Juan Marsé pasó el verano de 1965 en Nava de la Asunción, la casa familiar de Jaime Gil de Biedma. El escritor barcelonés llevaba consigo la última versión mecanografiada de ‘Últimas tardes con Teresa’ y dio a leer el capítulo final a dos poetas: el anfitrión y Ángel González. Sus comentarios fueron elogiosos: «Lo que siempre supe es que a Jaime le gustaría el homenaje sin mala leche al charnego que contiene la novela», recordará Marsé. La novela concurrió al premio Biblioteca Breve de Seix Barral. El jurado que formaban Carlos Barral, Josep Maria Castellet, Salvador Clotas, Juan García Hortelano, Luis Goytisolo y Mario Vargas Llosa galardonó a ‘Últimas tardes con Teresa’. No fue una victoria fácil. Las deliberaciones estuvieron cargadas de tensión: Luis Goytisolo –apoyado desde fuera por su hermano Juan– votó por ‘La traición de Rita Hayworth’, de Manuel Puig. Los Goytisolo apoyaron al novelista argentino porque se sentían reflejados en los burguesitos ‘pijos’ que Marsé caricaturiza en su novela.’Últimas tardes con Teresa’, como reconocía su autor, tenía muchos puntos en contacto con el poema de Gil de Biedma ‘Barcelona no és bona o mi paseo solitario en primavera’. El poeta evoca la Exposición Internacional de 1929 que visitaron sus padres cuando él estaba todavía en el claustro materno (nació el 13 de noviembre de aquel año). Los murcianos que construyeron el metro e hicieron posible aquella Exposición que transformó la Ciudad Condal malvivían en las barracas de la montaña de Montjuïc: «Sean ellos sin más preparación / que su instinto de vida / más fuertes al final que el patrón que les paga / y que el ‘salta-taulells’ que les desprecia: / que la ciudad les pertenezca un día. / Como les pertenece esta montaña, / este despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía», anuncia Gil de Biedma.Manolo Reyes el Pijoaparte, protagonista de ‘Últimas tardes con Teresa’, es murciano. No tan laborioso como los que trabajaban en la Exposición «a ritmo de java», tal como los describió Josep Maria de Sagarra en ‘Vida privada’. El Pijoaparte roba motos y las lleva a un taller de su barrio para que las desguacen o revendan. Una verbena de San Juan, el murciano se cuela en una fiesta y se enrolla con la criada de la burguesa Teresa Serrat. A través de la subalterna, este Julian Sorel de suburbio intentará conseguir el amor de la señora. Para acceder al ascensor social y caer bien a los amiguitos pijos de Teresa, uno de ellos, inspirado en Ricardo Bofill, se hará pasar por luchador antifranquista. El charnego Manolo vive en la montaña del Carmelo, autoconstrucciones a la sombra del antiaéreo que hoy es pasto de turistas: «Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas en la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras», escribe Marsé.Autorizada el 1 de marzo de 1966, ‘Últimas tardes con Teresa’ vio la luz en la imprenta de Seix Barral y Hermanos el día de Sant Jordi de aquel año: tres mil ejemplares al precio de 120 pesetas. En la portada, la modelo Susan Holmquist fotografiada en un coche descapotable por Oriol Maspons. La novela no gustó a la ‘gauche divine’, que quiso presentar a Marsé como un ‘escritor obrero’. El tiro les salió por la culata: «Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda», sentenciaba Marsé.Informes de la censuraLa edición conmemorativa que Seix Barral lanzó en el medio siglo de ‘Últimas tardes con Teresa’, con prólogo de Arturo Pérez Reverte, incluía los informes de la censura. Para el funcionario franquista, el Pijoaparte es «un delincuente habitual, antisocial y tosco, con debilidad especial para el robo de motocicletas» que envidia y desprecia a las clases ‘privilegiadas’. Por ejemplo, la expresión «señoritos de mierda», o que Teresa haya adquirido «la preciosísima mala leche proletaria».’Últimas tardes con Teresa’ transcurría a mediados de los años cincuenta. En esa misma década, Francisco Candel, un emigrante nacido en Casas Altas (rincón de Ademuz), publicó ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ gracias al apoyo del editor Josep Janés. Ambientada en las Casas Baratas, conocidas oficialmente como ‘Grupo Eduardo Aunós’, cerca de la Zona Franca, narraba las vidas de los vecinos de aquel barrio levantado en los años veinte cuando las obras del metro y la Exposición. «¿Era una novela o un reportaje?», planteó la crítica. Algún vecino que sabía leer se identificó con los personajes y el ‘boca-oreja’ provocó una revuelta contra el autor de la novela y convecino: Candel vivía en el cercano