El programa ‘Un, dos, tres’ es un clásico de la tele, o sea, un clásico de la memoria, un campeón del porvenir de la nostalgia. Pero a ratos resucita, porque se concreta algún aniversario, o bien porque alguna azafata va y se atreve y cuenta que aquello no era una fiesta, y que Chicho era un borde, como ocurre ahora. Viene la queja o reproche en alguna revista. De Chicho siempre se han dicho muchas cosas, incluso buenas, aunque ahora toca lo contrario. Yo estos cabreos retroactivos los celebro mucho, porque me alegran el día, trayendo de repente aquel programa de variedades, donde a veces hasta algún concursante se ganaba un apartamento en Torrevieja. El primer programa ocurrió en 1972, y luego cundió, intermitentemente, durante diez temporadas de plenitud. Se fue, pero casi no se ha ido. Las azafatas constaban de gafas inútiles y minifaldas mitológicas. Las gafas casi eran más grandes que la falda escueta de vuelo, que era más vuelo que falda. Intuyo que los españoles iniciamos la cátedra de mirones de buenas piernas con las azafatas de este concurso, que ahora que lo pienso más bien ni llevaban minifalda. Los españoles fueron unos mirones domiciliares, veniales y conyugales que adoraban a aquellas minifalderas como si todas fueran suecas. Y luego dicen que la tele no promueve la imaginación. Al menos, la tele de entonces, cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados. Qué programa, este de Chicho. Cuando lo emitían, era una algarabía familiar, como un cumpleaños sin cumpleaños, como una champions de variedades, como un porno para todas las edades. En algún día, ya remoto, entrevisté yo a alguna de las guapas talentosas del elenco de Chicho, y ahí al plató iba, como un doble enamorado, porque iba enamorado del periodismo y también de la chica en cuestión, que se llamaba Kim Manning, o quizá Silvia Marsó. En aquellos setenta represados, y no digamos en los desabrochados ochenta, nos enamorábamos todos los días. Puedo presumir de haber trabajado, ocasionalmente, para el ‘Un, dos, tres’, porque me inmiscuí entre sus lozanas, andaluzas o no, suecas o no, grabadora en mano, y siempre tenía una entrevista pendiente, porque las azafatas cambiaban en cuanto se hacían archifamosas, que era enseguida. Eran la zona lírica, recálida y dulcísima del programa, y luego estaba la zona ‘negativa’, con los Tacañones o la calabaza Ruperta. En el último tercio, ‘La subasta’, nos iban echando cómicos de chiste de barbacoa, o bien ingenios más finos. En medio de todo estuvo Kiko Ledgard, primero, y luego Mayra Gómez Kemp, que sabía de todo, y gastaba cronómetro de profesionalidad. Mayra ha sido una cubana del barrio madrileño de Argüelles, y tuvo eso incógnito, grato e indiscernible que los expertos llaman el don de la comunicación. Relevó al incalculable Kiko Ledgard, y cada presentador superaba al anterior, que ya era superar, y así hasta llegar a la abrileña Miriam Díaz Aroca, que llevó la batuta de este show en sus tiempos últimos, pero siempre pujantes. El ‘Un, dos, tres’ nos presentó a Victoria Abril, a Nina, a Paula Vázquez. Allí cundió Sabrina Salerno, con corpiño inútil. El ‘Un, dos, tres’ no volverá, pero sí vuelve, a bordo de un aniversario, o de un reproche. Y con él sus musas, que fueron un verano del talento en minifalda. Para tantos años, para siempre. El programa ‘Un, dos, tres’ es un clásico de la tele, o sea, un clásico de la memoria, un campeón del porvenir de la nostalgia. Pero a ratos resucita, porque se concreta algún aniversario, o bien porque alguna azafata va y se atreve y cuenta que aquello no era una fiesta, y que Chicho era un borde, como ocurre ahora. Viene la queja o reproche en alguna revista. De Chicho siempre se han dicho muchas cosas, incluso buenas, aunque ahora toca lo contrario. Yo estos cabreos retroactivos los celebro mucho, porque me alegran el día, trayendo de repente aquel programa de variedades, donde a veces hasta algún concursante se ganaba un apartamento en Torrevieja. El primer programa ocurrió en 1972, y luego cundió, intermitentemente, durante diez temporadas de plenitud. Se fue, pero casi no se ha ido. Las azafatas constaban de gafas inútiles y minifaldas mitológicas. Las gafas casi eran más grandes que la falda escueta de vuelo, que era más vuelo que falda. Intuyo que los españoles iniciamos la cátedra de mirones de buenas piernas con las azafatas de este concurso, que ahora que lo pienso más bien ni llevaban minifalda. Los españoles fueron unos mirones domiciliares, veniales y conyugales que adoraban a aquellas minifalderas como si todas fueran suecas. Y luego dicen que la tele no promueve la imaginación. Al menos, la tele de entonces, cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados. Qué programa, este de Chicho. Cuando lo emitían, era una algarabía familiar, como un cumpleaños sin cumpleaños, como una champions de variedades, como un porno para todas las edades. En algún día, ya remoto, entrevisté yo a alguna de las guapas talentosas del elenco de Chicho, y ahí al plató iba, como un doble enamorado, porque iba enamorado del periodismo y también de la chica en