanidades en la Universidad de Osaka. «En primer lugar, la sociedad japonesa mantiene una tradición de homosexualidad desde tiempos premodernos. Los jóvenes sacerdotes de los templos y los artistas, por ejemplo, a veces se asociaban con las autoridades políticas a través de una cultura homosexual masculina. Esta también ha estado presente en el Ejército. En ese sentido, Mishima se convirtió en la encarnación misma de la cultura militar nipona«, apunta. »En segundo lugar, la sociedad japonesa es una de las más sexualizadas y sexistas del mundo, y creo que ‘Confesiones de una máscara’ se consumía más como pornografía que como literatura homosexual problemática».Exposición sobre Mishima en el Colegio Gakushuin de TokioA partir de ahí, Mishima produjo un cuantioso y aclamado corpus compuesto de 35 novelas, 25 obras de teatro, 8 volúmenes de ensayos e incluso algún largometraje. Todo ello constituye un estudio de la belleza , cuyo esplendor máximo halla siempre al borde del aniquilamiento; noción a la que acabaría consagrando tanto su vida como su muerte, asentada en la tradición –el mundo samurái equiparaba ambos conceptos, insistía–, en sus lecturas –como el intelectual francés Georges Bataille– y, principalmente, en el contexto histórico de su infancia: el belicista Japón imperial que encarrilaba las perspectivas vitales de cualquier joven hacia el sacrificio en combate.Los ecos de esta obsesión resuenan con claridad iniciática en ‘Confesiones de una máscara’. Pese a su anhelo de convertirse en piloto kamikaze a destructiva gloria del emperador, cuando en febrero de 1945 se sometió al reconocimiento previo padecía un resfriado que el médico confundió con tuberculosis. En la novela narra cómo facilita el malentendido, hasta ser declarado «no apto para el servicio militar» y enviado de vuelta a casa. Su alter ego abandona el cuartel a la carrera, exultante. Quizá un arrepentimiento de por vida, quizá un efímero instante de autenticidad, quizá ambos.La década de los cincuenta terminaba y la prensa nipona ya se refería a Mishima como una ‘supasuta’, una superestrella . No había en el país artista más global, tampoco más japonés. Ahora bien, esa dualidad contenía, a su entender, un encarnizado conflicto ontológico. «Los escritores que conocen la lengua japonesa han llegado a su fin», lamentaba en una entrevista. «A partir de ahora, ya no tendremos autores que lleven dentro de su cuerpo la lengua de nuestros clásicos. El futuro será del internacionalismo».Esa sensación de pérdida catalizó su proceso de politización: un conservador vuelto reaccionario, paladín de la nostalgia que reacciona combativo ante la pérdida y, como tal, un seductor arquetipo tantas décadas después. Mishima rechazaba la subordinación a Estados Unidos y la occidentalización de Japón, pues creía que el materialismo capitalista venía a corromper el ‘kokutai’, la esencia patria y su tradición cultural específica. «Mishima empezó a hacer declaraciones políticas en la década de los sesenta. Hasta ese momento era tenido por un artista dedicado por entero a la literatura. Por esta razón, me parece lamentable que incluso obras anteriores a los cincuenta hayan sido a menudo interpretadas desde una perspectiva ideológica», defiende Saito.El influjo del fanatismo comenzó a adueñarse de su escritura a partir de entonces. En 1966, Mishima publicó ‘La voz de los espíritus heroicos’ , un relato que criticaba la renuncia del emperador Hirohito a su condición divina, por considerar que arrebataba el sentido a la inmolación de los kamikazes y otros jóvenes soldados durante la II Guerra Mundial. Dos años después estrenó la pieza teatral ‘Mi amigo Hitler’ , al cual llegó a interpretar él mismo, expresión de su benévola actitud ante el fascismo.