barrio de Nuestra Señora del Port. Según sus palabras, ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ pretendía ser «la instantánea fotográfica de unas barriadas y la gente que las habita… Lo interesante en este libro es el medio ambiente o caldo de cultivo de los personajes y no el hilo argumental».’Donde la ciudad cambia su nombre’ fue un best-seller con muchas ediciones. El escándalo y lo explícito de algunas escenas que alguien comparó con el tremendismo de Cela movió a Candel a escribir una secuela: ‘Dios, la que se armó’. En 1959, el escritor publicó ‘Han matado a un hombre, han roto un paisaje’: la Guerra Civil vista desde casa Antúnez, territorio charnego y escenario de los ‘paseos’ que acababan con un tiro de los «descontrolados» anarquistas sobre todo aquel que había sido denunciado por fascista.Los ignoradosMarsé y Candel novelan un mismo fenómeno: las otras Barcelonas que la cultura oficial catalana había ignorado. Sus protagonistas son los emigrantes de la primera generación y los charnegos de la segunda. La primera ola migratoria, ya lo hemos dicho, se produjo en los años veinte; la segunda, en la posguerra: «Cuando esta segunda inmigración –vamos a llamarla así–, el barraquismo ya existía en la ciudad de Barcelona», apunta Candel en ‘Los otros catalanes’. En los años cincuenta, con un flujo anual de veinte mil emigrantes, la policía los detenía en la estación de Francia y los metía en el Palacio de las Misiones de Montjuïc, que habían construido quienes arribaron tres décadas antes para la Exposición. Si nadie respondía por ellos se los devolvía a su tierra. En 1952, año del Congreso Eucarístico en Barcelona, el contingente más elevado de personas retornadas provenía de Granada, Jaén y Málaga.La nueva realidad, mestiza y bilingüe, rompía los moldes esencialistas y monolingües. La Barcelona charnega creaba un idiolecto. La lengua de las clases dominantes, el catalán normativo, se fusionaba con el habla de los recién llegados. «Enchega el coche» («Engega el cotxe»). «Ayer plegué tarde de trabajar» («Ahir vaig plegar tard»). «El paleta puso las racholas (baldosa es ‘rajola’ en catalán). En una canción de 1976, ‘Caminito de la obra’, Joan Manuel Serrat nos habla de un «paleta» de la construcción. Antes de entrar en la obra se desayuna con la «barrecha» en «un bar tempranero de Casa Antúnez». Muy cerca de las Casas Baratas de Candel. Todo a ritmo de rumba. La carretera del Morrot que cantó Gato Pérez.La mezcla de lenguas y la realidad sociolingüística cuestiona las previsiones nacionalistas de la inmersión en catalán. Leemos ‘El castigo’ (2020) de Guillem Sala. El escenario: un instituto de Sant Andreu: «–Mama, dame dinero. –Ya te di ayer, Izan. –Necesito más. –¿Pa qué? –Pa cortarme el pelo. –No te hagas cosas raras. –No, me haré cosas guapas. –Uh, ¿qué te vas a hacer? –¿Sabes el Aarón, del Espanyol? –¿Del Espanyol? No és tan greu: de juvenil, l’Aarón va jugar al Sant Andreu. –Uno con una raya aquí, asín. –Pero no te tiñas, que estropea el pelo. –Solo unas mechas guapas».El nacionalismo y la izquierda no sabían qué hacer con las ‘otras Barcelonas’. Los de Pujol veían en los inmigrantes murcianos y andaluces una punta de lanza del franquismo para españolizar Cataluña. La izquierda trataba al charnego de forma paternalista y, por su complejo de inferioridad –ser tachada de poco catalanista– lo dejaba luego a merced del nacionalismo. Es el diagnóstico de Manuel Calderón en ‘Descampados’ (Tusquets), memoria de su juventud en Hospitalet. Los ‘inmigrantes’ que levantaron Cataluña desde los años veinte hasta los sesenta, fueron idealizados como ‘fuerzas del trabajo’ por la izquierda marxista: «Cuando la neblina cubrió la memoria y se alcanzaron los objetivos, se achacó la ingratitud de los ‘nouvinguts’, de los ‘otros catalanes’, de los charnegos –como el blanco de los esquimales, los grados de ciudadanía en Cataluña son infinitos–, forasteros, en definitiva, hacia la tierra de acogida por su incomprensión del futuro que habían preparado, mientras ellos había venido enrolados como fuerzas invasoras sin ni siquiera saberlo», observa Calderón. Apreciación similar a la de Eduard Sola, guionista de ‘Casa en llamas’ al recibir el premio Gaudí: «Podría entender este Gaudí como una venganza contra todos los que engañaron a mi abuelo, aprovechándose de sus carencias culturales. Una venganza contra todos los que hicieron sentirse inferiores a mis abuelos, mis padres y mis tíos. Una venganza contra todas las miradas de superioridad que, en tres generaciones, hemos