cuestión, que se llamaba Kim Manning, o quizá Silvia Marsó. En aquellos setenta represados, y no digamos en los desabrochados ochenta, nos enamorábamos todos los días. Puedo presumir de haber trabajado, ocasionalmente, para el ‘Un, dos, tres’, porque me inmiscuí entre sus lozanas, andaluzas o no, suecas o no, grabadora en mano, y siempre tenía una entrevista pendiente, porque las azafatas cambiaban en cuanto se hacían archifamosas, que era enseguida. Eran la zona lírica, recálida y dulcísima del programa, y luego estaba la zona ‘negativa’, con los Tacañones o la calabaza Ruperta. En el último tercio, ‘La subasta’, nos iban echando cómicos de chiste de barbacoa, o bien ingenios más finos. En medio de todo estuvo Kiko Ledgard, primero, y luego Mayra Gómez Kemp, que sabía de todo, y gastaba cronómetro de profesionalidad. Mayra ha sido una cubana del barrio madrileño de Argüelles, y tuvo eso incógnito, grato e indiscernible que los expertos llaman el don de la comunicación. Relevó al incalculable Kiko Ledgard, y cada presentador superaba al anterior, que ya era superar, y así hasta llegar a la abrileña Miriam Díaz Aroca, que llevó la batuta de este show en sus tiempos últimos, pero siempre pujantes. El ‘Un, dos, tres’ nos presentó a Victoria Abril, a Nina, a Paula Vázquez. Allí cundió Sabrina Salerno, con corpiño inútil. El ‘Un, dos, tres’ no volverá, pero sí vuelve, a bordo de un aniversario, o de un reproche. Y con él sus musas, que fueron un verano del talento en minifalda. Para tantos años, para siempre.
LA DORADA TRIBU
El concurso nos presentó a Victoria Abril, a Nina, a Paula Vázquez. No volverá, pero sí vuelve, a bordo de un aniversario, o de un reproche. Y con él sus musas, un verano del talento en minifalda
El programa ‘Un, dos, tres’ es un clásico de la tele, o sea, un clásico de la memoria, un campeón del porvenir de la nostalgia. Pero a ratos resucita, porque se concreta algún aniversario, o bien porque alguna azafata va y se atreve y cuenta … que aquello no era una fiesta, y que Chicho era un borde, como ocurre ahora. Viene la queja o reproche en alguna revista. De Chicho siempre se han dicho muchas cosas, incluso buenas, aunque ahora toca lo contrario. Yo estos cabreos retroactivos los celebro mucho, porque me alegran el día, trayendo de repente aquel programa de variedades, donde a veces hasta algún concursante se ganaba un apartamento en Torrevieja.
El primer programa ocurrió en 1972, y luego cundió, intermitentemente, durante diez temporadas de plenitud. Se fue, pero casi no se ha ido. Las azafatas constaban de gafas inútiles y minifaldas mitológicas. Las gafas casi eran más grandes que la falda escueta de vuelo, que era más vuelo que falda. Intuyo que los españoles iniciamos la cátedra de mirones de buenas piernas con las azafatas de este concurso, que ahora que lo pienso más bien ni llevaban minifalda. Los españoles fueron unos mirones domiciliares, veniales y conyugales que adoraban a aquellas minifalderas como si todas fueran suecas. Y luego dicen que la tele no promueve la imaginación. Al menos, la tele de entonces, cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados. Qué programa, este de Chicho.
Cuando lo emitían, era una algarabía familiar, como un cumpleaños sin cumpleaños, como una champions de variedades, como un porno para todas las edades. En algún día, ya remoto, entrevisté yo a alguna de las guapas talentosas del elenco de Chicho, y ahí al plató iba, como un doble enamorado, porque iba enamorado del periodismo y también de la chica en cuestión, que se llamaba Kim Manning, o quizá Silvia Marsó. En aquellos setenta represados, y no digamos en los desabrochados ochenta, nos enamorábamos todos los días. Puedo presumir de haber trabajado, ocasionalmente, para el ‘Un, dos, tres’, porque me inmiscuí entre sus lozanas, andaluzas o no, suecas o no, grabadora en mano, y siempre tenía una entrevista pendiente, porque las azafatas cambiaban en cuanto se hacían archifamosas, que era enseguida. Eran la zona lírica, recálida y dulcísima del programa, y luego estaba la zona ‘negativa’, con los Tacañones o la calabaza Ruperta. En el último tercio, ‘La subasta’, nos iban echando cómicos de chiste de barbacoa, o bien ingenios más finos.
En medio de todo estuvo Kiko Ledgard, primero, y luego Mayra Gómez Kemp, que sabía de todo, y gastaba cronómetro de profesionalidad. Mayra ha sido una cubana del barrio madrileño de Argüelles, y tuvo eso incógnito, grato e indiscernible que los expertos llaman el don de la comunicación. Relevó al incalculable Kiko Ledgard, y cada presentador superaba al anterior, que ya era superar, y así hasta llegar a la abrileña Miriam Díaz Aroca, que llevó la batuta de este show en sus tiempos últimos, pero siempre pujantes. El ‘Un, dos, tres’ nos presentó a Victoria Abril, a Nina, a Paula Vázquez. Allí cundió Sabrina Salerno, con corpiño inútil. El ‘Un, dos, tres’ no volverá, pero sí vuelve, a bordo de un aniversario, o de un reproche. Y con él sus musas, que fueron un verano del talento en minifalda. Para tantos años, para siempre.
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