Cuando empiezan a suceder cosas raras en Poltergeist, la madre de Carol Anne le coloca un casco de rugby y observa divertidísima cómo la niña es desplazada por el suelo por una extraña fuerza. Antes de que las cosas se pongan feas, la actitud de la familia ante lo inexplicable es de cierto jolgorio. Algo que, a pesar de su temática fantástica (por ahora), la hacía creíble. Lo recordé el lunes ante el enésimo fin del mundo tal como lo conocemos.
Lo que se vivió el lunes en muchas calles se parecía más al jolgorio que se montaba en el instituto cuando alguna avería nos sacaba de las clases que al lúgubre fin del mundo que anunciaban en televisión los sospechosos habituales
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Lo que se vivió el lunes en muchas calles se parecía más al jolgorio que se montaba en el instituto cuando alguna avería nos sacaba de las clases que al lúgubre fin del mundo que anunciaban en televisión los sospechosos habituales


Cuando empiezan a suceder cosas raras en Poltergeist, la madre de Carol Anne le coloca un casco de rugby y observa divertidísima cómo la niña es desplazada por el suelo por una extraña fuerza. Antes de que las cosas se pongan feas, la actitud de la familia ante lo inexplicable es de cierto jolgorio. Algo que, a pesar de su temática fantástica (por ahora), la hacía creíble. Lo recordé el lunes ante el enésimo fin del mundo tal como lo conocemos.
Cuando se fue la luz, al desconcierto ante la idea de una avería global le sucedió la alegría indisimulada de los que, por su dependencia de la tecnología, se vieron libres del trabajo a media mañana y tomaron unas calles invadidas ya por una jarana similar a la que se montaba en el instituto cuando alguna avería interrumpía las clases. A pesar de que a muchos les habría encantado, no hubo turbas. En mi barrio, la gente hizo cola pacientemente frente a la ferretería mientras contemplaban las radios y linternas del escaparate con el mismo fervor que Holly Golightly miraba el de Tiffany’s. Reinaba tanto orden, que en el día que no hubo semáforos no escuché ni un frenazo.
Tampoco hubo grescas en los bares. Sólo camareras diligentes que advertían que conservásemos el vaso porque no funcionaba el lavavajillas y que estarían allí hasta que se acabase la bebida fría. En el que yo estaba apareció la televisión, ávida de algún titular dramático, pero la única noticia era la falta de noticias. La gente estaba radiante, conversando y haciendo chistes, porque no podían hacer memes. Y así seguían seis horas después, cuando la vida se reinició, aunque nadie le hizo mucho caso porque estaban tan a gustito. Si algo nos dejaron claro los primeros días de la pandemia es que, como la madre de Carol Anne, podemos encontrarle el puntito a cualquier apocalipsis que nos saque un ratito del tedio cotidiano.
Una alegría la que se vivió en las calles de mi ciudad —una ciudad pequeña en la que no hay aeropuertos ni grandes aglomeraciones— que contrastaba con el rictus findelmundista con el que informaron Horizonte y Código 10. Los elegidos para contar la actualidad en lugar de Carlos Franganillo. Al día siguiente, Ana Rosa Quintana abrió el programa a oscuras porque, al contrario que Carol Anne, ella nunca camina hacia la luz, y cargando toda la responsabilidad sobre Pedro Sánchez. ¡Chupito! Nadie esperaba otra cosa. La normalidad había vuelto. Aunque ya no tengamos claro qué es la normalidad.
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Sobre la firma

Eva Güimil (Mieres, 1972) ha sido directora y guionista de diversos formatos de la televisión autonómica asturiana. Escribe sobre televisión en EL PAÍS y ha colaborado con las ediciones digitales de Icon y ‘Vanity Fair’. Ha publicado la biografía de Mecano ‘En tu fiesta me colé’.
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