tenido que tragar los que venimos de abajo de todo. Pero no lo haré».Candel reúne en ‘Los otros catalanes’ unas redacciones escolares del Polvorín, Can Clos, Port, SEAT y Casa Antúnez para un concurso literario titulado ‘Mi barrio’: «Yo soy de Barcelona, pero mi barrio es Casa Antúnez», escribe una niña de las barracas Jesús y María, muy cerca del cementerio de Montjuïc; «Las personas de mi barrio no están tan bien educadas como las del centro de Barcelona. Pero a pesar de todo me siento orgulloso de vivir en él», proclama su compañero; «Mi barrio es un lugar alegre y apacible… Hasta ahora», advierte otro niño que vive en los bloques de la SEAT; «Vienen muchas veces los pastores a pasturar», observa otro sobre el descampado del Asilo de Port…Sesenta años después de ‘Últimas tardes con Teresa’, Maria Roig evoca en su novela ‘Ama de casa’ (Lumen) el socavón que en 2005 provocaron las obras del metro en el barrio del Carmelo. Roig tenía nueve años y vio cómo lo que había de ser motivo de alegría –el transporte que acercaba la periferia al centro de Barcelona– devenía en desasosiego. Devota de Marsé, esta joven escritora compara la biblioteca que lleva el nombre del autor de ‘Últimas tardes con Teresa’ con un espacio de refugio e imaginación.Diversas miradasLa lista de títulos sobre las otras Barcelonas se ha ido ampliando en el primer cuarto de siglo XXI con muy diversas miradas. ‘Carrer Bolívia’ (1999), de Maria Barbal: el Besós, años sesenta. ‘El metall impur’ (El metal impuro, 2005), de Julià de Jòdar: La Farga, el Besós. ‘No miris enrere’ (Sin mirar atrás, 2002), de David Castillo: Barcelona vista desde el antiaéreo del Carmelo. ‘Paseos con mi madre’ (2011), de Javier Pérez Andújar: las chimeneas de Sant Adrià. ‘El año de la plaga’ (2011), de Marc Pastor: distopía en Nou Barris. ‘Antes del huracán’ (2018), de Kiko Amat: la juventud periférica en Sant Boi. ‘Taxi’ (2017), de Carles Zanón, un recorrido entre el Guinardó y Hospitalet. ‘Tigres de cristal’ (2018), de Toni Hill: la Ciudad Satélite de Cornellà. ‘La travesía de las anguilas’ (2020), de Albert Lladó: Torre Baró y Ciudad Meridiana en los noventa. La evocación familiar de Hernán Migoya en el centro comercial Baricentro (2020) de Barberà del Vallés; la frontera multiplicada –etnia, religión, clase social– de la emigración marroquí en ‘El lunes nos querrán’, de Najat el Hachmi (premio Nadal, 2021). La autora nacida en Nador escribió su novela en catalán y castellano. El castellano, explica, «fue la lengua que aprendí en la escuela, aunque muchos compañeros hablaban castellano. Ha habido una cierta instrumentalización de los inmigrantes que hablamos en catalán. El resultado: hablo catalán con mi pareja y mis hijos; castellano con mis hermanos y rifeño con mi madre. La interacción trilingüe es continua».Nuevas miradas e historias. Más Barcelonas. Otras voces de otros ámbitos. Juan Marsé pasó el verano de 1965 en Nava de la Asunción, la casa familiar de Jaime Gil de Biedma. El escritor barcelonés llevaba consigo la última versión mecanografiada de ‘Últimas tardes con Teresa’ y dio a leer el capítulo final a dos poetas: el anfitrión y Ángel González. Sus comentarios fueron elogiosos: «Lo que siempre supe es que a Jaime le gustaría el homenaje sin mala leche al charnego que contiene la novela», recordará Marsé. La novela concurrió al premio Biblioteca Breve de Seix Barral. El jurado que formaban Carlos Barral, Josep Maria Castellet, Salvador Clotas, Juan García Hortelano, Luis Goytisolo y Mario Vargas Llosa galardonó a ‘Últimas tardes con Teresa’. No fue una victoria fácil. Las deliberaciones estuvieron cargadas de tensión: Luis Goytisolo –apoyado desde fuera por su hermano Juan– votó por ‘La traición de Rita Hayworth’, de Manuel Puig. Los Goytisolo apoyaron al novelista argentino porque se sentían reflejados en los burguesitos ‘pijos’ que Marsé caricaturiza en su novela.’