«Hoy en día su figura sigue suscitando preguntas. ¿Cómo pudo llegar a profesar esas ideas y emprender esas acciones pese a haber sido bendecido con el mayor intelecto y talento literario de su generación?», plantea Watanabe. «Mishima encontró valor en tiempos de guerra, siempre llenos de tensión y muerte, donde la continuidad de la vida no estaba garantizada. Creía que el periodo de posguerra, aclamado como una liberación del fascismo, era por contra flácido y lo despreciaba por haber perdido esa tensión». Y con un símil resuelve: «Se le podría llamar el Céline de Japón ». Corría 1968 y el apresurado drama vital de Mishima iniciaba su desenlace. En octubre de ese año fundó la Tatenokai, la Sociedad del Escudo , una milicia privada financiada mediante sus regalías literarias y compuesta por un centenar de universitarios con formación en diversas disciplinas físicas. «El Ejército menos armado y más espiritual», encargado de defender la tradición. «Hay dos notas contradictorias en la identidad japonesa: la elegancia y la brutalidad», afirmaba de aquella. «Después de la guerra, la brutalidad ha quedado escondida». Para entonces, el autor ya preparaba en secreto su creación definitiva.El 25 de noviembre de 1970 Mishima salió de casa, dejando sobre el escritorio la página final de ‘La corrupción de un ángel’, el cuarto y último tomo de ‘El mar de la fertilidad’, su proyecto literario más ambicioso, un testamento ideológico sobre la singularidad cultural nipona, casi dos mil páginas que abarcan desde el conflicto ruso-japonés hasta su contemporaneidad. Todos los compromisos futuros en su agenda habían sido cancelados. Despacho donde descubrieron el cadáver de Mishima ABCAcompañado de cuatro miembros de la Tatenokai acudió al cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa. Una vez dentro inmovilizaron al comandante. Mishima salió al balcón, de pronto un escenario, desde donde llamó a las tropas a tomar las armas contra la Constitución para restituir la divinidad del emperador. Algunos militares congregados en el patio le ignoraron, otros se burlaron de él. «Creo que no me han oído», musitó al regresar al interior. Acto seguido, se arrodilló en el suelo y desenfundó el puñal.Su ‘harakiri’ supuso una violenta expresión de la tradición japonesa que conmocionó a una sociedad entregada al sosiego del pacifismo y la economía de mercado, ajena por completo a semejantes atavismos. Uno de sus biógrafos, John Nathan, aventuraba que la tentativa de levantamiento no fue más que un pretexto para la muerte ritual con la que Mishima siempre había soñado. Una obra de arte en sí misma . Sus elementos habían estado a la vista desde el principio, en ‘Confesiones de una máscara’. Soldados, sangre, muerte. Gloria. «No pasa nada si no me comprenden de inmediato, el Japón de dentro de cincuenta o cien años sí que me comprenderá», solía asegurar Mishima. Su manifiesto presagiaba el rearme de Japón. ¿Acaso un mundo cada vez más hostil acabe por darle, al menos en parte, la razón? «A diferencia del suicidio occidental, el ‘harakiri’ es una expresión de orgullo», proclamaba en una de sus últimas entrevistas. «En ocasiones te hace vencer».
Escritor. Intelectual. Patriota. Golpista. No hay calificativo capaz de contener el genio de Yukio Mishima, el más célebre literato japonés del siglo XX. Hombre de armas y letras, conjuró su destino con la pluma y lo consumó con la espada, dejando tras de … sí un legado tan problemático como fascinante. En el centenario de su nacimiento, su figura sigue desafiando la separación entre arte y artista, entre creación y vida.
Kimitake Hiraoka nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, inicio de tan extraordinaria existencia que exige ser narrada en orden inverso. Cuarenta y cinco años después y bajo otro nombre, este introducía el filo de un puñal en sus entrañas; un ‘harakiri’ a modo de punto final tras haber fracasado en su intento de provocar un levantamiento militar contra el orden constitucional. Entremedias, una obra eterna en pugna con su fugaz biografía.
«Yukio Mishima sigue siendo uno de los autores más conocidos del Japón moderno», sostiene Masao Saito, profesor de Literatura Japonesa en la Universidad de Osaka. «De hecho, sus libros se leen más que los de Yasunari Kawabata o Kenzaburo Oe, ambos ganadores del Nobel de Literatura». Hasta en cinco ocasiones entre 1963 y 1968 fue Mishima nominado al galardón, pero su radicalismo político frustró cada tentativa. Ese último año la distinción recayó en su mentor, Kawabata. «Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima», confesaba aquel. «Un talento literario como el suyo solo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos».
