En la batalla cultural nadie lucha por la cultura: esto hay que decirlo más. La reacción furibunda (y legal) a la estampita taurina de Lalachus en las campanadas de Televisión Española es la enésima constatación de que muchos de los que llevan años denunciando las cancelaciones de la izquierda y el fin de la civilización occidental no están preocupados por la erosión de la libertad de expresión ni por la proliferación de los impulsos censores, sino por el hecho de que no son ellos quienes ostentan el poder de dar voz y quitarla: hablan con más envidia que inquietud. Así, lo que rige es una suerte de ley marcial según la cual hay que imitar los medios del rival, e incluso subir la apuesta, en una dinámica que termina, de momento, con un afamado filósofo llamando gorda a una humorista y quejándose de que, con la polarización, la gente iguala a los polos como si estos fueran igualmente rechazables. Es lo que ocurre cuando sigues la misma lógica que tu adversario (ya enemigo).El principal logro de la batalla cultural ha sido embarrar hasta la última esquina del espacio público: o sea, nivelarlo, pero a la baja, amortizar el VAR de la ofensa y la indignación, aplicar el algoritmo del cabreo más allá de la pantalla, descartar el argumento en favor del eslogan, primero, y del insulto, después. Da igual el tema: todo es trinchera. Discutimos de televisión como quien discute de política, y los gustos culturales son vistos como posicionamientos partidistas. Los platós de las tertulias se van asemejando cada vez más al Congreso, y cada vez más indiscretamente, quizás porque la puerta giratoria entre los medios de comunicación y los partidos funciona a la perfección en las dos direcciones. El mundo, poco a poco, se ha ido convirtiendo en un lugar más aburrido, más gris, más predecible en su lógica desquiciada. Más triste. Menos gracioso, aunque más risible.Tras los atentados de Charlie Hebdo, la rabina francesa Delphine Horvilleur escribió: «¿Qué Dios ‘grande’ se torna tan miserablemente ‘menor’ como para necesitar que unos hombres salvaguarden su honor? Pensar que Dios se ofende porque se burlen de Él, ¿no es acaso la mayor profanación que puede haber? Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él». ¿Y no ocurre lo mismo con los hombres? En la batalla cultural nadie lucha por la cultura: esto hay que decirlo más. La reacción furibunda (y legal) a la estampita taurina de Lalachus en las campanadas de Televisión Española es la enésima constatación de que muchos de los que llevan años denunciando las cancelaciones de la izquierda y el fin de la civilización occidental no están preocupados por la erosión de la libertad de expresión ni por la proliferación de los impulsos censores, sino por el hecho de que no son ellos quienes ostentan el poder de dar voz y quitarla: hablan con más envidia que inquietud. Así, lo que rige es una suerte de ley marcial según la cual hay que imitar los medios del rival, e incluso subir la apuesta, en una dinámica que termina, de momento, con un afamado filósofo llamando gorda a una humorista y quejándose de que, con la polarización, la gente iguala a los polos como si estos fueran igualmente rechazables. Es lo que ocurre cuando sigues la misma lógica que tu adversario (ya enemigo).El principal logro de la batalla cultural ha sido embarrar hasta la última esquina del espacio público: o sea, nivelarlo, pero a la baja, amortizar el VAR de la ofensa y la indignación, aplicar el algoritmo del cabreo más allá de la pantalla, descartar el argumento en favor del eslogan, primero, y del insulto, después. Da igual el tema: todo es trinchera. Discutimos de televisión como quien discute de política, y los gustos culturales son vistos como posicionamientos partidistas. Los platós de las tertulias se van asemejando cada vez más al Congreso, y cada vez más indiscretamente, quizás porque la puerta giratoria entre los medios de comunicación y los partidos funciona a la perfección en las dos direcciones. El mundo, poco a poco, se ha ido convirtiendo en un lugar más aburrido, más gris, más predecible en su lógica desquiciada. Más triste. Menos gracioso, aunque más risible.Tras los atentados de Charlie Hebdo, la rabina francesa Delphine Horvilleur escribió: «¿Qué Dios ‘grande’ se torna tan miserablemente ‘menor’ como para necesitar que unos hombres salvaguarden su honor? Pensar que Dios se ofende porque se burlen de Él, ¿no es acaso la mayor profanación que puede haber? Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él». ¿Y no ocurre lo mismo con los hombres?
Televidente
«Resulta que muchos de los que llevan años denunciando las cancelaciones de la izquierda solo tenían envidia»
En la batalla cultural nadie lucha por la cultura: esto hay que decirlo más. La reacción furibunda (y legal) a la estampita taurina de Lalachus en las campanadas de Televisión Española es la enésima constatación de que muchos de los que llevan años denunciando las …
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