Últimas tardes con Teresa’, como reconocía su autor, tenía muchos puntos en contacto con el poema de Gil de Biedma ‘Barcelona no és bona o mi paseo solitario en primavera’. El poeta evoca la Exposición Internacional de 1929 que visitaron sus padres cuando él estaba todavía en el claustro materno (nació el 13 de noviembre de aquel año). Los murcianos que construyeron el metro e hicieron posible aquella Exposición que transformó la Ciudad Condal malvivían en las barracas de la montaña de Montjuïc: «Sean ellos sin más preparación / que su instinto de vida / más fuertes al final que el patrón que les paga / y que el ‘salta-taulells’ que les desprecia: / que la ciudad les pertenezca un día. / Como les pertenece esta montaña, / este despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía», anuncia Gil de Biedma.Manolo Reyes el Pijoaparte, protagonista de ‘Últimas tardes con Teresa’, es murciano. No tan laborioso como los que trabajaban en la Exposición «a ritmo de java», tal como los describió Josep Maria de Sagarra en ‘Vida privada’. El Pijoaparte roba motos y las lleva a un taller de su barrio para que las desguacen o revendan. Una verbena de San Juan, el murciano se cuela en una fiesta y se enrolla con la criada de la burguesa Teresa Serrat. A través de la subalterna, este Julian Sorel de suburbio intentará conseguir el amor de la señora. Para acceder al ascensor social y caer bien a los amiguitos pijos de Teresa, uno de ellos, inspirado en Ricardo Bofill, se hará pasar por luchador antifranquista. El charnego Manolo vive en la montaña del Carmelo, autoconstrucciones a la sombra del antiaéreo que hoy es pasto de turistas: «Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas en la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras», escribe Marsé.Autorizada el 1 de marzo de 1966, ‘Últimas tardes con Teresa’ vio la luz en la imprenta de Seix Barral y Hermanos el día de Sant Jordi de aquel año: tres mil ejemplares al precio de 120 pesetas. En la portada, la modelo Susan Holmquist fotografiada en un coche descapotable por Oriol Maspons. La novela no gustó a la ‘gauche divine’, que quiso presentar a Marsé como un ‘escritor obrero’. El tiro les salió por la culata: «Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda», sentenciaba Marsé.Informes de la censuraLa edición conmemorativa que Seix Barral lanzó en el medio siglo de ‘Últimas tardes con Teresa’, con prólogo de Arturo Pérez Reverte, incluía los informes de la censura. Para el funcionario franquista, el Pijoaparte es «un delincuente habitual, antisocial y tosco, con debilidad especial para el robo de motocicletas» que envidia y desprecia a las clases ‘privilegiadas’. Por ejemplo, la expresión «señoritos de mierda», o que Teresa haya adquirido «la preciosísima mala leche proletaria».’Últimas tardes con Teresa’ transcurría a mediados de los años cincuenta. En esa misma década, Francisco Candel, un emigrante nacido en Casas Altas (rincón de Ademuz), publicó ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ gracias al apoyo del editor Josep Janés. Ambientada en las Casas Baratas, conocidas oficialmente como ‘Grupo Eduardo Aunós’, cerca de la Zona Franca, narraba las vidas de los vecinos de aquel barrio levantado en los años veinte cuando las obras del metro y la Exposición. «¿Era una novela o un reportaje?», planteó la crítica. Algún vecino que sabía leer se identificó con los personajes y el ‘boca-oreja’ provocó una revuelta contra el autor de la novela y convecino: Candel vivía en el cercano barrio de Nuestra Señora del Port. Según sus palabras, ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ pretendía ser «la instantánea fotográfica de unas barriadas y la gente que las habita… Lo interesante en este libro es el medio ambiente o caldo de cultivo de los personajes y no el hilo argumental».’Donde la ciudad cambia su nombre’ fue un best-seller con muchas ediciones. El escándalo y lo explícito de algunas escenas que alguien comparó con el tremendismo de Cela movió a Candel a escribir una secuela: ‘Dios, la que se armó’. En 1959, el escritor publicó ‘Han matado a un hombre, han roto un paisaje’: la Guerra Civil vista desde casa Antúnez, territorio charnego y escenario de los ‘paseos’ que acababan con un tiro de los «descontrolados» anarquistas sobre todo aquel que había sido denunciado por fascista.Los ignoradosMarsé y Candel novelan un mismo fenómeno: las otras Barcelonas que la cultura oficial catalana había ignorado. Sus protagonistas son los emigrantes de la primera generación y los charnegos de la segunda. La primera ola migratoria, ya lo hemos dicho, se produjo en los años veinte; la segunda, en la posguerra: «Cuando esta segunda inmigración –vamos a llamarla así–, el barraquismo ya existía en la ciudad de Barcelona», apunta Candel en ‘Los otros catalanes’. En los años cincuenta, con un flujo anual de veinte mil emigrantes, la policía los detenía en la estación de Francia y los metía en el Palacio de las Misiones de Montjuïc, que habían construido quienes arribaron tres décadas antes para la Exposición. Si nadie respondía por ellos se los devolvía a su tierra. En 1952, año del Congreso Eucarístico en Barcelona, el