Este desprestigio opaca todavía la grandeza artística de Mishima en su tierra natal, aunque en opinión de Saito cada vez menos. «Sus opiniones políticas y la dramática forma en que murió han influido en la percepción de su trabajo, impidiendo en ocasiones una evaluación objetiva. Con el paso del tiempo, es posible que estemos entrando en una nueva etapa». El académico destaca, por ejemplo, la reciente reimpresión de la novela ‘Una vida en venta’ –publicada en España por Alianza Editorial, como la mayoría–, la cual ha logrado 300.000 ejemplares vendidos y una adaptación cinematográfica.
Afp
«A pesar de su importancia histórica en la literatura japonesa, los libros de Mishima pueden resultar bastante difíciles de entender, lo que hoy en día los convierte en un reto para los lectores más jóvenes», prosigue Saito. «Mishima fue un escritor con un rango de expresión increíblemente amplio. Si bien es cierto que escribió novelas complejas y exigentes, también produjo obras de entretenimiento que cautivaron al público general. En años recientes, estas últimas han experimentado una revalorización y han ganado mayor aprecio».
Excelencia literaria y desafío al orden establecido representan dos dimensiones inextricables en la trayectoria de Mishima desde la aparición de su segunda novela, ‘Confesiones de una máscara’. Esta recrea la juventud de un chico homosexual en el Japón de principios y mediados de siglo, autoficción repleta de intimidad sincrónica: su privilegiada sensibilidad amalgama orígenes familiares, canon occidental y pulsiones eróticas con la crisis nacional de identidad tras la derrota en la II Guerra Mundial.
El fulgurante éxito del libro elevó al autor a la condición de celebridad antes de cumplir los 25. Pese al marcado conservadurismo japonés, la confesión de todo lo inadecuado en él le ganó aprobación y alabanza, tónica recurrente en una vida marcada por las contradicciones y los extremos.
«La repercusión de ‘Confesiones de una máscara’ puede explicarse de dos maneras», comenta Eri Watanabe, profesora de Humanidades en la Universidad de Osaka. «En primer lugar, la sociedad japonesa mantiene una tradición de homosexualidad desde tiempos premodernos. Los jóvenes sacerdotes de los templos y los artistas, por ejemplo, a veces se asociaban con las autoridades políticas a través de una cultura homosexual masculina. Esta también ha estado presente en el Ejército. En ese sentido, Mishima se convirtió en la encarnación misma de la cultura militar nipona«, apunta. »En segundo lugar, la sociedad japonesa es una de las más sexualizadas y sexistas del mundo, y creo que ‘Confesiones de una máscara’ se consumía más como pornografía que como literatura homosexual problemática».
A partir de ahí, Mishima produjo un cuantioso y aclamado corpus compuesto de 35 novelas, 25 obras de teatro, 8 volúmenes de ensayos e incluso algún largometraje. Todo ello constituye un estudio de la belleza, cuyo esplendor máximo halla siempre al borde del aniquilamiento; noción a la que acabaría consagrando tanto su vida como su muerte, asentada en la tradición –el mundo samurái equiparaba ambos conceptos, insistía–, en sus lecturas –como el intelectual francés Georges Bataille– y, principalmente, en el contexto histórico de su infancia: el belicista Japón imperial que encarrilaba las perspectivas vitales de cualquier joven hacia el sacrificio en combate.
Los ecos de esta obsesión resuenan con claridad iniciática en ‘Confesiones de una máscara’. Pese a su anhelo de convertirse en piloto kamikaze a destructiva gloria del emperador, cuando en febrero de 1945 se sometió al reconocimiento previo padecía un resfriado que el médico confundió con tuberculosis. En la novela narra cómo facilita el malentendido, hasta ser declarado «no apto para el servicio militar» y enviado de vuelta a casa. Su alter ego abandona el cuartel a la carrera, exultante. Quizá un arrepentimiento de por vida, quizá un efímero instante de autenticidad, quizá ambos.
La década de los cincuenta terminaba y la prensa nipona ya se refería a Mishima como una ‘supasuta’, una superestrella. No había en el país artista más global, tampoco más japonés. Ahora bien, esa dualidad contenía, a su entender, un encarnizado conflicto ontológico. «Los escritores que conocen la lengua japonesa han llegado a su fin», lamentaba en una entrevista. «A partir de ahora, ya no tendremos autores que lleven dentro de su cuerpo la lengua de nuestros clásicos. El futuro será del internacionalismo».