contingente más elevado de personas retornadas provenía de Granada, Jaén y Málaga.La nueva realidad, mestiza y bilingüe, rompía los moldes esencialistas y monolingües. La Barcelona charnega creaba un idiolecto. La lengua de las clases dominantes, el catalán normativo, se fusionaba con el habla de los recién llegados. «Enchega el coche» («Engega el cotxe»). «Ayer plegué tarde de trabajar» («Ahir vaig plegar tard»). «El paleta puso las racholas (baldosa es ‘rajola’ en catalán). En una canción de 1976, ‘Caminito de la obra’, Joan Manuel Serrat nos habla de un «paleta» de la construcción. Antes de entrar en la obra se desayuna con la «barrecha» en «un bar tempranero de Casa Antúnez». Muy cerca de las Casas Baratas de Candel. Todo a ritmo de rumba. La carretera del Morrot que cantó Gato Pérez.La mezcla de lenguas y la realidad sociolingüística cuestiona las previsiones nacionalistas de la inmersión en catalán. Leemos ‘El castigo’ (2020) de Guillem Sala. El escenario: un instituto de Sant Andreu: «–Mama, dame dinero. –Ya te di ayer, Izan. –Necesito más. –¿Pa qué? –Pa cortarme el pelo. –No te hagas cosas raras. –No, me haré cosas guapas. –Uh, ¿qué te vas a hacer? –¿Sabes el Aarón, del Espanyol? –¿Del Espanyol? No és tan greu: de juvenil, l’Aarón va jugar al Sant Andreu. –Uno con una raya aquí, asín. –Pero no te tiñas, que estropea el pelo. –Solo unas mechas guapas».El nacionalismo y la izquierda no sabían qué hacer con las ‘otras Barcelonas’. Los de Pujol veían en los inmigrantes murcianos y andaluces una punta de lanza del franquismo para españolizar Cataluña. La izquierda trataba al charnego de forma paternalista y, por su complejo de inferioridad –ser tachada de poco catalanista– lo dejaba luego a merced del nacionalismo. Es el diagnóstico de Manuel Calderón en ‘Descampados’ (Tusquets), memoria de su juventud en Hospitalet. Los ‘inmigrantes’ que levantaron Cataluña desde los años veinte hasta los sesenta, fueron idealizados como ‘fuerzas del trabajo’ por la izquierda marxista: «Cuando la neblina cubrió la memoria y se alcanzaron los objetivos, se achacó la ingratitud de los ‘nouvinguts’, de los ‘otros catalanes’, de los charnegos –como el blanco de los esquimales, los grados de ciudadanía en Cataluña son infinitos–, forasteros, en definitiva, hacia la tierra de acogida por su incomprensión del futuro que habían preparado, mientras ellos había venido enrolados como fuerzas invasoras sin ni siquiera saberlo», observa Calderón. Apreciación similar a la de Eduard Sola, guionista de ‘Casa en llamas’ al recibir el premio Gaudí: «Podría entender este Gaudí como una venganza contra todos los que engañaron a mi abuelo, aprovechándose de sus carencias culturales. Una venganza contra todos los que hicieron sentirse inferiores a mis abuelos, mis padres y mis tíos. Una venganza contra todas las miradas de superioridad que, en tres generaciones, hemos tenido que tragar los que venimos de abajo de todo. Pero no lo haré».Candel reúne en ‘Los otros catalanes’ unas redacciones escolares del Polvorín, Can Clos, Port, SEAT y Casa Antúnez para un concurso literario titulado ‘Mi barrio’: «Yo soy de Barcelona, pero mi barrio es Casa Antúnez», escribe una niña de las barracas Jesús y María, muy cerca del cementerio de Montjuïc; «Las personas de mi barrio no están tan bien educadas como las del centro de Barcelona. Pero a pesar de todo me siento orgulloso de vivir en él», proclama su compañero; «Mi barrio es un lugar alegre y apacible… Hasta ahora», advierte otro niño que vive en los bloques de la SEAT; «Vienen muchas veces los pastores a pasturar», observa otro sobre el descampado del Asilo de Port…Sesenta años después de ‘Últimas tardes con Teresa’, Maria Roig evoca en su novela ‘Ama de casa’ (Lumen) el socavón que en 2005 provocaron las obras del metro en el barrio del Carmelo. Roig tenía nueve años y vio cómo lo que había de ser motivo de alegría –el transporte que acercaba la periferia al centro de Barcelona– devenía en desasosiego. Devota de Marsé, esta joven escritora compara la biblioteca que lleva el nombre del autor de ‘Últimas tardes con Teresa’ con un espacio de refugio e imaginación.Diversas miradasLa lista de títulos sobre las otras Barcelonas se ha ido ampliando en el primer cuarto de siglo XXI con muy diversas miradas. ‘Carrer Bolívia’ (1999), de Maria Barbal: el Besós, años sesenta. ‘El metall impur’ (El metal impuro, 2005), de Julià de Jòdar: La Farga, el Besós. ‘No miris enrere’ (Sin mirar atrás, 2002), de David Castillo: Barcelona vista desde el antiaéreo