Esa sensación de pérdida catalizó su proceso de politización: un conservador vuelto reaccionario, paladín de la nostalgia que reacciona combativo ante la pérdida y, como tal, un seductor arquetipo tantas décadas después. Mishima rechazaba la subordinación a Estados Unidos y la occidentalización de Japón, pues creía que el materialismo capitalista venía a corromper el ‘kokutai’, la esencia patria y su tradición cultural específica. «Mishima empezó a hacer declaraciones políticas en la década de los sesenta. Hasta ese momento era tenido por un artista dedicado por entero a la literatura. Por esta razón, me parece lamentable que incluso obras anteriores a los cincuenta hayan sido a menudo interpretadas desde una perspectiva ideológica», defiende Saito.
El influjo del fanatismo comenzó a adueñarse de su escritura a partir de entonces. En 1966, Mishima publicó ‘La voz de los espíritus heroicos’, un relato que criticaba la renuncia del emperador Hirohito a su condición divina, por considerar que arrebataba el sentido a la inmolación de los kamikazes y otros jóvenes soldados durante la II Guerra Mundial. Dos años después estrenó la pieza teatral ‘Mi amigo Hitler’, al cual llegó a interpretar él mismo, expresión de su benévola actitud ante el fascismo.
«Hoy en día su figura sigue suscitando preguntas. ¿Cómo pudo llegar a profesar esas ideas y emprender esas acciones pese a haber sido bendecido con el mayor intelecto y talento literario de su generación?», plantea Watanabe. «Mishima encontró valor en tiempos de guerra, siempre llenos de tensión y muerte, donde la continuidad de la vida no estaba garantizada. Creía que el periodo de posguerra, aclamado como una liberación del fascismo, era por contra flácido y lo despreciaba por haber perdido esa tensión». Y con un símil resuelve: «Se le podría llamar el Céline de Japón».
Corría 1968 y el apresurado drama vital de Mishima iniciaba su desenlace. En octubre de ese año fundó la Tatenokai, la Sociedad del Escudo, una milicia privada financiada mediante sus regalías literarias y compuesta por un centenar de universitarios con formación en diversas disciplinas físicas. «El Ejército menos armado y más espiritual», encargado de defender la tradición. «Hay dos notas contradictorias en la identidad japonesa: la elegancia y la brutalidad», afirmaba de aquella. «Después de la guerra, la brutalidad ha quedado escondida». Para entonces, el autor ya preparaba en secreto su creación definitiva.
El 25 de noviembre de 1970 Mishima salió de casa, dejando sobre el escritorio la página final de ‘La corrupción de un ángel’, el cuarto y último tomo de ‘El mar de la fertilidad’, su proyecto literario más ambicioso, un testamento ideológico sobre la singularidad cultural nipona, casi dos mil páginas que abarcan desde el conflicto ruso-japonés hasta su contemporaneidad. Todos los compromisos futuros en su agenda habían sido cancelados.
ABC
Acompañado de cuatro miembros de la Tatenokai acudió al cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa. Una vez dentro inmovilizaron al comandante. Mishima salió al balcón, de pronto un escenario, desde donde llamó a las tropas a tomar las armas contra la Constitución para restituir la divinidad del emperador. Algunos militares congregados en el patio le ignoraron, otros se burlaron de él. «Creo que no me han oído», musitó al regresar al interior. Acto seguido, se arrodilló en el suelo y desenfundó el puñal.
Su ‘harakiri’ supuso una violenta expresión de la tradición japonesa que conmocionó a una sociedad entregada al sosiego del pacifismo y la economía de mercado, ajena por completo a semejantes atavismos. Uno de sus biógrafos, John Nathan, aventuraba que la tentativa de levantamiento no fue más que un pretexto para la muerte ritual con la que Mishima siempre había soñado. Una obra de arte en sí misma. Sus elementos habían estado a la vista desde el principio, en ‘Confesiones de una máscara’. Soldados, sangre, muerte. Gloria. «No pasa nada si no me comprenden de inmediato, el Japón de dentro de cincuenta o cien años sí que me comprenderá», solía asegurar Mishima. Su manifiesto presagiaba el rearme de Japón. ¿Acaso un mundo cada vez más hostil acabe por darle, al menos en parte, la razón? «A diferencia del suicidio occidental, el ‘harakiri’ es una expresión de orgullo», proclamaba en una de sus últimas entrevistas. «En ocasiones te hace vencer».
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