del Carmelo. ‘Paseos con mi madre’ (2011), de Javier Pérez Andújar: las chimeneas de Sant Adrià. ‘El año de la plaga’ (2011), de Marc Pastor: distopía en Nou Barris. ‘Antes del huracán’ (2018), de Kiko Amat: la juventud periférica en Sant Boi. ‘Taxi’ (2017), de Carles Zanón, un recorrido entre el Guinardó y Hospitalet. ‘Tigres de cristal’ (2018), de Toni Hill: la Ciudad Satélite de Cornellà. ‘La travesía de las anguilas’ (2020), de Albert Lladó: Torre Baró y Ciudad Meridiana en los noventa. La evocación familiar de Hernán Migoya en el centro comercial Baricentro (2020) de Barberà del Vallés; la frontera multiplicada –etnia, religión, clase social– de la emigración marroquí en ‘El lunes nos querrán’, de Najat el Hachmi (premio Nadal, 2021). La autora nacida en Nador escribió su novela en catalán y castellano. El castellano, explica, «fue la lengua que aprendí en la escuela, aunque muchos compañeros hablaban castellano. Ha habido una cierta instrumentalización de los inmigrantes que hablamos en catalán. El resultado: hablo catalán con mi pareja y mis hijos; castellano con mis hermanos y rifeño con mi madre. La interacción trilingüe es continua».Nuevas miradas e historias. Más Barcelonas. Otras voces de otros ámbitos.
Juan Marsé pasó el verano de 1965 en Nava de la Asunción, la casa familiar de Jaime Gil de Biedma. El escritor barcelonés llevaba consigo la última versión mecanografiada de ‘Últimas tardes con Teresa’ y dio a leer el capítulo final a dos … poetas: el anfitrión y Ángel González. Sus comentarios fueron elogiosos: «Lo que siempre supe es que a Jaime le gustaría el homenaje sin mala leche al charnego que contiene la novela», recordará Marsé. La novela concurrió al premio Biblioteca Breve de Seix Barral.
El jurado que formaban Carlos Barral, Josep Maria Castellet, Salvador Clotas, Juan García Hortelano, Luis Goytisolo y Mario Vargas Llosa galardonó a ‘Últimas tardes con Teresa’. No fue una victoria fácil. Las deliberaciones estuvieron cargadas de tensión: Luis Goytisolo –apoyado desde fuera por su hermano Juan– votó por ‘La traición de Rita Hayworth’, de Manuel Puig. Los Goytisolo apoyaron al novelista argentino porque se sentían reflejados en los burguesitos ‘pijos’ que Marsé caricaturiza en su novela.
‘Últimas tardes con Teresa’, como reconocía su autor, tenía muchos puntos en contacto con el poema de Gil de Biedma ‘Barcelona no és bona o mi paseo solitario en primavera’. El poeta evoca la Exposición Internacional de 1929 que visitaron sus padres cuando él estaba todavía en el claustro materno (nació el 13 de noviembre de aquel año). Los murcianos que construyeron el metro e hicieron posible aquella Exposición que transformó la Ciudad Condal malvivían en las barracas de la montaña de Montjuïc: «Sean ellos sin más preparación / que su instinto de vida / más fuertes al final que el patrón que les paga / y que el ‘salta-taulells’ que les desprecia: / que la ciudad les pertenezca un día. / Como les pertenece esta montaña, / este despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía», anuncia Gil de Biedma.
Manolo Reyes el Pijoaparte, protagonista de ‘Últimas tardes con Teresa’, es murciano. No tan laborioso como los que trabajaban en la Exposición «a ritmo de java», tal como los describió Josep Maria de Sagarra en ‘Vida privada’. El Pijoaparte roba motos y las lleva a un taller de su barrio para que las desguacen o revendan. Una verbena de San Juan, el murciano se cuela en una fiesta y se enrolla con la criada de la burguesa Teresa Serrat. A través de la subalterna, este Julian Sorel de suburbio intentará conseguir el amor de la señora. Para acceder al ascensor social y caer bien a los amiguitos pijos de Teresa, uno de ellos, inspirado en Ricardo Bofill, se hará pasar por luchador antifranquista. El charnego Manolo vive en la montaña del Carmelo, autoconstrucciones a la sombra del antiaéreo que hoy es pasto de turistas: «Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas en la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras», escribe Marsé.
Autorizada el 1 de marzo de 1966, ‘Últimas tardes con Teresa’ vio la luz en la imprenta de Seix Barral y Hermanos el día de Sant Jordi de aquel año: tres mil ejemplares al precio de 120 pesetas. En la portada, la modelo Susan Holmquist fotografiada en un coche descapotable por Oriol Maspons. La novela no gustó a la ‘gauche divine’, que quiso presentar a Marsé como un ‘escritor obrero’. El tiro les salió por la culata: «Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda», sentenciaba Marsé.
Informes de la censura
La edición conmemorativa que Seix Barral lanzó en el medio siglo de ‘Últimas tardes con Teresa’, con prólogo de Arturo Pérez Reverte, incluía los informes de la censura. Para el funcionario franquista, el Pijoaparte es «un delincuente habitual, antisocial y tosco, con debilidad especial para el robo de motocicletas» que envidia y desprecia a las clases ‘privilegiadas’. Por ejemplo, la expresión «señoritos de mierda», o que Teresa haya adquirido «la preciosísima mala leche proletaria».
‘Últimas tardes con Teresa’ transcurría a mediados de los años cincuenta. En esa misma década, Francisco Candel, un emigrante nacido en Casas Altas (rincón de Ademuz), publicó ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ gracias al apoyo del editor Josep Janés. Ambientada en las Casas Baratas, conocidas oficialmente como ‘Grupo Eduardo Aunós’, cerca de la Zona Franca, narraba las vidas de los vecinos de aquel barrio levantado en los años veinte cuando las obras del metro y la Exposición. «¿Era una novela o un reportaje?», planteó la crítica. Algún vecino que sabía leer se identificó con los personajes y el ‘boca-oreja’ provocó una revuelta contra el autor de la novela y convecino: Candel vivía en el cercano barrio de Nuestra Señora del Port. Según sus palabras, ‘Donde la ciudad cambia su nombre’ pretendía ser «la instantánea fotográfica de unas barriadas y la gente que las habita… Lo interesante en este libro es el medio ambiente o caldo de cultivo de los personajes y no el hilo argumental».
‘Donde la ciudad cambia su nombre’ fue un best-seller con muchas ediciones. El escándalo y lo explícito de algunas escenas que alguien comparó con el tremendismo de Cela movió a Candel a escribir una secuela: ‘Dios, la que se armó’. En 1959, el escritor publicó ‘Han matado a un hombre, han roto un paisaje’: la Guerra Civil vista desde casa Antúnez, territorio charnego y escenario de los ‘paseos’ que acababan con un tiro de los «descontrolados» anarquistas sobre todo aquel que había sido denunciado por fascista.
Los ignorados
Marsé y Candel novelan un mismo fenómeno: las otras Barcelonas que la cultura oficial catalana había ignorado. Sus protagonistas son los emigrantes de la primera generación y los charnegos de la segunda. La primera ola migratoria, ya lo hemos dicho, se produjo en los años veinte; la segunda, en la posguerra: «Cuando esta segunda inmigración –vamos a llamarla así–, el barraquismo ya existía en la ciudad de Barcelona», apunta Candel en ‘Los otros catalanes’. En los años cincuenta, con un flujo anual de veinte mil emigrantes, la policía los detenía en la estación de Francia y los metía en el Palacio de las Misiones de Montjuïc, que habían construido quienes arribaron tres décadas antes para la Exposición. Si nadie respondía por ellos se los devolvía a su tierra. En 1952, año del Congreso Eucarístico en Barcelona, el contingente más elevado de personas retornadas provenía de Granada, Jaén y Málaga.
La nueva realidad, mestiza y bilingüe, rompía los moldes esencialistas y monolingües. La Barcelona charnega creaba un idiolecto. La lengua de las clases dominantes, el catalán normativo, se fusionaba con el habla de los recién llegados. «Enchega el coche» («Engega el cotxe»). «Ayer plegué tarde de trabajar» («Ahir vaig plegar tard»). «El paleta puso las racholas (baldosa es ‘rajola’ en catalán). En una canción de 1976, ‘Caminito de la obra’, Joan Manuel Serrat nos habla de un «paleta» de la construcción. Antes de entrar en la obra se desayuna con la «barrecha» en «un bar tempranero de Casa Antúnez». Muy cerca de las Casas Baratas de Candel. Todo a ritmo de rumba. La carretera del Morrot que cantó Gato Pérez.
La mezcla de lenguas y la realidad sociolingüística cuestiona las previsiones nacionalistas de la inmersión en catalán. Leemos ‘El castigo’ (2020) de Guillem Sala. El escenario: un instituto de Sant Andreu: «–Mama, dame dinero. –Ya te di ayer, Izan. –Necesito más. –¿Pa qué? –Pa cortarme el pelo. –No te hagas cosas raras. –No, me haré cosas guapas. –Uh, ¿qué te vas a hacer? –¿Sabes el Aarón, del Espanyol? –¿Del Espanyol? No és tan greu: de juvenil, l’Aarón va jugar al Sant Andreu. –Uno con una raya aquí, asín. –Pero no te tiñas, que estropea el pelo. –Solo unas mechas guapas».
El nacionalismo y la izquierda no sabían qué hacer con las ‘otras Barcelonas’. Los de Pujol veían en los inmigrantes murcianos y andaluces una punta de lanza del franquismo para españolizar Cataluña. La izquierda trataba al charnego de forma paternalista y, por su complejo de inferioridad –ser tachada de poco catalanista– lo dejaba luego a merced del nacionalismo. Es el diagnóstico de Manuel Calderón en ‘Descampados’ (Tusquets), memoria de su juventud en Hospitalet. Los ‘inmigrantes’ que levantaron Cataluña desde los años veinte hasta los sesenta, fueron idealizados como ‘fuerzas del trabajo’ por la izquierda marxista: «Cuando la neblina cubrió la memoria y se alcanzaron los objetivos, se achacó la ingratitud de los ‘nouvinguts’, de los ‘otros catalanes’, de los charnegos –como el blanco de los esquimales, los grados de ciudadanía en Cataluña son infinitos–, forasteros, en definitiva, hacia la tierra de acogida por su incomprensión del futuro que habían preparado, mientras ellos había venido enrolados como fuerzas invasoras sin ni siquiera saberlo», observa Calderón. Apreciación similar a la de Eduard Sola, guionista de ‘Casa en llamas’ al recibir el premio Gaudí: «Podría entender este Gaudí como una venganza contra todos los que engañaron a mi abuelo, aprovechándose de sus carencias culturales. Una venganza contra todos los que hicieron sentirse inferiores a mis abuelos, mis padres y mis tíos. Una venganza contra todas las miradas de superioridad que, en tres generaciones, hemos tenido que tragar los que venimos de abajo de todo. Pero no lo haré».
Candel reúne en ‘Los otros catalanes’ unas redacciones escolares del Polvorín, Can Clos, Port, SEAT y Casa Antúnez para un concurso literario titulado ‘Mi barrio’: «Yo soy de Barcelona, pero mi barrio es Casa Antúnez», escribe una niña de las barracas Jesús y María, muy cerca del cementerio de Montjuïc; «Las personas de mi barrio no están tan bien educadas como las del centro de Barcelona. Pero a pesar de todo me siento orgulloso de vivir en él», proclama su compañero; «Mi barrio es un lugar alegre y apacible… Hasta ahora», advierte otro niño que vive en los bloques de la SEAT; «Vienen muchas veces los pastores a pasturar», observa otro sobre el descampado del Asilo de Port…
Sesenta años después de ‘Últimas tardes con Teresa’, Maria Roig evoca en su novela ‘Ama de casa’ (Lumen) el socavón que en 2005 provocaron las obras del metro en el barrio del Carmelo. Roig tenía nueve años y vio cómo lo que había de ser motivo de alegría –el transporte que acercaba la periferia al centro de Barcelona– devenía en desasosiego. Devota de Marsé, esta joven escritora compara la biblioteca que lleva el nombre del autor de ‘Últimas tardes con Teresa’ con un espacio de refugio e imaginación.
Diversas miradas
La lista de títulos sobre las otras Barcelonas se ha ido ampliando en el primer cuarto de siglo XXI con muy diversas miradas. ‘Carrer Bolívia’ (1999), de Maria Barbal: el Besós, años sesenta. ‘El metall impur’ (El metal impuro, 2005), de Julià de Jòdar: La Farga, el Besós. ‘No miris enrere’ (Sin mirar atrás, 2002), de David Castillo: Barcelona vista desde el antiaéreo del Carmelo. ‘Paseos con mi madre’ (2011), de Javier Pérez Andújar: las chimeneas de Sant Adrià. ‘El año de la plaga’ (2011), de Marc Pastor: distopía en Nou Barris. ‘Antes del huracán’ (2018), de Kiko Amat: la juventud periférica en Sant Boi. ‘Taxi’ (2017), de Carles Zanón, un recorrido entre el Guinardó y Hospitalet. ‘Tigres de cristal’ (2018), de Toni Hill: la Ciudad Satélite de Cornellà. ‘La travesía de las anguilas’ (2020), de Albert Lladó: Torre Baró y Ciudad Meridiana en los noventa. La evocación familiar de Hernán Migoya en el centro comercial Baricentro (2020) de Barberà del Vallés; la frontera multiplicada –etnia, religión, clase social– de la emigración marroquí en ‘El lunes nos querrán’, de Najat el Hachmi (premio Nadal, 2021). La autora nacida en Nador escribió su novela en catalán y castellano. El castellano, explica, «fue la lengua que aprendí en la escuela, aunque muchos compañeros hablaban castellano. Ha habido una cierta instrumentalización de los inmigrantes que hablamos en catalán. El resultado: hablo catalán con mi pareja y mis hijos; castellano con mis hermanos y rifeño con mi madre. La interacción trilingüe es continua».
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